En los próximos años, México debería considerar el nombramiento de un secretario de defensa civil como un paso más en su proceso de consolidación democrática. El tema cobra relevancia en el marco de la celebración de los 100 años del Ejército y, especialmente, tras la ceremonia que se llevó a cabo en Palacio Nacional el pasado 15 de febrero, en la que el general secretario, Salvador Cienfuegos, entregó al presidente Enrique Peña Nieto una espada “simbolizando” el mando del Ejército —una jerarquía que la Constitución le confiere desde el momento en que tomó posesión como titular del Ejecutivo. Claramente, darle un espadín era absolutamente innecesario. En una democracia, ¿quién le entrega el mando a quién?
Fueron pocos los analistas que alcanzaron a comprender el significado de la inédita ceremonia, la cual evidenció, por un lado, el desconocimiento del marco institucional que debe regir al sector de seguridad nacional y defensa en un contexto democrático, y, por otro, el poder de los militares, acumulado desde el fin de la Revolución.
Una ceremonia de este tipo resultaría impensable en un país democrático, pues la total subordinación del poder militar al poder civil (de jure y de facto) es una condición necesaria. Apenas unas 10 democracias o regímenes en transición mantienen al frente de la cartera de defensa a un militar, entre ellos Guatemala, El Salvador, Bulgaria y Filipinas. Bajo un régimen democrático, el único simbolismo válido es dar el mando estratégico (aunque no el operativo) de las Fuerzas Armadas a un administrador civil, quien, a su vez, esté plenamente subordinado tanto a la autoridad del Ejecutivo —indiscutible comandante supremo— como al escrutinio de la sociedad y el Poder Legislativo, como en Nicaragua, Chile, Brasil y Japón.
México requiere un civil al frente de las fuerzas armadas al cual diputados, senadores y periodistas puedan seguir de cerca, cuestionar, reprender y castigar como a cualquier otro secretario sin miedo a la censura o a lastimar la dignidad y el prestigio del Ejército. Solo a un civil podrían pedírsele sin reparo cuentas sobre la falta de un libro blanco que se publique con periodicidad y en el que la política de defensa se vaya actualizando. Sí, se requiere de un civil que tema ser despedido por no hacer bien su trabajo.
El cambio de administrador contribuiría a una mayor profesionalización castrense toda vez que, mientras los civiles hacen política, negocian el presupuesto con el Congreso, esclarecen las sospechas de corrupción y toman parte en las conferencias internacionales con sus pares civiles, el personal podría concentrar sus recursos en la capacitación, procurando la plena especialización en aquello para lo que se les ha llamado y que mejor saben hacer: la parte táctica-operativa. Hoy por hoy, son escasos los mandos uniformados con verdaderas capacidades de gestión, cabildeo y planeación estratégica, financiera y administrativa, formados en aulas civiles o en programas de maestría accesibles solo para oficiales y funcionarios de alto nivel.
Por supuesto, como cualquier otra reforma democrática, un cambio de esta envergadura generaría ganadores y perdedores, por lo que resulta natural la resistencia de quienes argumentan que “no hay a quién nombrar”, pues, supuestamente, nadie conoce bien a bien el Ejército ni sobre seguridad y defensa, o que colocar al mando a un político facilitaría que la corrupción permeara una de las instituciones en las que más confían los ciudadanos. Sin embargo, en un Estado democrático no es indispensable que el secretario de defensa sea experto en la materia, así como no lo es que la secretaria de Turismo tenga una licenciatura en Administración Hotelera, ni que conozca a la perfección cada una de las playas del país. Analizando la experiencia en otras latitudes, es posible encontrar casos en los que los ministros de defensa no conocían la jerarquía ni de la doctrina militar al llegar a la cartera, sin que esto se tradujera en una mala gestión, como el caso del ministro Thomas de Maizière en Alemania. Es en este punto donde debe destacarse la importancia de contar con órganos asesores altamente especializados que emitan recomendaciones de política pública para guiar a los civiles inexpertos en la toma de decisiones, como sería el caso de un consejo de seguridad nacional, al cual me referiré en mi siguiente artículo.
Vale la pena reconocer también la legítima preocupación de que la corrupción de la clase política pueda contaminar a las fuerzas armadas. No obstante, tanto civiles como militares —en igual medida— son susceptibles de ser corrompidos: todo depende de factores institucionales como el grado de transparencia, que por definición es mayor en el mundo civil.
Por supuesto, antes de dar este paso habría que cumplir con ciertos requisitos, como la creación de un Estado Mayor conjunto. Además, habría que fomentar la participación en diplomados y maestrías abiertas al público, con el objetivo de formar a quienes algún día fungirían como asesores en seguridad y defensa.
Se quiera o no, cualquier secretario de Estado mantiene cierta influencia: el de la Defensa no es la excepción. Esto es así porque, como cualquier otro secretario, realiza un mínimo de cabildeo, el cual es parte del proceso político. Pero en una democracia la política es solo para civiles.
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ATHANASIOS HRISTOULAS es profesor-investigador en el Departamento de Estudios Internacionales del ITAM y coordinador del Diplomado en Seguridad Nacional en el mismo instituto.