José Ramón Cossío D. es Ministro de la Suprema Corte de Justicia.
En la primera década del siglo xx la impartición de justicia federal y local fue altamente cuestionada. ¿En qué consistían las críticas al sistema imperante en el porfiriato?
Las críticas que desde los planes y programas políticos se hicieran a la justicia eran, por así decirlo, de carácter interno: estaban referidas al funcionamiento procedimental de la justicia y, por lo mismo, su horizonte estaba limitado a plantear su mejoramiento. La justicia estaba mal porque no funcionaba conforme a ciertos entendimientos canónicos relacionados con la autonomía de los órganos y la independencia de sus titulares. La corrección de tales males habría de producir un adecuado funcionamiento de la justicia, con independencia de que en otros ámbitos de la vida nacional pudiera lograrse, primordialmente por la vía legislativa, la realización de una “justicia material” en favor de quienes menos tenían.
¿Qué se hizo con las críticas y con las propuestas de soluciones dentro del primer proceso revolucionario? ¿Qué otras críticas y soluciones aparecieron en la etapa maderista? ¿Cómo se desarrollaron las ideas sobre la justicia con las que, finalmente, se habría de llegar al proceso constituyente en 1916? Lo que resulta más importante dentro del periodo revolucionario es considerar el conjunto de propuestas que los grupos en disputa hicieron para superar la crisis de la justicia del porfiriato, para representarse sus propios modelos de justicia y para establecer las soluciones concretas que permitieran la operatividad de tales modelos.
Si tomamos en conjunto las diversas propuestas y salvamos algunas diferencias entre ellas, el análisis de las fuentes consideradas permite llegar a las siguientes conclusiones: (1) los males de la justicia eran los males de la administración de justicia; (2) los males de ésta última se corregirían con reformas constitucionales y legislativas que garantizaran la autonomía y la independencia mencionadas, por la vía de las designaciones apolíticas, las remuneraciones adecuadas y la estabilidad en el cargo; (3) el acceso a la justicia se mejoraría a través de las reformas pertinentes a las leyes procesales, y (4) la propia marcha de la administración de justicia en las condiciones resultantes daría lugar a un cambio en la justicia misma.
No deja de llamar la atención la pobreza de las consideraciones emitidas en materia de justicia por la gran mayoría de los participantes en el proceso revolucionario. Las soluciones aportadas, desde luego, estaban encaminadas a ajustar algunos de los problemas más gruesos del modelo que se había ido construyendo a partir de la Constitución de 1857. Sin embaargo, esta posición general denota una especie de fetichismo respecto de aquella norma suprema y de las normas secundarias creadas a partir de ella, en el sentido de que lo inadecuado no era tanto el modelo general existente como el modo en que la política porfirista lo había intervenido. Por ello, soluciones como la forma de designaciones, las remuneraciones o la simplificación de los procesos no eran sino ajustes a una concepción que seguía resultando aceptable. No estaba mal la administración de justicia sino quienes, por sus raíces porfiristas y huertistas, la habían desempeñado.
A la justicia se le vio como una vía instrumental y secundaria de realización de esa justicia material. La manera en la que esta desvinculación pudo haberse evitado consistía en la posibilidad de que la justicia procesal hubiera sido vista como un medio para lograr la justicia sustantiva. Esto, a su vez, pasaba por la posibilidad de entender que los jueces tenían la posibilidad de realizar los postulados materiales a que aludían planes, programas o manifiestos y, finalmente, las normas jurídicas. Es decir, el juez no suponía que su función se limitaba a asignar, mediante una sentencia, aquello que el derecho legislado previamente le hubiere asignado a alguien, sino a otorgar a aquel que solicitaba justicia aquello que le correspondía de conformidad con las nuevas normas. Evidentemente, esta consideración pasaba por la asignación a los juzgadores de una posición diversa, lo que desde luego no puede darse por mero cambio orgánico o procesal sino más bien por la reasignación de funciones normativas.
Pero si se estaba ante un proceso revolucionario del que habrían de surgir nuevas posibilidades de justicia social, ¿por qué no se entendió que los juzgadores podían ser los medios para llevar a cabo los cambios a los que los planes y programas aludían? Nos parece que no estaba ni en la cultura jurídica nacional ni en la comparada asignar o al menos admitir que los juzgadores pudieran llevar a cabo tales acciones claramente “redistributivas”.
Si es con esta limitada visión como se llegó al Congreso Constituyente de 1916-1917, tres son las preguntas que debemos resolver: ¿de qué manera se utilizaron las ideas hasta aquí expuestas en el proceso constituyente? ¿Qué sucedió en el Constituyente en materia de justicia? ¿Lo hecho en el Constituyente superó la visión que se tuvo en el proceso revolucionario?
Si consideramos en conjunto lo expresado por el Constituyente en materia de justicia, es posible establecer las siguientes conclusiones: (1) la mayor parte de las propuestas hechas tuvieron que ver con aspectos orgánicos, muy en el tono de lo que se había venido proponiendo en el proceso revolucionario; (2) la manera de presentar y discutir los temas atendió, fundamentalmente, a soluciones vigentes en nuestro contexto histórico-cultural; (3) la influencia del proceso revolucionario estuvo encaminada, más que al establecimiento de soluciones novedosas, a lograr la elección de una de entre las varias posibilidades de solución dentro del contexto histórico-cultural señalado, y (4) no se apreciaron esfuerzos por lograr la vinculación entre la justicia orgánico-procesal que se estaba discutiendo y la justicia material que en otros ámbitos se estaba dando, salvo por lo que se refiere a la materia laboral.
