Ernesto de la Peña es una de las figuras que se han convertido en faros para la humanidad. Su infatigable trabajo como lingüista, académico y divulgador del conocimiento alumbra senderos que las generaciones por venir seguramente seguirán. La erudición de su obra acompañará a todo aquel que desee recorrer el camino del saber.
Una vez lanzados al viaje de aventuras,
no perderemos la ocasión de divisar,
aunque sea de lejos y de pasada,
todos los lugares ilustres.
Alfonso Reyes, Los héroes
Hace algunos años, cuando Ernesto de la Peña cumplía su octava década de vida, tuve el privilegio de presentar los volúmenes de su obra reunida que, con el impulso decisivo de María Luisa Tavernier, publicó el Conaculta en 2007. En las páginas iniciales del primer volumen afirmé, como ahora, que Ernesto fue “un visitante asiduo y ávido de los territorios ingentes de los muchos quehaceres del hombre”, y añadí, palabras más o palabras menos, que la obra del autor, que hizo de la palabra escrita no solo un medio de expresión sino el puente hacia las provincias de la inteligencia y el conocimiento humanos, “nos revela la búsqueda del ser humano integral y el anhelo de que en la obra de un solo hombre puede descifrarse, en toda su complejidad, al Hombre”.
Es cosa averiguada que la erudición y el conocimiento de las lenguas fueron características evidentes de Ernesto de la Peña. Me parecería ocioso, y hasta frívolo, detenerme en un asunto que debe ser una mera referencia marginal al hablar de este autor y al referirnos a su corpus creativo. En cambio, me parece relevante enfatizar el afán singularísimo de nuestro sabio en su tarea de maestro, de transmisor de un legado inconmensurable que él mismo enriquecía: aun con cierta informalidad (y quizá por ello de manera mucho más elocuente y valiosa), Ernesto se dedicó a dar a conocer y, a la vez, se dio a conocer a sí mismo.
Al prologar el tomo correspondiente a los ensayos de Ernesto de la Peña, Ignacio Padilla dijo lo siguiente: “Acaso sea verdad que hoy nadie puede ser experto en todo, pero seamos francos: tampoco lo fueron, a despecho de su ambición y del signo de sus propios tiempos, hombres como Aristóteles, Da Vinci o Goethe”. Y aún más: “La sabiduría de estos hombres radicaba en algo que aún ahora se demuestra plausible, si bien escaso, merced a posturas, esfuerzos y proyectos como los de Ernesto de la Peña: el conocimiento como producto de una enconada curiosidad por entender el mundo a través de cuantos signos sea humanamente posible desentrañar”.
En efecto, los ensayos de Ernesto de la Peña no se ciñen a las reglas de los más ortodoxos, sino que se deben a un deseo de reflejar y de sugerir rutas, con todas las digresiones que sean apetecibles. Al leer La rosa transfigurada —que es, como sugiere Padilla, un libro sobre el mundo—, Ernesto nos enseña a su muy poética manera la fugacidad de la vida. En Don Quijote: La sinrazón sospechosa, ofrece una relectura que es un prodigio de iconoclasia y de devoción al texto, pues sostiene que el famoso caballero juega a estar loco (se hace el loco). Unos cuantos días antes de morir, el 6 de septiembre de 2012, Ernesto dictó una formidable conferencia cervantina, “Las realidades del Quijote”, cuyas palabras últimas revelaré más adelante. Y hay que decir que su amplio ensayo sobre Rabelais, prácticamente concluido, aparecerá póstumamente como testimonio literario de “amor constante más allá de la muerte” (Quevedo dixit, claro).
Antes de dedicar Castillos para Homero (Una mirada personal a la Odisea), Ernesto de la Peña cita al propio Homero con un epígrafe terrible, proveniente del Canto xv: “No hay peor mal para los mortales que andar errantes” (plagktós ú nees d’ouk ésti kakoóteron állo brotoásis). Y luego, en la amantísima dedicatoria, pretexta la incertidumbre de la existencia de Homero para sugerir que:
[Le] asiste el derecho a urdirle nuevos castillos fantasmagóricos donde pueda entrar, ser objeto de reverente y a veces contestataria hospitalidad y tener la experiencia, que tal vez le sea grata, de que sus deidades, sus héroes y sus imperecederos mortales están sumamente atareados en sobrevivir… y siempre lo logran.
