Víctor Cabrera,
Guijarros,
La Dïéresis,
México, 2014.
Hace más o menos diez años leí por primera vez unos poemas de Víctor Cabrera incluidos en la antología Un orbe más ancho. Los textos, pertenecientes al hasta ahora inédito El libro de la arena, resonaron estentóreos para mí desde entonces. Ha pasado, pues, una década de escritura, pero hay rasgos finísimos en la labor poética de Cabrera que, pese a los cambios graduales que el oficio ha dibujado en nuestro vate, aún pueden engarzarse con esos versos tempranos.
Pensemos en la palabra guijarro. Piedra pulimentada. Lisa, aguda y pequeña que se encuentra en las orillas y cauces de los ríos, diría el diccionario; también, que viene de aquileus, ‘aguijón’. Mejor título no podría haber escogido Cabrera para su colección. Este me recuerda al breve poema de Francisco Hernández “Hasta que el verso quede”:
Quitar la carne, toda,
hasta que el verso quede
con la sonora oscuridad del hueso.
Y al hueso desbastarlo, pulirlo, aguzarlo
hasta que se convierta en aguja tan fina,
que atraviese la lengua sin dolencia
aunque la sangre obstruya la garganta.
Estos guijarros, pues, piedrecillas puestas por no se sabe bien qué mano a la orilla de la corriente (la obra total), pero ya desbastadas, pulidas y aguzadas por el paso perenne de las aguas, hasta haberlas convertido en punzante aguijón, en esa aguja fina de la que habla Hernández, pertenecen y no al río que custodian. Y digo que pertenecen y no, porque ninguno de estos poemas forma parte de una colección mayor (hasta ahora), sino que aparecieron en revistas o antologías, pero de un modo particular son anzuelos que se encajan en más de un sentido en otros puntos del cuerpo de la obra en proceso de nuestro autor.
No vayamos muy lejos: en el primer libro de Cabrera, Signos de traslado (aunque anteriormente había salido a la luz su plaquette Diez sonetos), aparece un poema titulado precisamente con el pétreo término de “Guijarros”: “Restos de sí, / las piedras sólo aspiran a ser piedra: / humildes piezas de una exacta orfebrería / cumplen con su destino de arena inexorable”. Precisa descripción del objeto que nombra su poema e hilo conductor del poemario que aquí comento.
Como dije antes, hay una corriente común que vitaliza la totalidad de la obra poética de Cabrera, de principio a fin: la soltura y el dominio de la métrica y los moldes clásicos. Y esa misma corriente es la que ha ido acariciando, como con descuido, estos once aguijones acertados.
Mención aparte merece la cuidadosa y espléndida edición a cargo de La Dïéresis Editorial Artesanal, que ya nos tiene acostumbrados a este tipo de loables entregas. Basados en la idea de la piedra suelta, es decir, del guijarro propiamente, los editores lanzaron un poema en cada pliego suelto del libro, estupendamente formado y acompañado de unas tenues, cálidas y expresivas viñetas, obra de la ilustradora colombiana Alejandra Estrada, que logran que cada texto tenga la soltura de la piedra pero que el conjunto tenga la solidez del cúmulo.
Pero vamos, pues, a los poemas, materia del libro que nos ocupa. En “Revelación del ámbar” el poeta nos habla de una sustancia diáfana y turbia a un tiempo, pero que ilumina, que revela. ¿Qué nos revela el ámbar? Un tiempo brumoso, anterior a la civilización y a la historia. Mas por primigenio que parezca, es ya de por sí ruina, resto, sedimento de un orden anterior a la lógica de la palabra. Un orden cifrado en la suerte y los hados, alumbrado por la tea del amuleto: tiempo mítico encarcelado como insecto, pero que, como esa pequeña criatura, aún pervive.
“Patronus” es un texto, por llamarlo de algún modo, de circunstancia. En un post de Asuntos domésticos, blog que administra nuestro autor, nos explica que el poema surgió tras conocer la noticia:
[D]el asesinato de Snowy, el último ejemplar sobreviviente de ciervo blanco en Gran Bretaña —y en el mundo— a manos de un grupo de cazadores furtivos quienes, luego de abatirlo a tiros, cercenaron la cabeza del animal para, con toda certeza, exhibirla como un trofeo lamentable en la pared de alguna mansión inglesa, al lado de las testas disecadas de quién sabe cuántas criaturas más.
A partir de esta noticia, los poetas Josu Landa y Rocío Cerón convocaron a un grupo de sus pares mexicanos para participar en el proyecto Poemas para el Ciervo Blanco, con el que se busca dejar constancia poética de este hecho atroz.