Con base en todo esto, podemos decir que las ideas elaboradas en el proceso revolucionario tuvieron un uso amplio en el proceso constituyente lo que, insistimos, no podía ser de otra manera en tanto que ésas eran las ideas que se estaban discutiendo en el mundo y las soluciones que se estimaban adecuadas para solucionar problemas que, también, se entendían comunes.
Ahora, ¿qué pone de manifiesto el hecho de que las soluciones en materia de justicia tuvieran esa especificidad? Que buena parte de las transformaciones que se esperaba que surgieran del proceso revolucionario y, más específicamente, de la Constitución resultante, se llevarían a cabo por vía legislativa, por lo que a los jueces les correspondería, más que la guarda de la Constitución misma, la guarda de las leyes mediante las cuales esa Constitución habría de desarrollarse. Ello implicaría, a su vez, asumir que la tarea fundamental de los juzgadores (otra vez, muy propia de nuestro entorno jurídico romanista) consistiría más en cuidar la realización por el legislador de la obra del Constituyente que en garantizar directamente la propia Constitución o constituirse, también directamente, en un agente del cambio social, político o económico.
Para poderse ejercer, es cierto, se requerían mayores condiciones de legitimidad de los órganos, generadas ante todo por el modo de nombramiento, la calidad de los nombrados y sus condiciones de independencia. Éstas fueron establecidas por el Constituyente y en ello consistió, precisamente, el principal resultado de sus trabajos en la materia que analizamos.
Durante la ya larga vigencia de la Constitución de 1917, la promesa de justicia hecha por el Constituyente se ha actualizado en distintos momentos y maneras. Dos son, sin embargo, las grandes tendencias que podemos observar en el aspecto orgánico. Por una parte, la modificación de las instituciones judiciales que podemos llamar originarias (Poder Judicial del Distrito Federal, Poder Judicial de la Federación, poderes judiciales de los estados y juntas de conciliación y arbitraje); por otra, la aparición de nuevas instituciones de justicia, tales como los consejos de menores infractores, el Tribunal Agrario, el actual Tribunal de Justicia Fiscal y Administrativa y los tribunales de lo contencioso-administrativo de los estados, los tribunales electorales (Federal y locales) y los tribunales de conciliación y arbitraje (también Federal y locales).
Adicionalmente, existe una cuestión de la más compleja identificación que ha aparecido con motivo de más recientes reformas constitucionales que, igualmente, podemos dividir en dos partes: una, la relativa a la constitucionalización de ciertos derechos sociales que conllevan la posibilidad de lograr la tan mencionada justicia social a través de la procesal; otra, la que deriva de las reformas en las que a los órganos de impartición de justicia, entendidos aquí como un todo, se les imponen ciertas cargas materiales, evidentemente en adición a las procesales, que de algún modo pudieran llegar a significar, también, un cambio en su modo de actuación.
Vistas en conjunto y consideradas a grandes rasgos, las críticas y propuestas formuladas en estos más de 200 años han partido de y ajustado un paradigma que, en buena medida, está vigente entre nosotros desde la parte final del siglo xxi .
El modelo mismo (problemas e imperfecciones aparte) fue pensado y realizado y luego ha venido siendo reelaborado para mantener las condiciones sociales imperantes, cualesquiera que éstas hayan sido o sean. A pesar de sus orígenes revolucionarios y de las consiguientes proclamas por el establecimiento de mejores condiciones sociales (muy tibias, por cierto), el aparato de impartición de justicia ha estado encaminado al mantenimiento del statu quo.
Al reducir sus funciones al horizonte de “lo dado” y ser “lo dado” extraordinariamente inequitativo, el sistema todo de impartición de justicia no ha sido considerado como un elemento constitutivo de la justicia. A lo más, ha sido visto como una burocracia especializada (en el mejor de los casos), encargada de imponer una racionalidad específica: la asignación de los bienes (lato sensu) ya dados normativamente por el legislador o la administración.
Lo que hemos tenido a lo largo del siglo xx y lo que corre del xxi es, al menos en el modelo diseñado y actualizado normativamente, congruente con lo que se prometió en el momento constituyente: una justicia procesal. La cuestión que dejamos apuntada para reflexionarla y, en su caso, actualizarla en los años por venir, es la siguiente: ¿es preciso prometer una nueva justicia? Si es así, ¿por qué razón se hace necesaria? Además, ¿en qué consistiría la nueva promesa y, también, cómo debería realizarse? El tema no es trivial ni lo son cada una de estas cuestiones. El agotamiento del modelo imperante de impartición de justicia necesariamente nos conduce a saber si, efectivamente, queremos darle a los juzgadores un mayor poder normativo que, finalmente, se traducirá en un mayor poder social, a efecto de construir la justicia más allá de las condiciones procesales a que hoy se sujetan. Ese poder llevaría, necesariamente, a entender que los jueces van a disputarles a los titulares de otros órganos públicos la toma de decisiones y, por lo mismo, a diseñar más activamente las condiciones de convivencia social, siempre a partir de las decisiones que tomen. ¿Es eso lo que como sociedad queremos?
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