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¿A poco no le da gusto estar excluido? (Las marginalidades por decreto)
Este País | Carlos Monsiváis | 17.04.2009 | 2 Comentarios

Si Dios nos hubiera querido diferentes, no nacemos en la misma vecindad

 

De la mayoría marginada, ya se dice y se sabe bastante, por lo menos en cifras, así se desdibujan sus formas de sobrevivencia. Nadie objeta seriamente la descripción de México, «país fundado sobre la desigualdad», y ningún gobierno, tampoco más allá hasta de las tibias medidas «de urgencia» que acompañan a la grandilocuencia  patética de los gobernantes.  «A los desposeídos les pido perdón», exclama el primero de diciembre de 1976 José López Portillo al tomar posesión de la Presidencia, desplegando el gesto operático que los siguientes mandatarios evitarán. (Al cansancio de la demagogia lo envuelven los harapos tecnocráticos.)  A los habitantes de la miseria y la pobreza, 40 o 60 por ciento de la población, cómo dar con los datos aproximados,  se les reserva la dureza o la indiferencia tan propias de la historia, y no mucho más.

 

Los que ni siquiera han sido objeto de la atención escénica son los integrantes de las minorías marginadas, por razones donde intervienen el racismo, el sexismo, la homofobia y la intolerancia religiosa. En este caso, a los criterios de inclusión y exclusión los exacerba un motivo simple: la exigencia de uniformidad. Hasta épocas muy recientes, la diversidad no es término usual en México y, sólo en 1982, durante la campaña de Miguel de la Madrid, y a modo de cortesía hacia los científicos sociales, se menciona la condición plural del país. Todavía entonces se define a México como un todo homogéneo: nación católica a la hora de fiestas, peregrinaciones  y censos, sociedad profundamente mestiza y heterosexual. No se conciben lo legítimamente  alternativo, el derecho a ejercer y las libertades en materia de moral y vida cotidiana. Pese al derecho a la diferencia (la tolerancia de cultos de la Reforma liberal del siglo xix, la lucha de los revolucionarios  «jacobinos» en la Constitución de 1917, y las sucesivas demandas igualitarias), a la pluralidad se llega con lentitud pasmosa. Las guerras de Reforma y la Revolución impulsan el desarrollo secular, pero en la implantación de la tolerancia interviene más el desarrollo internacional que la creación de los gobiernos o la amplitud de criterio de la sociedad. Casi hasta hoy, a la uniformidad se le rinde culto a nombre de los poderes terrenales y celestiales.

 

Acátese y cúmplase: el monopolio de las creencias y el monopolio del poder político y el monopolio del poder económico y el monopolio de la conducta admisible se integran en un haz de voluntades tiránicas. Se margina a las mayorías y las minorías y se considera natural o normal su destino atroz. A los excluidos de la Nación (la mayoría), se les condena al infierno de la falta de oportunidades complementada  por la ausencia de respetabilidad.  En los espacios marginales de las minorías se congregan los disidentes religiosos, los disidentes políticos, los minusválidos,  los alcohólicos, los gays y

lesbianas y, muy especialmente,  los indígenas. No obstante sus diferencias extraordinarias,  estos sectores

comparten rasgos primordiales:  el costo psíquico y físico por asumir y transformar la identidad diseñada desde fuera, las dificultades para construir su propia historia (el esfuerzo continuo de adaptación a medios hostiles), y las repercusiones interminables  del «pecado original», la culpa de no ajustarse a la norma.

 

Los indígenas: las herencias de la desigualdad

 

Si algo aclara la rebelión de los indios de Chiapas, es la evidencia del racismo en México, una de las grandes aportaciones del ezln. Ser indio -es decir, pertenecer a comunidades  que así se identifican a partir de prácticas endogámicas,  idioma minoritario y costumbres «premodernas»-  es participar de la perpetua desventaja, en una segregación iniciada desde el aspecto. Los que niegan el racismo nacional suelen alegar el éxito de personas con rasgos indígenas muy acusados, pero ninguno de estos indios-a-

 

simple-vista es hoy secretario de Estado, gobernador, político destacado, empresario de primera, o simplemente celebridad. Esto, para ya no hablar de las mujeres. En su novela Invisible Man, Ralph Ellison describe cómo, a ojos del sector dominante, el color de la piel borra la humanidad y la singularidad de las personas. Un negro es indistinguible  de otro negro, porque los iguala el desprecio que se les profesa. Algo semejante todavía por sus consecuencias  extremas, más cruel todavía, sucede con

los indios de México, circundados desde la Conquista por el rechazo múltiple: ¿por qué no? Son primitivos, desconocen la maravilla de los libros (al igual que la mayoría de los racistas), son paganos aunque finjan catolicidad, y resultan para siempre menores de edad, como lo ratifica el Instituto Nacional Indigenista. De acuerdo con este criterio, no se les margina: han nacido fuera y su actitud pasiva sólo confirma su lejanía orgánica del centro.

