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Galaxia Gutenberg | Teresa de Paz | 26.11.2010 | 0 Comentarios

I. Lo me­jor del via­je,
an­tes del via­je

Li­via­no li­via­no to­do cuan­to ele­gí pa­ra la ma­le­ta, li­via­no e ina­rru­ga­ble o arru­ga­ble fancy: za­pa­tos que no pe­san cha­que­tas que no pe­san bol­si­tas de con­ge­la­dor pa­ra mi­nu­cias. Aun así la ma­le­ta me arras­tra por las es­ca­le­ras.

viena-Flickr-Maccosta

Creative Commons/Flickr/Maccosta

Muy de no­che em­pie­zo a ba­jar de mi sie­rra ha­cia el ae­ro­puer­to, y de sú­bi­to se me apa­re­ce ¡una pues­ta de lu­na! Una mi­tad de in­men­sa lu­na ro­ja des­cien­de tras los mon­tes. Con una se­re­ni­dad, con un em­pa­que, que ni de le­jos ha­ce jue­go con la gra­cia de las di­mi­nu­tas lu­ces ¿es­tre­llas? del pue­blo.

Tan nor­mal ver ama­ne­ce­res que nun­ca veo. Tan­to me han ha­bla­do del co­lor ma­dru­ga­dor del sol. Pe­ro la lu­na, tes­ti­go de nues­tros tras­no­ches, Can­de­la, pe­rri­ta des­ve­la­da, nos hi­zo es­te re­ga­lo. Des­cen­día ella, des­cen­día yo, tú em­pe­za­bas a des­cen­der ba­jo las flo­res de nues­tro jar­dín. Con la mis­ma se­re­ni­dad y to­da la ener­gía del co­lor ro­jo.

II. Cua­tro ho­ras de pa­ra­guas

Cua­tro ho­ras de pa­ra­guas edi­fi­cios es­ca­pa­ra­tes-imán pa­ra Lui­sa, que nos ha­cía de­te­ner una y otra vez y otra, cuan­do no con el pla­no mi­li­mé­tri­co pa­ra leer lo ile­gi­ble y pre­gun­tar y es­cu­char y no en­te­rar­se de na­da, mien­tras agua y frío, y lue­go nos en­ca­mi­na­ba ha­cia un ob­je­ti­vo que nun­ca con­se­guí ave­ri­guar, que só­lo ella sa­bía o no sa­bía y que en to­da la tar­de no en­con­tra­mos. Pe­ro su­bi­mos y ba­ja­mos de sie­te tran­vías. En ellos des­cu­brí que Con­sue­lo te­nía luz pro­pia y que eso bas­ta­ba pa­ra es­pan­tar nues­tra llu­via has­ta irrum­pir al fin en car­ca­ja­das im­pa­ra­bles.

Tan­to que me gus­ta ca­lle­jear las ciu­da­des que vi­si­to. Ni frío ni llu­via ni ca­lor lo im­pi­de si uno se vis­te con lo ade­cua­do. Yo ha­bía lle­va­do la ma­le­ta lle­na de “ade­cua­dos” pe­ro esa tar­de no acer­té. Las tres íba­mos ina­de­cua­das, eso sí, con pa­ra­guas. Si al me­nos hu­bié­ra­mos ca­mi­na­do a pa­so li­ge­ro, ya que la llu­via era fría. Era fría y los tran­vías, la sal­va­ción pa­ra gua­re­cer­nos, la úni­ca, na­da de per­der el tiem­po en un ca­fé, ha­bía que con­se­guir el ob­je­ti­vo. Pe­ro tran­vía que co­gía­mos, tran­vía que de­já­ba­mos en una o dos pa­ra­das, bien por­que “por aquí no es” bien por­que el ve­hí­cu­lo iba “de re­co­gi­da” ya, o bien ¡por fi­nal de tra­yec­to!, co­mo en aquel bos­que de gi­gan­te no­ria atar­de­ci­da. ¿Fue­ron sie­te tran­vías? ¡Por lo me­nos! Has­ta que yo ya, he­la­da, em­pa­pa­da, vien­do que que­rían con­ti­nuar aven­tu­ras, les di­je lo del chis­te: yo… una vuel­ta más y me voy. Y me su­mer­gí en el me­tro.

III. ¡Re­sul­ta que es­toy en Vie­na!

Una ven­ta­na cua­dra­da de sol es mi cóm­pli­ce per­fec­to pa­ra per­ma­ne­cer en es­ta ha­bi­ta­ción. Pe­ro ¡re­sul­ta que es­toy en Vie­na, y no la co­noz­co! Ya. Bien. En­can­ta­da de la vi­da, es­cri­bo en Vie­na, flan­quea­da por Don’t Dis­turb, mien­tras el co­ro en ple­no es arras­tra­do por sus za­pa­tos, tran­vías o el mis­mí­si­mo Da­nu­bio.