Por lo demás, Ernesto de la Peña estudió con esmero el Arthasastra de Kautilya, “el Maquiavelo hindú” (ca. 350-283 a. C.), y dijo así, con humildad, al comienzo de su muy sesudo trabajo:
Escribo este ensayo como occidental que atisba a lo lejos, con una mezcla de comprensión y extrañeza (herencia, al fin y al cabo, de indios y españoles), las desmesuras de la India y la regularidad griega, aunque consciente de que, a menudo, esta es solo la fachada que encubre la tormenta interior, la hybris desatada y las zonas oscuras en que nace la tragedia.
A estos ensayos más bien largos, es menester sumar la colección de textos relativamente breves, El centro sin orilla, a la que el autor se refirió en estos términos:
Los siguientes ensayos, o conatos de tales, adolecen a veces de una de mis manías más discutibles: enamorado de la filología desde mis primeros años, en las siguientes líneas doy rienda suelta a mi proclividad de dilettante, que no soy otra cosa.
Mención aparte merece la diáfana traducción directa del griego de los Evangelios sinópticos y del Evangelio de Juan. La pretensión del traductor no fue sino “servir al pueblo de México en sus lecturas bíblicas”. En las antípodas de esta obra, De la Peña tradujo el Evangelio de Tomás y reunió, en Las controversias de la fe, el “ciclo tomasino”, o sea toda la literatura paleocristiana en torno al apóstol.
Debe hacerse una reflexión especial sobre las obras narrativas y la única colección de poesías que publicara el autor. Nuestro común amigo, el imprescindible Eduardo Lizalde, prologó el tomo dedicado a estos géneros y dijo con claridad:
Casi innecesario resulta advertir que aun muchos lectores cultos de la buena literatura, aunque podrán disfrutar de los sorprendentes hallazgos, alucinantes relatos y descripciones de personajes, historias y fantásticas aventuras, con pericia e imaginación pergeñadas por el autor, tendrán que conformarse con el mero disfrute literario de estos escritos, pues pretender penetrar en el inextricable trasfondo erudito de las referencias históricas, mitológicas, científicas, religiosas, lingüísticas y metafísicas que son el contexto y la espesa referencia mental de nuestro autor, sería tarea inalcanzable, salvo en el caso de estudiosos y lectores especializados en las abstrusas materias que son del dominio de Ernesto de la Peña.
Bajo esta premisa, estimulante y amedrentadora a la vez, hemos de aproximarnos a la colección de cuentos Las estratagemas de Dios (el primero de los libros publicados por Ernesto), a los relatos desaforados e hilarantes de Las máquinas espirituales (con referencias explícitas a la taumaturgia), a la impecable novela El indeleble caso de Borelli y a las páginas de prosa poética Mineralogía para intrusos.
Por otro lado, se encuentra Palabras para el desencuentro, poesía largamente trabajada a lo largo de décadas que, a decir de Lizalde, constituye “un cuerpo de poemas sin par, una voz conmovedora de cantor que sabe lo que canta y nos asombra, como en sus páginas en prosa, con el fluyente río de sus imágenes y tropos infrecuentes y su entonación de cepa clásica y moderna”.
Valgan estas líneas para recordar que, tras la muerte de Ernesto, la Universidad Nacional Autónoma de México publicó en su revista mensual un poema inédito, El sol nocturno, deslumbrante y prodigioso. Hago votos porque más adelante aparezca un volumen con su obra poética póstuma.
La obra entera de Ernesto de la Peña es una epifanía de la poiesis. Él dijo que el poeta añade cosas al mundo, y yo digo que esas cosas nuevas son necesariamente buenas. Ernesto hizo el bien a lo largo de su vida, y sus libros, así como las palabras que pronunció, dan cuenta de ello.
Para concluir, dejo a ustedes la última frase que leyó en público Ernesto de la Peña, al recibir el Premio Internacional Menéndez Pelayo, ese 6 de septiembre de 2012 al que ya me referí. Lo que dijo en esa ocasión es el mejor cierre para estas líneas y es, quizá, un epitafio propio, involuntario a la vez que insuperable: “La inmortalidad artística es la sombra póstuma de los grandes”.~
*Texto leído en el homenaje “Ernesto para intrusos: la obra poética y prosa de Ernesto de la Peña”, que se llevó a cabo en la Sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México, el martes 11 de marzo pasado.
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SERGIO VELA (Ciudad de México, 1964) es director de ópera, promotor artístico y músico. Fue presidente del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. Actualmente es el Consejero Artístico de la Academia de Música del Palacio de Minería.
¿ya están a la venta las obras completas de De la Peña? Es lo menos que merece uno de nuestros más grandes pensadores… Excelente artículo este de Vela…