 

Pertenecer a «la raza vencida» anula en los indígenas «la posibilidad de desarrollo», lo que en el catálogo racista inicia la lista de otras prisiones: la lengua «extraña» que sólo una minoría comparte, la inermidad educativa, el arrinconamiento  en zonas de la depredación ecológica, el alcoholismo, el caciquismo, las inevitables riñas internas, el aislamiento cultural profundo. Si desde la Conquista, el sometimiento de los indígenas persiste no obstante las rebeliones esporádicas y sus aplastamientos,  el régimen de la Revolución mexicana sacraliza la fatalidad. En 1948, Alfonso Caso, fundador del Instituto Nacional de Antropología e Historia (inah) y del Instituto Nacional Indigenista (ini), define con ligereza tautológica

el sujeto de sus encomiendas:  «Es indio todo individuo que se siente pertenecer a una comunidad indígena, y es una comunidad indígena aquella en que predominan elementos somáticos no europeos, que habla preferentemente  una lengua indígena, que posee en su cultura material y espiritual elementos indígenas en fuerte proporción y que, por último, tiene un sentido social de comunidad aislada dentro de las otras comunidades que la rodean, que la hace distinguirse asimismo de los pueblos de blancos y mestizos.»

Indio es el que vive en el mundo indígena, así de preciso es don Alfonso. El mestizo tiene en proporción definida «elementos somáticos europeos», lo que, de acuerdo con esta argumentación,  en algo lo redime. «Todavía se les nota lo indio, pero ya hablan un español reconocible.» Y en el universo de los indios, a la miseria económica la complementa la degradación moral o como se le llame a la incesante bruma, la violencia orgánica de las etnias, y la brutalización de las mujeres en ámbitos cercanos al apartheid. Esta opresión deshumaniza, así los ladinos la califiquen de muy voluntaria y emitan su dictamen: «Los indios están así porque quieren.»

Históricamente,  los saqueadores y los opresores se divierten ridiculizando a sus víctimas. Además del clima social, el racismo dispone de la caricatura política del siglo xix, de los estereotipos en la poesía y la narrativa, del choteo de los titubeantes en el uso de el castilla, y, más tarde, de las parodias del teatro frívolo, la radio, el cine y la televisión. El indio es el ser sin vínculos suficientes o mínimos con la civilización, alguien apartado de la Nación, trágico o patético, y divertido sólo en ocasiones y a pesar suyo. Para quienes lo contemplan sin verlo, sus tradiciones son mero pintoresquismo,  y su apego a usos y costumbres permite apuntar con sorna o preocupación  al «primitivismo».  La iglesia católica los infantiliza, el guadalupanismo  les ofrece el refugio de la fe, el Estado los protege de modo lejano y a los «huérfanos de la civilización»,  se les «adopta» con desgano y sin responsabilidad.

 

El Instituto Nacional Indigenista, «orfanatorio»  o «casa de cuna cultural», aporta algunos beneficios y garantiza el desinterés extremo del gobierno que ya piensa cumplido su deber si algo cede de su presupuesto. Y la vida de los indígenas suele desenvolverse  en condiciones infrahumanas  y en medio del desinterés de los medios informativos,  alejados las más de las veces del registro de los asesinatos, las violaciones de mujeres, el saqueo constante de tierras y bosques. Son indios, viven fuera de la nación. Como ha demostrado Enrique Florescano, se quiere justificar el despojo con razones históricas, con la mitología opresiva que inicia Lucas Alamán. Según Alamán y sus descendientes,  México no le debe

nada al pasado indígena, y la sociedad mexicana ni siquiera registra sus valores. Se elimina del recuento,

observa Florescano, «la participación  decisiva de los indígenas y campesinos en los tres movimientos que cambiaron la historia moderna y contemporánea  de la nación: Independencia,  Reforma y Revolución». La Nación, argumenta Florescano, se ha opuesto por sistema a las reivindicaciones indígenas, pretendiendo imponerles leyes que violan sus derechos más entrañables: el racismo les ha

 

exigido renegar de sus lenguas, deponer su autonomía y, en suma, dejar de ser indios, al obstruírseles el derecho a la propia identidad.

