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La jaqueca de los demócratas
Este País | Mauricio Merino | 01.04.2013 | 0 Comentarios

Durante la última década, México ha puesto en marcha un amplio conjunto de reformas institucionales destinado a combatir la discrecionalidad, la ineficacia y la corrupción. En ese lapso, ha tenido lugar un proceso de cambios de fondo en las reglas y las prácticas gubernativas que han venido creando una nueva conciencia social y política sobre la importancia de la transparencia, la evaluación abierta de la gestión pública y la rendición de cuentas. No obstante, la corrupción no ha cedido su sitio a la honestidad y sigue dañando la confianza en la democracia y la eficiencia gubernativa, a partes iguales. A despecho de las instituciones recién creadas y a pesar de la evidencia acumulada por décadas, la causa de esa aparente contradicción está en la concepción que insiste en atacar el fenómeno cuando sus efectos ya son evidentes, y no desde sus orígenes, a través de un sistema completo, articulado y coherente de rendición de cuentas. MM

I. Nuevas instituciones para la gestión democrática

Al menos siete nuevas instituciones políticas se han construido en México desde el año 2000 con el propósito explícito de combatir las prácticas discrecionales, la ineficacia y la corrupción. Estas son la Auditoría Superior de la Federación (ASF), en el año 2000; el Instituto Federal de Transparencia y Acceso a la información (IFAI), en 2002; el Servicio Profesional de Carrera, en 2003; el Consejo Nacional para la Evaluación de la Política Social (Coneval), en 2003; el nuevo Instituto Nacional (autónomo) de Estadística y Geografía (INEGI), en 2008; el Sistema de Evaluación del Desempeño (SED) en 2008, y el Sistema Nacional de Archivos en 2012.

©iStockphoto.com/tungstenblue

El trabajo desarrollado por ese nuevo conjunto de instituciones, organizaciones e individuos ha permitido la apertura de una agenda inédita favorable a la transparencia y a la consolidación del derecho de acceso a la información, a la fiscalización abierta del ejercicio presupuestario y a la evaluación de la gestión y los resultados de las políticas públicas. Sin embargo, la administración pública mexicana se encuentra todavía atada en amplias zonas de su actuación a las rutinas burocráticas del régimen autoritario y capturada, en buena medida, por intereses políticos y prácticas que no se corresponden con el nuevo contexto democrático en el que hoy actúan. Es decir que, paradójicamente, mientras más han avanzado esas nuevas instituciones, más se ha expandido la percepción de que México no ha logrado ganar la batalla contra la corrupción, y más evidencia se ha acumulado sobre el daño que esa percepción ha causado a la afección democrática y a los resultados de la gestión pública.

II. El diagnóstico crítico: la persistencia de la corrupción
y de la ineficacia

Distintas mediciones, nacionales e internacionales, coinciden en que la corrupción se ha mantenido estable o incluso ha aumentado a lo largo del tiempo y que sus efectos siguen vigentes aun después del periodo de transición hacia un nuevo régimen político. Los datos del Índice de Percepción sobre Corrupción elaborado por Transparencia Internacional para el año 2011 situaban a México en el lugar número 100 de 182 países evaluados, y en el lugar 20 de los 32 estados nacionales de América Latina. Asimismo, sobresale el puntaje que obtuvo en una escala donde 10 significa ausencia total de corrupción y 0 equivale a corrupción total: descendió de 3.7 en 2001 a 3.0 en 2011 (Cuadro 1).

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Transparencia Internacional diseñó, a su vez, el Índice de Corrupción y Buen Gobierno (ICBG) que ha sido aplicado ya en cinco ocasiones sin que los datos se hayan modificado de manera relevante durante la primera década del nuevo siglo. El ICBG mide el número de veces que los usuarios de hasta 38 distintos servicios públicos se vieron obligados a ofrecer “mordida” para obtener el resultado que debía esperarse de conformidad con los procedimientos legales. En este instrumento, la calificación de México descendió de 10.5 en 2001 a 10.3 en 2011, mientras que el costo anual estimado por la corrupción aumentó de 23 mil 400 a 32 mil millones de pesos en el periodo 2001 al 2011 (Cuadro 2).

