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Tambores de guerra
Escala Obligada | Este País | Mario Guillermo Huacuja | 01.04.2014 | 0 Comentarios

©iStockphoto.com/©JohnBigl
Tiempo de desencantos: la caída del Muro de Berlín trajo consigo una exacerbación de los peores vicios del capitalismo; las protestas en el mundo árabe, en Venezuela, en Ucrania van seguidas de actos autoritarios; guerras como la de Afganistán no cesan y su horror comienza a opacar el de la de Vietnam. 

“La violencia es la partera de la historia”, decía Carlos Marx. Ese apotegma, que surgió como verdad incuestionable en el marco apolillado de la lucha de clases, tuvo su semilla en la Revolución francesa de 1789 y fue la justificación propiciatoria de las revoluciones sociales del siglo pasado en Rusia, China, Cuba y los satélites del llamado bloque socialista.

Durante muchos años, la violencia fue considerada un supuesto catalizador de la justicia social. Pero su encanto original y sus consecuencias fúnebres no lograron salvar indemnes la valla del nuevo siglo. El fin de la Guerra Fría no desembocó en un idílico nuevo orden internacional, y las revueltas de la primavera del mundo árabe no llegaron a erigir las democracias anheladas en el reino de las mezquitas. Las convulsiones de Túnez y Libia no se convirtieron en transiciones ejemplares. En Egipto, las primeras elecciones ganadas por un candidato civil llevaron a un Gobierno de inspiración religiosa que terminó sus días con un nuevo golpe de Estado, mientras que en Siria la pesadilla de la guerra sigue arrojando caudales escalofriantes de sangre y muerte.

Lejos de una estabilidad consecuente con el curso de sus desarrollos, en las naciones que lograron su independencia de la Unión Soviética no se respira una atmósfera de libertad. En Ucrania, la antigua cuna de los eslavos, la población está crucificada por los deseos contrapuestos de pertenecer a las naciones vecinas. Una parte de la población es rusa, y añora vivir bajo el antiguo yugo de la Unión Soviética. La otra parte tiene su corazón puesto en Europa, y desea ardientemente pasar a formar parte de la Unión del viejo continente. El problema es que en Europa no los quieren. Ya bastante tienen con los problemas de las economías menos desarrolladas del bloque —por ejemplo Portugal y Grecia— como para echarse a cuestas la rémora multicultural de Ucrania. Mientras tanto, los presidentes Obama y Putin juegan a las vencidas.

Por otro lado, en América Latina la riqueza petrolera de Venezuela se hunde en su propio fango. Con un Gobierno cada vez más aislado de sus propios apoyos y un presidente delirante, el país se encamina a un naufragio irremediable. El hambre y el desabasto crecen exponencialmente. La violencia acecha en cada esquina de las ciudades. Nadie sabe si los aspavientos de Nicolás Maduro mantendrán a flote a la nación unos meses más para dilatar su agonía.

Pero la guerra más atávica y duradera de todas las guerras del presente se encuentra en Afganistán. Muchos ya ni se acuerdan de ella. Se inició el 7 de octubre de 2001 como respuesta inmediata al ataque de las Torres Gemelas de Nueva York, y después de 13 años de ofensivas, bombardeos, tomas de ciudades, destrucción de aldeas, búsquedas insaciables de guerrilleros, ataques terroristas, inmolaciones suicidas y falta de resultados, los soldados del Pentágono y sus cada vez más escasos aliados siguen en territorio afgano sin un propósito claro. Originalmente, los objetivos de esa guerra relámpago que incendió los matorrales del desierto eran el derrocamiento de los talibanes y la captura de Osama Bin Laden. Hoy, los dos objetivos se han cumplido. La caída de los talibanes fue lógica y fulminante: no se necesitaron más de 40 días de guerra. La muerte de Bin Laden llevó más tiempo. Fue una operación quirúrgica y encubierta que se llevó a cabo en Pakistán el 1 de mayo de 2011, casi 10 años después del inicio de la guerra. Un comando especializado llevó a cabo la misión. El círculo estrecho de la Casa Blanca siguió los acontecimientos en la pantalla televisiva.