 

La marginalidad no se elimina por decreto, y a los indios se les hace a un lado, y se les castiga por su condición marginal. En Guerrero, Puebla, Hidalgo, el Estado de México, Chiapas, Oaxaca, la ciudad de México, Yucatán, los indígenas viven en condiciones de extrema penuria y ya para 2002 su número debe oscilar entre los 11 y los 12 millones de personas. En su caso, sin ambages, el Estado de derecho no existe, y no es infrecuente la semiesclavitud.  Hasta 1995 el robo de ganado se penaliza en Chiapas más que el asesinato, y todavía en 1960 se utiliza la frase «gente de razón» para distinguir entre los mestizos y criollos y los indígenas. El desprecio es orgánico y, para volver al caso del ezln, en 1994 el oficial mayor del gobierno de Chiapas, asegura que los enmascarados no pueden ser indígenas, porque estos no usan armas modernas sino arcos y flechas. Otros, como el abogado Ignacio Burgoa, se azoran al enterarse de

la condición humana de los indios.

 

Antes del ezln, ya se acrecienta en los sectores indígenas la resistencia a la marginalidad. La migración laboral a Estados Unidos impone una corriente modernizadora  empeñada en el uso de la tecnología. Las numerosas conversiones al protestantismo  expresan la necesidad de nuevos comportamientos  y otro modo de pertenencia a la religión. Y las jóvenes indígenas se enfrentan al machismo interno y externo pero ya esta vez con algunas posibilidades y en medio de la movilización política, cultural y psicológica iniciada en 1994 en Chiapas.

 

 

Los protestantes: «A Dios sólo se le adora de un modo»

 

Como a los miembros de las otras minorías, los protestantes o evangélicos también son excluidos múltiples. En este caso, de la identidad nacional, del respeto y la comprensión de los vecinos, de la solidaridad. No se reconoce su integración al país en lo cultural, lo político y lo social, y lo mismo a fines del siglo xix que a fines del siglo xx la intolerancia ejercida en su contra no desata mayores protestas. En las postrimerías  del siglo xix se inicia en México la presencia del protestantismo,  y los primeros conversos viven el alborozo de la fe que les cambia literalmente la vida, les da acceso al libre examen y los aparta de lo que, a su juicio, es fanatismo. Se les mira con enorme recelo y se les persigue, obligándolos a concentrarse en las grandes ciudades.

 

Ya en las primeras décadas del siglo xx se han instalado en México las principales denominaciones  de Norteamérica, y comienzan los grupos nativos, de raigambre pentecostal. Son presbiterianos,  metodistas, bautistas, nazarenos, congregacionales.  Ya para 1930 se afirma la ola pentecostal con su énfasis en la experiencia religiosa directa y en la emotividad del creyente. Siempre, a las reacciones espontáneas de tolerancia las encauza el criterio de los obispos católicos alarmados por el crecimiento del

protestantismo.  En 1951 se desata una campaña de proporciones amplias, orquestada por el arzobispo

Luis María Martínez, que ordena frenar «el avance del protestantismo»  y contempla impávido la represión desatada. Don Luis María parece moderno, cuenta chistes levemente audaces, bendice todos los edificios nuevos y es miembro de la Academia de la Lengua. También es un cruzado de la fe a la antigua, y sin remordimiento  alguno preside la cacería de herejes.

 

No hay entonces hábito de enfrentarse a la intolerancia. Si los persiguen es porque se la buscaron. Una excepción: el gran escritor Martín Luis Guzmán, director del semanario Tiempo. En una portada de

1952, Tiempo declara: «Contra el Evangelio, la iglesia católica practica el genocidio». Nadie más protesta, y es considerable la lista de crímenes y agravios: congregaciones  expulsadas de sus pueblos, templos apedreados o quemados, pastores asesinados a machetazos o arrastrados a cabeza de silla, marginación social de los «heréticos». Los jerarcas católicos sonríen.