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Y según la última encuesta del Barómetro Global de la Corrupción, elaborado también por Transparencia Internacional, en el año 2010 México aparece en el grupo de países en los que entre 30 y 49.9 por ciento de los encuestados admitió haber entregado sobornos para obtener alguno de los nueve servicios que contempla el barómetro. El resto del grupo está formado por Azerbaiyán, Bolivia, El Salvador, Ghana, Kenia, Líbano, Lituania, Moldavia, Mongolia, Pakistán, Ucrania, Vietnam y Zambia. Entre los 86 países que forman parte de la muestra, solo había 13 en condiciones aún más graves de corrupción: Afganistán, Bangladesh, Camboya, Camerún, India, Irak, Liberia, Malasia, Nigeria, Palestina, Senegal, Sierra Leona y Uganda. Pero entre todos los países de América Latina, solamente El Salvador, Bolivia y México tuvieron un lugar en esas listas.

En el Barómetro Global, 75% de los encuestados respondió que el fenómeno de la corrupción se había incrementado durante los tres últimos años, es decir, de 2007 a 2010, confirmando la opinión capturada en otros instrumentos internacionales, como el Latinobarómetro. Asimismo, al revisar los indicadores de gobernanza mundiales, como los World Wide Governance Indicators, construidos con la metodología de Kaufmann, Kraay y Mastruzzi para el Banco Mundial, puede observarse que México empeoró durante esos años: en ninguno de los seis indicadores agregados que se presentan en ese informe mejoró; al contrario, cayó en todos del 2000 al 2010 (ver Cuadro 3). Y en este sentido, no sobra añadir que los valores que corresponden a México, en promedio, alcanzan una cifra máxima de solo 45.5 sobre 100 lo que, una vez más, nos colocó entre los países con menores calificaciones del planeta en materia de honestidad y eficacia gubernamental.

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Por otra parte, no es arbitrario afirmar que esos datos han contribuido a minar el afecto social por la democracia durante el mismo periodo. Si bien no puede establecerse una relación causal inequívoca, la correlación entre ambos grupos de datos no puede pasar inadvertida. Por ejemplo, los datos del Latinobarómetro publicados en 1996 (fecha en que se aprobó la legislación electoral que le daría autonomía al IFE y que le daría sustento a los últimos años de la transición) nos decían que 53.1% de la sociedad prefería la democracia sobre cualquier otro régimen de gobierno y que solamente 17.1% respondía que “daba lo mismo”. Para el año 2010, tras 10 años de alternancia en la presidencia de la República y luego de la consolidación del régimen de partidos, la opinión de los mexicanos sobre la democracia había decaído: solo 48.7% seguía pensando que era preferible a cualquier otro régimen de gobierno, mientras que la respuesta que mejor describía el desencanto que se extendió durante ese periodo casi se había duplicado: 32.7% decía que “daba lo mismo”. Y no es trivial añadir que eso colocaba a México como uno de los países con menores expectativas democráticas del subcontinente (Cuadro 4).

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En 1996, cuando la transición entraba a su fase crítica, 84.5% de los mexicanos decía sentirse poco o nada insatisfecho con la democracia, mientras que en 2006 esa cifra había disminuido a 52.5%. Y cinco años más tarde, los datos negativos ya habían vuelto al 69%, frente al 26.8% que declaraba alguna o mucha satisfacción con el nuevo régimen político (Cuadro 5).

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No es posible suponer que la insatisfacción y el desencanto sociales con el nuevo régimen obedecieran solamente a la corrupción, pero sí es posible señalar que entre las causas razonables de ese desencanto seguramente influyó la falta de honestidad en la conducción de los asuntos públicos, un fenómeno que había sido mencionado de manera consistente entre los cinco problemas más relevantes del país —con la única excepción de 2009, cuando la crisis económica de ese año desplazó el tema de la corrupción hasta el lugar seis (Cuadro 6).

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En general, la corrupción ha sido vista antes, durante y después del periodo de transición hacia la democracia como un problema permanente y, en buena medida, incorregible. Y aunque la relación causal no sea indiscutible, si puede afirmarse que, desde la percepción de la mayoría de los mexicanos, la democracia ha sido incapaz de corregir o contener ese fenómeno.

