Para Carlos Garza,
agradecido por sus ideas y por su generosidad
para compartirlas.
El que siga un buen camino tendrá sillas,
peligrosas, que lo inviten a parar…
Silvio Rodríguez
Para una mentalidad estoica, una silla es fundamentalmente un peligro. Y sentarse en ella constituye una tentación que se desprende de otra aun mayor: la de abdicar al deber fundamental del ser humano: emprender, marchando, una empresa esforzada.
Flickr/CC/Orin Zebest
El hedonismo, por su parte —que despertó más entusiasmo entre la gente común que entre los filósofos—, interpreta el sentarse como un derecho de cualquier persona dispuesta a atender el propósito existencial de disfrutar la vida.
Pero mucho más allá de esta disputa entre dos posturas, a un tiempo hermanas y antagonistas, de la antigüedad clásica, podemos partir del hecho de que el hombre de a pie (quizá nunca fue más acertada esta expresión) suele sentarse. Decide hacerlo por razones diversas más o menos explícitas y más o menos conscientes. Entre otras, restaurar fuerzas, descansar, facilitar la contemplación, conversar, reflexionar o ejercer abiertamente ya sea el oficio de pensar, ya el derecho de no hacer nada.
Pero ¿cómo sentarse?
Primeramente es menester detener el paso para mirar de frente el asiento, que puede ser un sillón, silla, poltrona, butaca, reposet, sheslón, banca o cualquier objeto destinado a contener nuestra humanidad desde nuestros puntos ciegos, incluidos los que no fueron diseñados para tal efecto.
No está de más explicitar que los artefactos diseñados no para sentarnos sino para ser sentados contra nuestra voluntad ya sea temporal o definitivamente —y que van del banquillo de los acusados a la silla eléctrica, pasando por el sillón del dentista, la plancha de auscultación médica y la silla de ruedas— serían objeto de una reflexión adicional, que no atenderemos en el presente escrito.
Volvamos: mirar el asiento, aunque sea de reojo, permite incluso al más confiado prevenirse de cualquier objeto molesto, lastimero o incluso punzocortante que éste pudiera esconder y tuviera potencial para vulnerarlo.
Esta observación simple y fugaz permite a nuestro cerebro prefigurar una imagen del asiento o continente que si bien no suele ni debe ser consciente, resulta invaluable en alguna de las fases subsecuentes del proceso que describiremos a continuación.
Algunas almas especialmente prevenidas —por no hablar de mentes escrupulosas, fóbicas o patológicamente desconfiadas— tienen a bien revisar con mayor escrutinio el contenedor en el que habrán de aposentarse, cualquiera que sea su diseño o su forma. Se hincan frente al mismo rindiéndole una involuntaria reverencia, mirando a su alrededor con detenimiento y palpando cuidadosamente todas sus partes: pliegues, cantos, textura de la superficie, elementos estructurales, fijeza, asentamiento de las patas y, por supuesto, el tipo de suelo en el que se sostienen. Bien saben que, así como planean confiarse al asiento, éste se encuentra depositado en un piso que a su vez confía en los cimientos de la casa y que este proceso se repite innumerables veces hasta llegar a las capas tectónicas inferiores cuyo potencial sísmico jamás ignoran por completo.
El paso siguiente es el giro
Consiste en voltear el cuerpo sobre su propio eje, a la manera del planeta, el equivalente a doce horas o a ciento ochenta grados.
Existe quien lo hace rápidamente ya sea de un solo golpe o en tres pasos secuenciales, a la usanza castrense, o quien —quizá con la secreta intención de no perder la imagen del asiento prefigurada en el paso anterior o el equilibrio mismo— gira de manera lenta y precavida.
El sujeto, llegado este punto, deberá decidir voltear en el sentido de las manecillas de reloj o en el sentido contrario. ¿Podemos recordar con facilidad el sentido en que giramos para sentarnos sin hacer un remedo, aún mental, de dicho movimiento? Desde la perspectiva del budismo zen esta pregunta no es de ninguna manera ociosa. Para esta filosofía, optar automática o inconscientemente equivaldría a una indeseable pérdida del awareness. Fluir existencialmente implicaría asumir una postura intermedia entre la del hombre incapaz de recordar el sentido de su giro y la de aquel que, ante tal dilema, se termina trabando, víctima de su incapacidad de elegir.