 

En la ciudad de México no se castiga tanto la marginalidad religiosa; en los pueblos es una provocación. Los más pobres son los más vejados, y los pentecostales sobre todo la pasan muy mal, por ser «aleluyas»,

 

gritones del falso Señor. No hay hábito de respetar y entender la diferencia. La sociedad cerrada de una nación aislacionista no conoce de matices, y el rechazo va del humor de exterminio a la desconfianza imborrable. Así, un chiste típico: el padre se entera de la profesión non sancta de la hija, y se enfurece amenazándola  con expulsarla de la casa. «¡Hija maldita! Dime otra vez lo que eres para que maldiga a mi destino/ Papá, soy prostituta». Suspiro de alivio y dulcificación  del rostro paterno. «¿Prostituta? Ah, bueno, yo creía que habías dicho protestante.» Y el choteo infaltable: «¡Aleluya, aleluya, que cada quien agarre la suya!»

A los protestantes los rodea el clima de incomprensión  y señalamiento.  «Es muy buena persona pero…/

Sí, hijo, ve a su casa a comer pero que no traten de quitarte tu fe.» Los letreros expulsan de antemano. «En esta casa somos católicos y no aceptamos propaganda protestante.»  Lo más inadmisible es el fenómeno de la conversión. Eso es tanto como aceptar el salto de mentalidad de Saulo de Tarso en el camino a Damasco cuando lo habitual es el elogio de la incondicionalidad  de Juan Diego. Y las condenas se aglomeran. Los protestantes son «antimexicanos,  agentes de la codicia de almas de Norteamérica, destructores de la unidad nacional». En el ultraje coinciden la furia del fundamentalismo católico y el homenaje de funcionarios del gobierno a su pasado parroquial.

 

La marginalidad religiosa sigue siendo un continente inexplorado. Así por ejemplo, para convertir a México en el país abrumadoramente  católico de la publicidad los obispos se han desentendido de la gran carga de «idolatría» (la recurrencia de los ritos indígenas prehispánicos),  y de los cientos de miles de adeptos del Espiritualismo  Trinitario Mariano, del espiritismo, de las variedades esotéricas. Y hasta hace unos años tenía éxito la presión por la uniformidad, tanto que en un momento dado el protestantismo parece condenado al estancamiento,  a ser tan sólo la minoría sintomática de una etapa de la americanización  del país. A mediados del siglo xx, en la capital y en las ciudades grandes, los protestantes pasan de amenaza a pintoresquismo,  las familias que los domingos se movilizan con sus himnarios y Biblias, la gente piadosa y por lo general confiable y excéntrica. ¿A quién se le ocurre tener otra religión si ya ni siquiera la fe de nuestros padres es muy practicable? La vida social asimila a los deseosos de oportunidades  de ascenso, que prefieren casarse por el rito católico, y ya en la década de

1970, la intolerancia triunfa y se prohíben las actividades del Instituto Lingüístico de Verano, organismo responsable de la traducción de porciones de la Biblia a lenguas indígenas. Para deshacerse del ilv se alían los obispos y los antropólogos  marxistas que, sin prueba alguna, lo califican de «avanzada de la cia», «instrumento de la desunión de los mexicanos», etcétera.

 

Nadie se lo esperaba: por esas mismas fechas sobreviene la fiebre de la conversión masiva al protestantismo.  Al éxodo de ritos y conversiones lo motivan la necesidad de integrarse a una comunidad genuina, las revelaciones individuales del libre examen de la Biblia, el deseo de cambio personal y la urgencia de las mujeres indígenas, ansiosas de que sus maridos abandonen el alcoholismo y la violencia doméstica. Sobre todo en el sureste del país se masifica la conversión, y en correspondencia  los obispos católicos lanzan una campaña de odio contra las «sectas», calificadas noblemente por el nuncio papal Prigione de «moscas». En Chiapas se expulsa a los protestantes de varias comunidades,  en especial de San Juan Chamula (35 mil desplazados).  A las campañas antiprotestantes  se unen las diatribas contra el New Age, «doctrina diabólica». Pero el avance del protestantismo  no se detiene, ni tampoco el de los grupos paraprotestantes  (mormones o Santos de los Últimos Días, Testigos de Jehová). En todo el país se expanden los grupos pentecostales y lo que parecía inmovilizado anima con fuerza a la diversificación. A lo largo de un siglo, la propaganda católica insistió en su gran argumento contra el protestantismo:  «Varías, luego mientes», pero en un país plural esta razón ya no es suficiente, y tal vez de cinco a diez millones de personas participan de estos credos.

