Habrá algún día
La plenitud enceguecedora del resplandor encierra en el centro un pozo de sombra alimentado por el secreto manantial de su mirada.
Se desprende del ajetreo mediante la reposada dignidad de su movimiento. Su recogimiento ausente se desgaja del ruido alrededor. Contempla lo que no existe dentro de estos muros donde los desesperados se agitan.
No pide pero tampoco se niega a ser visto.
Soplo, aliento, respiro que orienta para mantenerse en vigilia y esperar en el encierro del que no ha de salirse sino un día.
Siempre habrá algún día.
Felicidad conyugal
Decidieron pasar sus vacaciones en Sudáfrica. Era una forma óptima de romper el invierno que a su edad comenzaba a parecerles demasiado prolongado. En cambio en Cape Town el cielo era límpido y la atmósfera cristalina, un mundo cálido y dulce, recién salido de las manos del Creador.
Eligieron el Mount Nelson para, desde allí, hacer excursiones cercanas, una de las cuales los condujo al Cabo de Buena Esperanza. A Maeve le dieron miedo los mandriles porque parecían muy acostumbrados a la presencia de los turistas, a quienes arrebataban comida. Uno de ellos quiso apoderarse de una barra de chocolate que llevaba en la mano un joven que en lugar de abandonar el chocolate se agitó haciendo aspavientos estilo kung fu. El animal resorteó mostrando los colmillos carnívoros y escapó arrebatándole el dulce.
El susto no les impidió ascender hasta el faro y desde allí contemplar la anchura del mundo y la procesión de las montañas en el horizonte. Maeve respiró profundamente maravillada ante la amplitud del espacio que se abría a sus ojos como un diamante enorme.
–¡Qué felicidad!
De regreso se detuvieron a comer en un restaurante cuya terraza se alzaba sobre un desfiladero. Desde allí podían ver el mar y más allá la costa difuminada entre la luz caliginosa del mediodía. Todo les pareció perfecto, excepto las aves que descendían velozmente sobre las mesas para robar la comida y pusieron a Walter de un humor negro. Como los mandriles, los pájaros también parecían acostumbrados a disputar a los humanos el alimento y nada los intimidaba. Pidieron una botella de vino blanco y ensaladas, que a Maeve le parecieron exquisitas.
–¡Qué felices somos! —le dijo a su marido con una sonrisa algo boba, la mirada perdida en la luminosa lejanía del horizonte.
Volvieron al hotel y después de ducharse salieron a una de las terrazas. Pidieron una botella de vino blanco que provenía de los viñedos que visitarían. El jardín extendía sus ondulaciones vegetales y sus islas de hortensias y rosas y hasta ellos llegaba la fragancia de las magnolias y los jazmines, que a esa hora embalsamaban el aire. La segunda botella la puso sentimental.
–¡Qué felices somos! —dijo a Walter, que se revolvió en su silla de mimbre.
–¡Muy felices! —bufó, clavándole los ojos inyectados.
–¡Sí! Somos tan felices —repitió Maeve.
–¿A qué te refieres? Hace treinta años tengo una amante. Es más: tú la conoces. Es Laura.
Maeve permaneció perpleja un rato. Ni siquiera intentó espantar una abeja.
–Celebro que me lo hayas dicho.
–¿A dónde vas? —preguntó Walter, un poco arrepentido por su estallido de mal humor.
–A llamar a sus hijos para compartir con ellos la buena nueva —contestó Maeve, tambaleándose de regreso a su habitación.
Amour fou
Se aman con la pasión pueril de los quince años. Ensayan todas las formas de un amor sublime e intenso enterneciéndose con un sentimentalismo vulgar.
–¡Júrame que nuestro amor será eterno! —exclama trémulamente la dama robusta contemplándose en el espejo y le extiende un rizo atado con un lazo de terciopelo que acaba de comprar en la peluquería.
–Me haces sentir joven de nuevo. Me das esperanza —declara el galán mudando de postura a causa de las almorranas y se encrespa la cresta bermeja, lo único que se alza a pesar de las diarias dosis de viagra.
El amor
No conoce el amor sin misterio. Pero cuando intuye el misterio el amor se le escapa.
Las razones
El corazón tiene razones que la razón no entiende. Y el hígado, la vejiga, la próstata…
Preferencias
Prefiere comenzar por los pies y ascender muy lentamente saboreando los milímetros que separan la desesperación del delirio.
Promiscuidad
El promiscuo deja tras de sí el aguijón de su tristeza.
Cama
Ninguna cama ofrece refugio de otra.
Cita
Quien hace esperar manifiesta su reticencia frente al encuentro. Quien espera es mordido por la ansiedad del rechazo. El que desprecia y el que añora constituyen una sensación complementaria. Al final uno cederá para que el otro, aliviado, continúe su búsqueda.
No
Aprender a decir “no” es dar el primer paso hacia la libertad.
Amor propio
La única forma de amor es el propio. Lo demás es negociable.
Amor
Admitir que el otro es alguien distinto de quien nos empeñamos en creer es el principio del respeto. También puede serlo del amor.
Corazón
La superficie del agua en el vaso pulsa como un corazón líquido.
Huella
Amo la huella de tu brazo tanto como el fantasma de la pierna que aún agitas en sueños aunque su impulso no mueva los cobertores más que en la memoria de tu integridad perdida.
Camino del perdón
Lo quiso más cuando dejó de quererlo. Por eso apretó la oreja a sus labios prietos pues estaba por echar el último aliento.
Luego de confirmar que estaba lacio acercó los labios a su oreja y murmuró muy cerca “vete al infierno y nunca salgas de allí”.
La fuerza del recuerdo
A fuerza de recordarla olvidó que alguna vez la había amado. ~
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BRUCE SWANSEY (Ciudad de México, 1955) cursó el doctorado en Letras en El Colegio de México y el Trinity College de Dublín, con una investigación sobre Valle-Inclán. Ha sido profesor en esta institución y en la Universidad de Dublín. Es autor de relatos y crítico de teatro.