El resultado final es el mismo, un cambio radical de paisaje que nos transporta a un mundo diferente: aquel que se encuentra a nuestras espaldas.
Como cualquier giro de ciento ochenta grados, éste nos recuerda que si bien no todos somos ciegos, todos tenemos puntos ciegos. Compartimos más de lo que creemos la suerte de los invidentes. Fuera de un ángulo visual más bien cerrado y de un horizonte individual limitado, nos movemos en un mundo que en realidad ignoramos. Un mundo oscuro al que no accedemos, una sombra, nuestra retaguardia. La realidad es que dependemos de este mundo tanto o más que del que vemos.
El hecho es que sentarnos significa sumergirnos en ese mundo sombrío, lo cual ocurre en el siguiente y más definitivo de los pasos, cuyo reto y cuyo signo fundamental es la confianza.
Aunque el tránsito de la vertical al aposento suele ocurrir en un periodo más o menos corto de tiempo, es posible comprenderlo como un proceso con al menos tres fases claramente identificables: la flexión inicial, el desvanecimiento o abandono y el encuentro con el asiento asociado inicialmente con la sensación de alivio y en un segundo momento con el confort.
La flexión inicial se define por su carácter reversible: es la fase del proceso en que, dependiendo obviamente de nuestras capacidades atléticas, podemos todavía recuperar la vertical. No constituye por lo tanto una fase dramática del proceso ni tiene mayores implicaciones de carácter emocional.
El desvanecimiento en cambio supone unos instantes de pérdida de control sobre nuestra humanidad que las almas totalitarias o desconfiadas difícilmente pueden soportar y que tratan de evitar utilizando asientos cada vez más altos. La duración de la caída, si bien puede cronometrarse, tiende a alargarse en nuestra percepción subjetiva en relación directa al miedo, la neurosis o la desconfianza.
Aprovechar dichos instantes de invalidez para retirar rápidamente la silla y provocar la caída de alguien sin tocarlo siquiera (y sin que él pueda hacer absolutamente nada para evitarlo) es una broma que se repite en diversas latitudes, tiempos y culturas. Quien la haya sufrido, aún en su infancia remota, ha sentido la inseguridad propia de esta fase, al tiempo en que dispone de un recordatorio indeleble de ese estar-al-borde-del-abismo que forma parte de la condición humana.
Con esta reflexión nos desviamos nuevamente del propósito de este escrito, anunciado por su título, el de hacer un instructivo. La congruencia exigiría reducirse a una indicación simple y sorda del tipo: detenga su paso, verifique discretamente el asiento, gire, garantice estar de espaldas al asiento, doble las rodillas, déjese caer… disfrute.
Pero ¿es posible ordenar a alguien que disfrute? ¿Existen instrucciones realmente efectivas para relajarse o, en general, para ser espontáneo? ¿Acaso no es la manera impositiva como frecuentemente inducimos la relajación y el goce la que nos aleja de los mismos? ¿Es nuestra rebeldía frente a la imposición de lo espontáneo un síntoma más de nuestra radical libertad?
Más aún ¿debemos tomar como meta algo —el gozo, la relajación o la frustración, por ejemplo— que por su naturaleza sólo puede obtenerse como una consecuencia no buscada de un objetivo genuino? ¿No es acaso este vicio, el de convertir consecuencias en fines, el que finalmente hermana a estoicos y hedonistas?
Responder a estos cuestionamientos supone sin duda un esfuerzo serio de reflexión individual y comunitario. Lo único cierto es que, para facilitar dicho proceso, vale la pena contar con un buen asiento.
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EDUARDO GARZA CUÉLLAR es licenciado en Comunicación y doctor en Desarrollo Humano por la UIA. Ha escrito los libros Comunicación en los valores y Serpientes y escaleras, entre otros. Se desempeña como Director General y Consultor del despacho Síntesis.