 

 

Los gays: de lo indecible a lo argumentativo

 

Desde la adaptación del Código Napoleónico,  las leyes de México nunca han prohibido la homosexualidad  consensuada  entre adultos. (Algo muy distinto sucede con la paidofilia, altamente penada para heterosexuales  y homosexuales.)  Sin embargo, contra los gays se ha dado una aplicación

 

monstruosa de la justicia, y se han permitido, por comisión o por omisión, las persecuciones de «anormales». El parapeto de las cacerías homofóbicas es la tradición judeo-cristiana  y una expresión siempre indefinida: «Faltas a la moral y las buenas costumbres», que auspicia y legitima multas, arrestos por quince días o varios años, despidos, maltratos policiacos, chantajes, secuestros por parte de la ley, incluso envíos al penal de las Islas Marías.

En la historia de México a los homosexuales  se les ha quemado vivos, se les ha linchado moral o físicamente, se les ha expulsado de sus familias, de sus comunidades y (con frecuencia) de sus empleos, se les ha encarcelado por el solo delito de su orientación sexual, se les exhibe sin conmiseración  alguna, se les excomulga, se les asesina con saña. Nada más «por ser lo que son y como son», el siglo xx les depara, además del vandalismo judicial, una dosis generosa de razzias, extorsiones, golpizas, muertes a puñaladas o por estrangulamiento,  choteos rituales; en síntesis, el trato inmisericorde  de la deshumanización.  No hay respeto ni tolerancia para los jotos, o -los términos se unifican por el desprecio- los maricones, los putos, los afeminados, los lilos, los larailos, los raritos, los invertidos, los sodomitas, los tú-la-trais, los piripitipis, los puñales, los mariposones, los mujercitos. Al tanto del descrédito religioso y moral de «las locas», la sociedad los repudia de modo absoluto hasta fechas muy recientes, y aún hoy mantiene el énfasis de la filantropía. «Que hagan lo que quieran mientras no lo hagan en público y no se metan conmigo.»

El espacio de los homosexuales  es El Ambiente (el ghetto constituido desde fuera, sin otras reglas que el

ligue constante y la creación de «familias gay» o núcleos amistosos), y la táctica defensiva ha sido el clóset, la protección de la identidad a través del ocultamiento. Por un tiempo, y en algunas regiones y sectores todavía hoy, la conclusión de los gays es evidente: «Si saben lo que hoy soy, me tratan como si fuera todavía menos de lo que soy.»

Si el repudio social afecta a todos los homosexuales,  las injusticias serenísimas sí admiten las

excepciones. Por más que sufran también la chacota y los hostigamientos,  los que tienen posibilidades adquisitivas se las arreglan para atenuar el maltrato. Tal posibilidad decrece entre la gente de clases medias (los más numerosos), y se anula en la tribu de los muy obvios, los afeminados pobres, los travestis, los «jotos de tortería y burdel». Pero todos los subgrupos del mundo homosexual comparten el acoso y la duda inmensa: «¿Cómo me verán realmente los que no son como yo, así se trate de mis padres, mis hermanos, mis amigos cercanos? ¿Cómo me juzgan los que no aceptan mi manera de ser?» El dinero, siempre, construye sus «territorios libres». En la primera mitad del siglo xx, por ejemplo, los

homosexuales de posibilidades son rentistas, modistos, decoradores de interiores, funcionarios, técnicos,

dueños de restaurantes y bares, profesionistas  distinguidos,  anticuarios, arquitectos, artistas. Se mueven en ámbitos reducidos, atenidos a las convenciones  del ghetto, entre ellas el habla ridiculizadora  del semejante y la crisis permanente de aceptación. También, el afeminamiento  es un requisito de sobrevivencia. «Que se note con claridad lo que somos para que nunca se llamen a sorpresa.» Por lo común viven en la ciudad de México y viajan, regularmente a Europa y Nueva York. Algunos de esta elite no verbalizan jamás su predilección. Les resulta muy alto el costo de ser calificados de «traidores a la masculinidad».  El vendaval del chismerío desciende sobre los gays pobres, aunque si no los delatan la voz y los modales no la pasan tan mal, marginados que se asilan en los rincones de la aceptación. Y el infierno se desata sobre los habitantes de pueblos y ciudades pequeñas, casi inevitablemente  de orientación sexual muy obvia. Por eso, los homosexuales  huyen a la ciudad de México para escapar del asedio cotidiano. «Estoy harto de que digan: nos vemos a la vuelta de la casa del rarito». En provincia se exacerban el humor fácil y la hostilidad hacia los imposibilitados  de fingimiento, y a quienes los tratan o los ven, un desviado les resulta la oportunidad de sentirse superior al instante.