En Afganistán se libra una guerra desproporcionada y sin objetivo que ha durado más del doble de tiempo que cualquiera de las dos guerras mundiales. Afganistán es uno de los países más pobres y atrasados del mundo. Las tres cuartes partes de la nación son montañas difíciles de cultivar. Es una nación de pastores que difícilmente alcanzan la edad de 50 años debido a las condiciones de pobreza, insalubridad, ignorancia y miseria que padecen. Y encima de eso tienen todas las calamidades de la guerra. En 2001, una coalición orgullosa de más de 40 países, capitaneada por Estados Unidos y el Reino Unido, declaró una guerra espectacular y justificada como escarmiento. Una acción meteórica para borrar del mapa a los talibanes y terroristas.

Aunque los datos oficiales de las bajas en Afganistán son de apenas 3 mil 400 soldados muertos por parte de la coalición atacante en más de una década, el número de muertes de civiles permanece en la penumbra. Ha surgido un caudal de aproximaciones —desde cálculos documentados de organizaciones humanitarias hasta filtraciones de Wikileaks—, pero en realidad no existen cifras confiables sobre esas bajas, que parecen no tener importancia en este caso. Una misión humanitaria de las Naciones Unidas calculó un número de 12 mil muertes civiles entre 2006 y 2010. Sobran las proyecciones.

¿Por qué la guerra de Afganistán no importa? Si comparamos esta guerra con la de Vietnam, las diferencias son asombrosas. Esta última, que parecía una simple tozudez de los presidentes Johnson y Nixon por destrozar una nación a base de bombardeos, tuvo una atención que incendió las universidades de California y convocó un repudio feroz de dimensiones internacionales. La guerra de Vietnam se inició con un bombardeo estratégico a raíz del ataque que sufrió Estados Unidos en el golfo de Tonkín en 1964, y terminó con una nada honrosa retirada del país más poderoso del mundo en 1973. Fueron nueve años de pesadilla para los vietnamitas, una pústula incandescente para los protagonistas de la Guerra Fría, y una cantera de sucesos políticos y culturales que marcaron una época inolvidable. De la guerra de Vietnam salieron las canciones de Bob Dylan y el asesinato de Robert Kennedy; las manifestaciones de Berkeley y las películas de Oliver Stone; el movimiento hippie que llenó de flores y mariguana las avenidas de las grandes ciudades de Estados Unidos; las aldeas incendiadas con napalm y el liderazgo inmortal de Hô Chi Minh; la fotografía de la Associated Press de la niña desnuda y quemada huyendo de los bombardeos en su aldea; las crónicas del Esquire y las novelas de Norman Mailer; los poemas de Allen Ginsberg y el concierto de Woodstock; la cinta emblemática Apocalypse Now de Francis Ford Coppola; la invasión a Camboya y la paranoia de Richard Nixon que terminó con su dimisión.

Según Edward Kennedy, que vivió los acontecimientos que llevaron a la guerra y la prolongaron más de un lustro, la conflagración en ese país remoto e incomprensible para los políticos norteamericanos fue producto de un mal cálculo y una cadena de engaños. Estados Unidos no acababa de reponerse del catastrófico ataque a Cuba en Bahía de Cochinos y el asesinato del presidente John F. Kennedy, hermano de Edward, cuando la retirada de los franceses de su antigua colonia en el sudeste asiático y la sombra aterradora del comunismo tocaba las puertas de un país que pedía ayuda mañosamente. El entonces senador por Massachusetts narra los encuentros sociales y protocolarios con Ngo Dinh Nhu, una mujer del cerrado círculo de Saigón que decía que la situación estaba como siempre bajo control. Fue una letanía que se repetía ante cada revés asestado por el Viet Cong y completado con los embustes mercadológicos del Pentágono, la cia y el fbi, que buscaban demostrar que el poderío de Washington era invencible.