En el mismo sentido, no hay duda de la correlación entre la falta de honestidad y los resultados de la gestión pública o, al menos, de la incapacidad del Gobierno para asumir las correcciones que se derivan de los distintos sistemas de evaluación que hoy conviven en el país. Por ejemplo, hasta el primer semestre de 2012 el Coneval había generado ya 550 evaluaciones a los programas sociales y había producido informes técnicos, sólidamente construidos, para medir la extensión y la profundidad de la pobreza —entendida como un problema de ingreso y de carencias de satisfactores básicos—; asimismo, había producido un conjunto de recomendaciones puntuales para corregir las deficiencias observadas en los programas sociales.

El informe del Coneval reconoce que desde 1950 hasta la primera década del siglo XXI, el crecimiento per cápita del Producto Interno Bruto (PIB) del país ha sido de solamente 2%, y si se revisa el dato desde 1990, la tasa disminuye a 1.2% durante todo el periodo, mientras que el promedio del ingreso laboral real no ha crecido en absoluto desde 1992. Coneval compara el crecimiento de México con Chile, Portugal, España, Corea del Sur, Japón e Irlanda, países que tenían un PIB muy similar al mexicano en la mitad del siglo XX y hoy lo superan con amplitud, para observar que:

Si en vez de 2%, el crecimiento hubiera sido de 3% en este mismo periodo, en 2010 el PIB per cápita de México sería de 25 mil 219 dólares, en vez de los 14 mil 151 dólares que tuvimos en ese año. Es decir, el nivel de vida promedio de los mexicanos hubiera sido, en 2010, 78% más alto al que tuvimos, y seguramente la pobreza sería mucho menor a la que hoy tenemos.1

Coneval advierte, por otra parte, que:

En 2010 existían 273 programas y acciones federales de desarrollo social. Entre 2004 y 2007 se incrementó 17% el número de programas y 1% el presupuesto de los mismos. Entre 2008 y 2011 se incrementó 11% el número de instrumentos de política pública y el presupuesto aumentó 42%, lo que contribuyó a tener mayor dispersión de programas y acciones.
No siempre queda clara la razón por la que se crean programas de desarrollo social año con año. Unos son creados por el Poder Ejecutivo, otros por el Poder Legislativo y otros por las entidades federativas, a través del Legislativo local, con el fin de que se ejerza más presupuesto en los gobiernos estatales. Posiblemente, varios de ellos son creados para resolver problemas concretos de la población, pero debido a que no siempre se cuenta con resultados claros en varios de estos programas, la sospecha de un uso político es inevitable.2

Si se mira con mayor profundidad hacia los resultados de la llamada Evaluación Específica de Desempeño 2010-2011, derivados de los estudios de evaluación externa que coordinó el Coneval durante el último año mencionado —en los que se da cuenta de los avances en el logro de objetivos de 132 programas públicos, entre otros datos—, salta a la vista que 14 de estos programas no pudieron ser evaluados por falta de información suficiente para emitir una opinión fundada, mientras que otros 36 fueron reportados con “oportunidades de mejora” o “avances moderados”. En ese conjunto de programas, solamente 20 obtuvieron la calificación de “destacado” por el cumplimiento de sus objetivos, mientras que otros 62 fueron juzgados, con parsimonia burocrática, como “adecuados”.3

La organización civil Gestión Social y Cooperación, A.C. (Gesoc) publicó en 2011 el llamado “Índice de Desempeño de los Programas Públicos Federales” (Indep 2011), con el que buscó valorar el desempeño de los 132 programas de subsidio y prestación de servicios públicos. Gesoc observó que 53% de los programas evaluados (70 de 132) “presentan problemas de opacidad para valorar su rentabilidad social”. Sin embargo, esos programas tuvieron asignaciones presupuestarias de 84 mil 159 millones de pesos en 2011, que representaron casi una cuarta parte (24.69%) del presupuesto total asignado a los programas de subsidios y servicios públicos federales; 31 de ellos no reportaron ningún avance en sus indicadores de desempeño, 22 no identificaron a la población beneficiaria que atendieron y 17 no ofrecieron datos suficientes en avances ni en beneficiarios como para poder ser evaluados. En contraste, solo 7 programas obtuvieron un nivel de rentabilidad social óptimo; sus montos equivalieron a 22.61% del presupuesto asignado al conjunto, sobre la base de cinco rubros sugeridos para clasificar la rentabilidad social de los programas, con igual número de implicaciones para la asignación presupuestaria siguiente.