¿Quién les manda renunciar al temple viril? La visibilidad a su alcance sólo se da a través del escándalo, que todo lo destruye, excepción hecha de quienes por su talento y su movilidad social (artistas,

escritores, algunos funcionarios «solterones») se dan el lujo de sobrellevar el halo de las murmuraciones.

 

El estigma es triturador, y para asimilarlo o, más concretamente,  para conservar en algo la salud mental, se requiere durante la mayor parte del siglo xx, de la interiorización  del cerco de odio, manifiesta en el acatamiento a las reglas de juego impuestas por el prejuicio. Un homosexual debe ser afeminado, un homosexual debe odiarse a sí mismo y a todos los que son como él, un homosexual debe ser y debe parecer frágil, un homosexual debe aficionarse a todo lo no viril, para empezar las artes (el ejemplo de

 

los Opera Queens, y los fans de las divas de Hollywood). Por su cuenta, los homosexuales  aportan el ingenio (arma defensiva) y la rapidez para crear y captar la moda.

 

No importan la posición, el talento, la honorabilidad.  Ante la policía o ante la maledicencia,  el homosexual pierde su identidad personal y se vuelve el ser repugnante. De allí la necesidad del clóset, y el alto número de los que se casan, de los que se psicoanalizan  en pos de «la cura», de los que extreman su religiosidad para implorar «el fin de la maldición». Como en la frase de Sartre, el infierno son los demás, pero, también, el infierno está dentro del marginal. Así, la ausencia de derechos civiles y humanos multiplica la sensación de inexistencia. «No somos nada, salvo cuando se ignora o se olvida lo que somos». Por eso, la ausencia de reacciones ante hechos de la trascendencia  del Informe Kinsey (1948) tan reorientador internacionalmente  de la idea de homosexualidad.  Si uno de cada veinte es homosexual, o ha tenido estas experiencias, el volumen demográfico puede disminuir la carga del pecado y la minusvalía.

 

México es un país formalmente laico, y el poder del Estado arrincona las pretensiones teocráticas. Pero los gobernantes, con escasas excepciones, aceptan el tradicionalismo  en asuntos de vida cotidiana, y al unísono liberales, conservadores  e izquierdistas se indignan ante la «traición a la Naturaleza». En las agencias del Ministerio Público también rigen las prohibiciones de la cultura judeo-cristiana.  Y a todos les resulta normal -nadie los defiende, nadie protesta- el envío de los homosexuales  a la cárcel por su voz y sus gestos, y la victimación con saña («Es un crimen típico de homosexuales»,  afirma la prensa y las autoridades policiacas en vez de señalar «Es un crimen típico contra homosexuales».)  Tras cada homosexual asesinado, suceden los arrestos de sus amigos y la impunidad del criminal. Las redadas «defienden la moral y las buenas costumbres» así destruyan vidas y provoquen crisis familiares. El vejamen intenso da por resultado psicologías torturadas, y tal vez por eso, se declara a las psicologías torturadas la responsabilidad  exclusiva del deseo homosexual. Hasta antes de la rebelión de Stonewell en Nueva York, nadie sale del clóset si puede evitarlo, porque tal martirio no conduce a beatificación

alguna.

 

 

Los Chicos de la Banda

 

En junio de 1969, en Nueva York, la resistencia a una redada en el bar «Stonewall» de un grupo de gays, da por resultado la aparición en el mundo entero del movimiento pro derechos homosexuales.  En

México no hay al principio reacción alguna, pero ya para 1971, la dramaturga y directora de teatro Nancy Cárdenas convoca a las primeras reuniones de concientización.  En ese año, dos jóvenes cesados en «Sears Roebuck» por «pervertidos»  demandan a la empresa. En 1974 se publica el primer manifiesto en contra de las redadas de homosexuales,  firmado por intelectuales  y artistas. En 1978, en la marcha que conmemora los diez años de la matanza de Tlatelolco, participa por vez primera un contingente homosexual de cerca de doscientas personas. La recepción, si no estrictamente amable, no es hostil. Surgen dos grupos: el fhar (Frente Homosexual de Acción Revolucionaria)  y Lambda. En 1979 se inician, en consonancia con un movimiento internacional,  las marchas del Orgullo Homosexual, y en la de 1980 participan cerca de cinco mil asistentes, comparativamente  más que los treinta o cuarenta mil del año 2000.