Todo el que sea fan de la saga de Harry Potter, sabrá que el patronus es una especie de encantamiento que se materializa en una neblina blanca que toma la forma de algún animal tutelar (dependiendo del mago que realice el hechizo; en el caso de Potter, se trata, precisamente, de un ciervo) que es usado para repeler a los dementores. Así, el poema funge como encantamiento para proteger, en la blancura de la página, los pasos de ese mamífero que puede sentirse a salvo. Contrapunto, entonces, entre transparencia y espesura; entre espacio —¿silencio?— y palabra. En la nota citada, el autor hace referencia a la tipografía usada para el poema. Lo que nos da a pensar que debe de jugar un papel importante la disposición espacial sobre la página (cosa que me resulta extraña: el acomodo de los versos en la edición que comentamos es distinta a la aparecida en el blog antes mencionado y en la antología Nosotros que nos queremos tanto). Así pues, las palabras (si pensamos en la página como planicie y en las palabras como espesura) lo ocultan pero lo evidencian; le dan espacio abierto pero a la vez protección. La seguridad de caminar a salvo en la imaginación, la única libertad verdaderamente nuestra, según Cabrera.
“Tríptico”: un vínculo-epígrafe que remite a un proyecto del fotógrafo español Ricky Dávila da pie (rostro, paraje) a este poema. Colección de once fotografías donde se intercalan paisajes agrestes, desolados, con retratos, en su mayoría dispuestos en dípticos (aunque hay uno sencillo y un tríptico) en los que se juega con la simetría y las semejanzas de una forma audaz. El poema es un vaivén, un movimiento pendular, no sólo por la disposición espacial de los versos, sino por la huella semántica que los moldea, acomodándolos en triadas: “paisaje / paraje / pasaje”, “rostros / facciones / gestos”, “desolados / espectrales / difusos”. Y es en la dispersión del horizonte, ingeniosa y atinadamente difuminado por el guiño tipográfico, donde podemos ver la escena: luminosos fantasmas.
Frente a “Robert Mapplethorphe” pudiéramos pensar que nos encontramos ante el dominio del ojo. Las alusiones a la obra del fotógrafo son evidentes: “se yerguen lilas, vergas, alcatraces / manchados de pureza”. Pero una vez más, creo que encauza o domina ese sentido indeleble y caro a Víctor: el oído. En las primeras líneas de esta presentación recordé los poemas de El libro de la arena. Transcribo aquí una joya arrancada de esa tiara: “Y fue entonces cuando vi a los granaderos / —en franco alejandrino formados centuriones— / avanzar y disolver la estampida a macanazos”. Ese verso medio, ese franco alejandrino del que habla el poeta, nos hace sentir la marcha de esos centuriones desgarbados a la vez que, debido a la contundencia de la imagen y la métrica, es el duro macanazo que nos derriba y deja perplejos. De igual modo pasa en este poema: al hablarnos de imágenes fotográficas (que estamos habituados a encontrar, generalmente, en impecables libros de formatos mayores con papel de buena calidad) nos plantea el propio poeta su soporte: “Sobre el lustre del papel / (esplendente couché de buen gramaje) / se yerguen lilas, vergas, alcatraces / manchados de pureza”. El sonoro y perfecto endecasílabo es en verdad el finísimo soporte de esas imágenes que aparecen inmediatamente después. Se hace notorio que Cabrera sigue a pie juntillas la propia poética que plantea poemas adelante: “guarda siempre debajo de la lengua / un guijarro transparente”.
En “Crossroads” nos encontramos con un tema fascinante que está presente en algunas otras zonas de la obra de Cabrera: la encrucijada como sitio limítrofe que nos enfrenta a la elección o asignación de un camino posible. En entronque de dos principios, nos diría el Diccionario de símbolos: uno pasivo, el otro activo; por tanto, el derrotero y el punto de llegada se resuelve en elección o azar: “un destino que no nos pertenece”. En la parte final de “A Sad and Beautiful World” —la segunda sección de Wide Screen, segundo libro de poemas de Cabrera—, dice el poeta: “Hay una colindancia un punto neutro un empalme en que coinciden dos miradas: / un cruce / de / caminos”. En Guijarros existe un arranque casi idéntico: “Hay una colindancia, / un punto neutro, / una zona limítrofe en que empalman dos miradas: // un cruce de caminos”. A la distancia que plantean ambas obras, es fácil imaginar al poeta parado en la encrucijada, mirando intercaladamente al este y al oeste, tratando de imponer su decisión o dejándose llevar por una mano invisible: he ahí el motivo por el cual se resuelven de manera distinta: el principio activo orilla a buscar, a ir al encuentro de algo: el bluesman que, impulsado por la ambición, busca al diablo para vender su alma; el principio pasivo que hace abandonarnos hasta dar con “el encuentro azaroso y fugaz con un destino / que no nos pertenece”.