Cabe señalar además que en México las políticas públicas no solo son evaluadas por el Poder Ejecutivo a través del SED, que se estableció por mandato de la Ley Federal de Presupuesto y Responsabilidad Hacendaria, ni solamente se evalúan bajo la coordinación del Coneval los 273 programas públicos que hasta el año 2012 se inscribían en el marco de la política social, sino que las políticas también son evaluadas por la Cámara de Diputados a través de la ASF, dentro del proceso anual de fiscalización de la Cuenta Pública. Desde 2001 hasta 2012, la asf ha llevado a cabo 1 mil 59 auditorías de desempeño, dentro de un universo general de 6 mil 759 auditorías practicadas durante todo ese periodo. Durante el último lustro, por ejemplo, solamente una tercera parte de las auditorías practicadas por la ASF fueron calificadas como “limpias”, mientras que el resto de las revisiones arrojó dictámenes negativos o con salvedades.

En el mismo sentido, si se toman solamente las auditorías de desempeño, cuyo número ha venido creciendo sistemáticamente y cuya influencia en la gestión de la administración pública tendría que ser mucho mayor, puede observarse que entre las 110 auditorías practicadas en el año 2010, solamente 22 obtuvieron dictámenes limpios, frente a 25 que los tuvieron negativos o con abstención y 63 con salvedades (ver Cuadro 7).

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Gracias al esfuerzo realizado por la ASF podemos estimar que solamente un tercio de los recursos públicos que ha aprobado la Cámara de Diputados durante los últimos cinco años —en el mejor de los casos— ha sido gestionado de conformidad con lo que se esperaba y con eficacia, eficiencia y honestidad. El resto no: casi dos terceras partes del gasto efectivamente fiscalizado por la asf ha tenido salvedades, ha sido definitivamente reprobado o simplemente no ha podido evaluarse. Y aun así, todos los años se repiten los rituales de la aprobación presupuestaria a despecho de los datos que prueban la ineficacia de la operación, las desviaciones, las capturas y el incumplimiento de los objetivos previos.

III. El debate abierto sobre la rendición de cuentas

En México se ha abierto un amplio debate sobre la mejor forma de atajar la corrupción que ha dañado la percepción pública sobre la democracia mexicana y la eficacia de las autoridades. A pesar de que en la primera década del nuevo siglo, de 2000 a 2010, se construyeron prácticamente todas las normas, las instituciones y las rutinas con las que hoy cuenta el país en favor de la transparencia, del derecho de acceso a la información y de la fiscalización abierta de los recursos públicos, en México todavía no se dice lo mismo cuando se habla de transparencia, de acceso a la información o de rendir cuentas.
Detrás de los datos aquí citados está la falta de coherencia y articulación entre los diferentes sistemas que se han construido durante los años de la transición para tratar de contrarrestar la corrupción y, a su vez, para corregir los defectos de la gestión pública. Los debates que hoy están en curso quieren modificar y perfeccionar los sistemas que hasta ahora han sido insuficientes para evitar la captura de los puestos, los supuestos y los presupuestos públicos, y cuyas consecuencias, como ya hemos visto (reflejadas en el desencanto social del nuevo régimen y la ineficiencia gubernativa) amenazan el éxito de la consolidación democrática de México.
________

1 Informe de evaluación de la política social en México, 2011, Coneval, marzo de 2011, p. 19
2 Íd., p. 132.
3 Cf. “Resultados de la evaluación específica de desempeño 2010-2011” (evaluación externa coordinada por el Coneval, con la información contenida en el Sistema de Evaluación del Desempeño de la SHCP). Disponible en la página electrónica del Coneval.
_________
MAURICIO MERINO es doctor en Ciencia Política por la Universidad Complutense. Miembro del SNI y del Consejo Directivo del INAP y exconsejero del IFE, preside la Asamblea Consultiva del Conapred. Fue gerente internacional del FCE, profesor del Colmex, la UNAM, la FLACSO y la Universidad de California, e investigador del Woodrow Wilson Center for Scholars. Hoy enseña en el CIDE, donde se desempeñó como director de Administración Pública. Ha escrito y coordinado 20 libros.

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