 

Son notables los efectos de un cambio semántico. Ser gay es asunto muy distinto no sólo a ser joto y maricón, sino a la condición homosexual, término de connotaciones  médicas y judiciales. La palabra gay introduce criterios de moda, modernidad y tolerancia, es seña de la comunidad internacional, se desentiende de los siglos de aborrecimiento  y prejuicio, admite la adaptación al desarrollo de la

tolerancia en Norteamérica.  También, cuenta la capacidad adquisitiva, y los «lugares de ambiente» dejan

de ser por fuerza ocasión de redada. Y lo más furiosamente marginal es el travestismo, abunda en los campos de la prostitución y el espectáculo. Pese a los avances, es muy lento el proceso de incorporación a los derechos políticos. Quienes se saben poseedores de un tan conspicuo «talón de Aquiles», optan por no distinguirse en la protesta. Buena parte de la frivolidad y la indiferencia política del medio gay se

 

debe a la certeza de la inexistencia de derechos. Pero ya en la década de 1990 la «salida del clóset» en las ciudades es inevitable: la demografía revela y oculta a la vez millones de gays.

 

Los ataques persisten pero en menor escala y ya sin siquiera la gracia del humor involuntario. En 2001 el sacerdote Alfonso Navarro publica en El Universal un artículo maravillosamente  titulado «En defensa de la homofobia». El 16 de marzo de 2002, en la concentración  de mujeres del pan, una panista pregunta sobre las formas en que las mujeres pueden acceder a puestos públicos o cargos legislativos, y la posibilidad de que se establezcan cuotas para los géneros. El líder máximo del pan, el senador Diego Fernández de Cevallos, responde: «Francamente  no. Si empezamos con cuotas, ten-

dríamos también que buscar -a lo mejor- las cuotas para jotos «(Milenio, 17 de marzo de 2002).

 

 

La visibilidad de la tragedia

 

Ya en 1985 se transparentan  en México las dimensiones de la pandemia. Antes, todo ha constituido en alarmismo y terrores a propósito del «cáncer rosa». Rock Hudson se declara enfermo y muere poco después, y la pandemia resulta inocultable. El miedo centuplica el prejuicio, los rechazos y la incomprensión y, por ejemplo, en el Centro Médico, se ahorca un joven harto de vejámenes. A los gays, los más afectados, se le sataniza sin tregua. «No coma cerca de un homosexual.  Puede contagiarse», reza un anuncio pegado en las calles. El nuncio papal Girolamo Prigione califica al sida de «castigo de Dios», en varias empresas se hacen pruebas obligatorias de detección del sida, y a los seropositivos se les da media hora para abandonar definitivamente  su puesto. La Secretaría de Salud se niega a las campañas dirigidas específicamente  a los gays, porque, es de suponerse, el Estado ni puede ni debe reconocer la existencia de la perversión. Apenas a fines de 1997 tiene lugar la primera campaña de prevención con

los gays como destinatarios y es semiclandestina.  Todavía hoy no hay campañas masivas de prevención. No se vayan a enojar los obispos.

 

Son años de tensión, de tragedias, de familias que expulsan al enfermo, de infecciones masivas por descuido en los bancos de sangre, de maltrato en hospitales. A los motivos de los crímenes de odio contra los homosexuales  se añade el pánico ante el sida. Un adolescente en Ciudad Neza asesina a un cura porque «trató de contagiarme el sida». Muchísimos se infectan por falta de información y en la televisión privada y pública los anuncios de condones desaparecen o se reducen al mínimo, mientras se silencian los datos de la enfermedad. La iglesia católica y sus grupúsculos se oponen a las campañas preventivas y acometen el «linchamiento  moral» del condón llamado temblorosamente  «preservativo», palabra menos «perturbadora»  para los no informados de la genitalia.

 

Nunca antes un «adminículo» (expresión del arzobispo Norberto Rivera) había concentrado tanta inquina. El nuncio Prigione lo llama «instrumento que arrastra a los jóvenes por el lodo», y en rigor se abomina de la existencia misma del sexo y se exalta la abstinencia forzada. «La única respuesta al sida es la castidad», se insiste. En Monterrey, el gobernador de Nuevo León Jorge Treviño, retira un gran

anuncio de condones «porque puede lastimar las mentes de los niños pequeños». No es infrecuente que los vecinos expulsen de sus departamentos  a los enfermos de sida. Fallan una y otra vez los diagnósticos y es muy irregular el respeto por los enfermos. En las regiones el problema se agudiza por la adecuación perfecta entre prejuicios y desinformación  médica. Y se expande la infección entre las mujeres de los trabajadores migratorios.