En el texto titulado “Cabrera: la poesía como diálogo”, de la autoría del peruano Víctor Coral, que sirve de presentación a los poemas de nuestro autor en la antología Nosotros que nos queremos tanto, el sudamericano dice del mexicano:
Víctor Cabrera es uno de los poetas más desenfadados que he leído en los últimos años. Y no lo digo por su obsesión —saludable, por cierto— de introducir en el texto poético elementos de la realidad monda y lironda, domésticos […]. Más bien porque su proverbial versatilidad […] lo hace planear sobre los temas más diversos, los elementos más abstrusos, descolocándolos, jugueteando con ellos, bajándolos del pedestal para ver la otra cara de lo trascendente.
Dos palabras de estas líneas me parecen clave para describir “Un día a las carreras”: desenfadado y mondo. Este poema toca un tema espinoso y agudo, el de la pretensión y la autoconfianza, pero desde el desenfado del que se mira a sí mismo como en tercera persona, como si observase un rocín despatarrado que lucha por mantener el paso. Es el mismo tema pessoano de “Tabaquería”, digamos (“No soy nada, / nunca seré nada, / no puedo querer ser nada. / Aparte de eso tengo en mí todos los sueños del mundo”), pero tratado desde el lenguaje mondo del desencanto, de la postergación y, más, desde la cómoda platea de la resignación. El poeta nos dice con una risilla sardónica que no ha sido tocado por la gracia pero, como Jacob, lucha toda la noche con el Ángel.
“Plegaria contra el gallo” comienza como una descripción del territorio pantanoso y difuso por el que transitamos antes de alcanzar, cabalmente, la vigilia (¿otro territorio limítrofe?), pero termina siendo una plegaria que intenta disuadir al “Señor de los desvelos” para que retrase su llegada. Rencor contra la alborada, este poema se hermana con “Revelación”, texto incluido en Signos de traslado, en donde nos dice que el despertar a “la vida […] no viene siendo ninguna maravilla”. Por tanto, vale la pena robarle unos minutos más a la vigilia.
En “Tebas” nos encontramos ante un tópico clásico: el acertijo que fue lanzado por la esfinge a Edipo. No esperaríamos de él sorpresa, todos conocemos de qué va y cómo se resuelve. No obstante, este es uno de los guijarros más agudos y pulidos de la colección: si no ha de sorprendernos la novedad del fondo, sí lo hará la forma, la lograda superficie del soneto acertadamente levantado y rematado de manera genial: termina como lo hace la historia que conocemos, pero a la vez la renueva al presentárnosla desde otra perspectiva: el envés de la imagen. Ante el acertijo del monstruo, el Edipo de Cabrera crea un alejamiento que, sin embargo, sigue dando en el blanco. Por ello se salva doblemente, de la esfinge y, de algún modo, también de la muerte: el entregado al ciclo de nacimiento, crecimiento y muerte no es “el de los pies hinchados” sino su reflejo: “El que miro si miro en el espejo”.
“Adiós a Gonzalo Rojas” es un tenue responso, un mesurado treno por el poeta chileno que, lejos de los pomposos y grandilocuentes homenajes, y tomando como modelo el “Adiós a John Lennon” del propio Rojas, cumple a cabalidad su cometido: decirle al vate con cariño, pero resignación y desapego: “adiós-so long-arrivederci”.
Las dos últimas piezas de nuestra colección: “Beware of Darkness” y “Parque Tagle” yo podría incluirlas en un solo poema y dividirlo en parte i y ii ya que, de cierto modo, son la teoría y la práctica. “Beware of Darkness” es una especie de preceptiva que dicta cómo debería ser la escritura, qué se debería evitar. “Cuídate de las tinieblas”, “Aléjate de lo bruno y lo ilusorio”, “Sostén lo dicho en lo callado”, etcétera. Mas es curioso que, junto a estas instrucciones, se dicten versos que podrían parecer truncos pero que, pareciera, cumplen con sostener lo dicho en lo callado: “Nunca digas de esta agua”, “Alíviate de lo que no, / de lo que siempre”. Por su parte, “Parque Tagle” es la clara muestra de estas ciertas instrucciones: se busca sostener lo dicho en lo callado. No busca, de las frondas, lo sombrío, sino esa claridad filtrada: el silencio.
Me quedo con una última imagen del guijarro: una mano levantándolo del suelo, metiéndolo en el duro cuero de una honda, lanzándolo y acertando en la frente del gigante, hasta tenerlo a su merced. Tales estas certeras piedrecillas.~
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LUIS PANIAGUA (San Pablo Pejo, Guanajuato, 1979) estudió Literatura en la Universidad Nacional Autónoma de México. Ha publicado los libros de poemas Los pasos del visitante y Maverick 71. Es coautor de los libros colectivos Espacio en disidencia, Al frío de los cuatro vientos y Una raya más: Ensayos sobre Eduardo Lizalde. Fue becario del Programa Jóvenes Creadores, del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, en la categoría de Poesía, y actualmente es beneficiario del Programa de Estímulos a la Creación y Desarrollo Artístico del Estado de México. Ha obtenido los premios de poesía de la revista Punto de partida (2005) y Literal Latin American Voices 2013.