Me ro­dea un si­len­cio di­fí­cil de creer y las lim­pia­do­ras res­pe­tan mi puer­ta. Ya no hay un pa­si­llo co­mo el de ano­che, con ni­ños que co­rren sus gri­tos jun­to a unos pa­dres que gri­tan más. Ten­go vér­ti­go si me gi­ro a la de­re­cha. ¿Pi­ja­ma o des­nu­dez? La blu­sa pa­ra el con­cier­to cu­bre mis bra­zos sin man­gas; el edre­dón de la otra ca­ma en­ro­lla­do ba­jo mis ro­di­llas, más dos al­mo­ha­das que sos­tie­nen mi nu­ca, ha­cen po­si­ble un bie­nes­tar agra­de­ci­do a los ra­yos de sol y al bo­li ale­gre­men­te ro­jo “Ho­tel Ana­nas”.

Sa­co un zu­mo de la ne­ve­ra mi­ni, lo re­cu­bro con un klee­nex y me lo co­lo­co so­bre las oje­ras de la tar­de de ayer. ¿Si me pre­pa­ro otro té con el ca­ble ca­len­ta­dor que me tra­je, se me qui­ta­rá es­ta sen­sa­ción ador­mi­za­da (co­mo de­cía San­ta Te­re­sa) que me ha­ce es­cri­bir y es­cri­bir sin pa­rar, y po­dré sa­lir de la ha­bi­ta­ción?

Ten­go una ci­ta con el ita­lia­no de la ca­lle pa­ra­le­la que ano­che me so­co­rrió con una hir­vien­te mi­nes­tro­ne, la cual no pue­do me­nos de ano­tar co­mo lo se­gun­do me­jor del via­je. Pa­ra el al­muer­zo que me es­pe­ra, re­ser­vé en mi me­mo­ria ca­ne­lo­nes de es­pi­na­cas y ri­cot­ta, que de­gus­ta­ré re­la­ja­da en so­li­ta­rio, mien­tras el co­ro en ple­no es arras­tra­do por sus za­pa­tos, tran­vías o el mis­mí­si­mo Da­nu­bio.

IV. Me vol­ví a en­con­trar

con Sis­si, ¡oh!

¡Ah! Se me ol­vi­da­ba: vi ca­lles am­plias des­pe­ja­das im­po­lu­tas edi­fi­cios uni­for­mes de clá­si­ca blan­cu­ra bal­co­nes de ele­gan­te hie­rro for­ja­do cú­pu­las y re­ma­tes de pre­cio­so co­lor tur­que­sa gas­ta­do do­ra­do lu­jo ca­lle­je­ro pre­ten­cio­so en re­ma­tes de edi­fi­cios fuen­tes y cual­quier co­sa; vi pa­la­cios (por fue­ra) co­mo to­dos los pa­la­cios in­nu­me­ra­bles igle­sias in­nu­me­ra­bles mu­seos (por fue­ra) gran­dio­so —es ver­dad— edi­fi­cio de la ópe­ra ad­mi­ra­do con pe­na de aquel hom­bre ves­ti­do con ri­dí­cu­la ca­sa­ca y pe­lu­ca xvi ofre­cien­do las re­pre­sen­ta­cio­nes ope­rís­ti­cas del día ca­da día di­fe­ren­tes.

“¡Vie­na en cua­tro días! Can­te en la ciu­dad de la mú­si­ca. Dos con­cier­tos por cua­tro pa­seos. Can­te y vea lo que es­ta cui­dad in­com­pa­ra­ble le ofre­ce.” No lo de­cía el de la pe­lu­ca, só­lo pien­so ton­ta­men­te que po­dría ha­ber si­do el re­cla­mo pe­ro no: dos con­cier­tos nos lla­ma­ron y el co­ro —pres­to— or­ga­ni­zó el pa­seo de los pa­seos. (Ni lo que hu­bie­ra que­ri­do ver ni lo que vi ni lo que qui­se ver.)

Ex­ce­si­va­men­te co­rrec­ta se­re­na agra­da­ble so­sa-dul­ce a lo Sis­si ¡to­da ella! Lás­ti­ma de Mo­zart mul­tiu­sos en­tre ma­sas de tu­ris­tas pa­sean­do “bo­ni­tas” ca­lles cén­tri­cas lle­nas de tien­das-pri­me­ras fir­mas y jo­ye­rías sie­te de ca­da diez he­la­dos y sal­chi­chas ¡qué sal­chi­chas se­ño­ras y se­ño­res! Nun­ca pen­sé que pu­die­ra gus­tar­me tan­to una sal­chi­cha.

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