 

Hay respuestas, insuficientes  pero generosas. Persisten los grupos de activistas antisida en la ciudad de

México y en Oaxaca, Aguascalientes,  Monterrey, Guadalajara,  Querétaro, etc. Los escollos son

inmensos pero la tolerancia avanza. Con la información planetaria sobre el sida y la otra sexualidad, con las abundantes películas, series televisivas, obras de teatro y novelas sobre el tema, con las grandes marchas en Washington, Nueva York, San Francisco, Londres y Sidney, la homofobia pierde su posibilidad de aterrar con su show de sombras perversas. Al sentirse en grave riesgo, los enfermos se desentienden del qué dirán. Y la liberación psicológica es muy significativa. La marginalidad persiste,

 

pero ya aprovechada industrialmente,  con una red de bares y restaurantes y comercios. La triterapia aumenta grandemente las posibilidades de vida, y el Estado decide el suministro gratuito de un medicamento en el imss y el issste, aunque el desabasto es continuo. La pandemia, se admita o no, ocupa el centro de la vida gay.

 

 

Marginal respecto a qué

 

El México de fines de siglo es, en relación con el de sus principios, una entidad irreconocible y un heredero fiel. Hay pluralidad, las tesis del feminismo han penetrado en la sociedad, la libertad de expresión redefine las causas al normalizar su presencia, lo «aberrante» pasa con frecuencia a ser «lo minoritario» (lo aberrante que permanece lo define el Código Penal, no las costumbres),  y la derecha política acepta ya en algunas regiones lo inaplicable del término «faltas a la moral y las buenas costumbres» (¿quién, fuera de las leyes, define a la moral, y cuáles son hoy las buenas costumbres?).

 

También, la derecha y el clero católico, en su lucha obcecada contra toda diversidad, insisten en reprobar las libertades corporales (incluido el uso de la ropa «provocativa»),  se oponen con rencor a la despenalización  del aborto, se obstinan en las campañas de desprestigio contra «las sectas», reafirman la idea de La Sociedad que desprecia a los exiliados de la norma. La pandemia del sida convoca a lo mejor

y lo peor de las actitudes sociales, y lo mismo pone de relieve a jóvenes altruistas, seropositivos y

enfermos muchos de ellos, empeñados en difundir las medidas preventivas y apoyar a los enfermos, que a clérigos enemigos del condón y a cruzados de la Contrarreforma.  La batalla cultural contra la intolerancia es uno de los hechos fundamentales  del proceso civilizatorio del país.

 

En este proceso, las mujeres, las marginadas dentro de la marginalidad,  avanzan de modo desigual. No es lo mismo la situación de las indígenas, sojuzgadas bajo el peso idolátrico de los usos y costumbres, que de las universitarias, convencidas  de su derecho al empleo, a la equidad de género, a la crítica implacable del machismo. Y por eso es distinta la resistencia a la marginalidad  de las jóvenes zapotecas que se niegan a usar a diario sus trajes típicos y retan a los hombres exigiéndoles que si eso quieren ellos también lo lleven, y de las jóvenes de las colonias populares que se organizan para detener a los

violadores y entregarlos a las autoridades. En el orden cultural el concepto de marginalidad se modifica a

diario, y los nuevos vocablos traen consigo otros paisajes mentales, por ejemplo violencia intrafamiliar, homofobia, sexismo, gay. Se avanza, pero el desempleo y la marginalidad  salarial mutilan la vida de las generaciones despojadas de sus derechos a los indispensables  y lo económicamente  digno.

 

En lo tocante a los derechos indígenas y los Acuerdos de San Andrés Larráinzar, es muy ilustrativo, para captar la densidad del racismo, advertir la resistencia del gobierno de Fox, del pan, de una parte del pri y del grupo del perredista Jesús Ortega en el Senado. Quienes se benefician de diversas maneras de la cuantía de la marginalidad,  se rehusan a su desaparición. De allí la importancia extrema de la lucha contra la desigualdad y la intolerancia. Hoy la única marginalidad exigible es la de los corruptos, los delincuentes, los intolerantes y los alojados en la riqueza siempre inexplicable.


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2 Respuestas para “¿A poco no le da gusto estar excluido? (Las marginalidades por decreto)
  1. […] Monsiváis ¿A poco no le da gusto estar excluido? Número 133 Abril del […]

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