De modo que el presidente Lyndon B. Johnson cayó en la trampa, se tragó inocentemente las mentiras y ordenó un ataque relámpago con la tecnología aérea más moderna de ese entonces en el golfo de Tonkín. La operación borraría al enemigo en un abrir y cerrar de ojos, demostraría que Estados Unidos puede imponer sus leyes en los lugares más recónditos de la Tierra, y el comunismo lo pensaría dos veces antes de meter sus manos en cualquier otro lugar del mundo. No fue así, desde luego, y la historia es ampliamente conocida. La operación inicial —llamada Relámpago Rodante—, lejos de contener la ofensiva enemiga, se prolongó durante varios años, devorando con sus lenguas de fuego miles de aldeas, pueblos y sembradíos. Decenas de miles de soldados norteamericanos —en su gran mayoría negros empobrecidos— se convirtieron en verdugos de comunidades campesinas con mujeres y niños vietnamitas, y al regresar a su patria nunca pudieron recuperarse psicológicamente de sus culpas y demonios. Más aún, inauguraron un síndrome asesino que se extiende hasta nuestros días, en el que un ejército anónimo de desequilibrados mentales es capaz de entrar armado hasta los dientes a un centro comercial, una escuela o un cine y aniquilar con ráfagas a discreción a todos los que se encuentren enfrente.

Durante los años de contienda, los políticos del Capitolio y la Casa Blanca tuvieron la ilusa certeza de que Estados Unidos ganaría la guerra. Los vietnamitas, mientras tanto, no apresuraban los acontecimientos. Su resistencia fue proverbial. “Esta guerra la ganaremos nosotros —decía Hô Chi Minh—, pero no sabemos cuándo.”

El final es conocido por todos. Dejando atrás una estela de millones muertos y un país devastado por los bombardeos, Estados Unidos firmó una rendición encubierta de tratados de paz en París, y sus soldados iniciaron su retirada en 1973. La humillación no se ha borrado con el tiempo.

¿Por qué la guerra de Afganistán, siendo más duradera —aunque igual de letal—, no ha generado por lo menos el mismo caudal de artículos, libros, novelas, películas, canciones, manifestaciones y movimientos culturales que la guerra de Vietnam?

Una de las claves de ello —entre muchas otras— se encuentra en el carácter del enemigo. Mientras en Vietnam el enemigo era el socialismo —independientemente del tipo de socialismo del que se trate—, en Afganistán el enemigo es el Gobierno talibán, los grupos extremistas como Al Qaeda y el terrorismo, para decirlo en unas cuantas palabras. Y no es lo mismo criticar al Gobierno de Estados Unidos para ponerse del lado del socialismo, que hacer lo mismo y ponerse del lado del terrorismo.

Los talibanes representan un reducto del fundamentalismo islámico muy desprestigiado en cualquier país democrático. No solamente porque su sistema de gobierno pretende dirigir al pueblo de acuerdo a los cánones religiosos del Corán —como el Partido de los Hermanos Musulmanes de Egipto—, sino también porque sus políticas contrarias a los derechos humanos han despertado la suspicacia y el repudio de sectores específicos y muchos gobiernos.

Por ejemplo, la política talibán hacia las mujeres. Es probablemente el aspecto más retrógrado de cualquier país árabe en la actualidad, desde los tiempos de Mahoma. En la cosmovisión de los talibanes, las mujeres simplemente no tienen derechos. No van a la escuela, viven sin servicios médicos, no tienen la libertad de elegir pareja, no pueden salir solas de sus casas. Si lo hacen —siempre acompañadas— tienen que cubrirse el rostro. La inmensa mayoría de las mujeres son analfabetas, no tienen recursos económicos y sufren violencia doméstica. A juicio de numerosas organizaciones protectoras de los derechos humanos, el país más peligroso para las mujeres es Afganistán. En el mundo de los talibanes, la violación no está penada.

Si bien el inicio de la guerra de Afganistán tuvo la inspiración del presidente George W. Bush, el presidente Barack Obama carga con su legado como un fardo que le resta credibilidad y simpatías. La guerra de Afganistán, como la de Vietnam, no ha estado exenta de delirios sangrientos. En marzo de 2012 el sargento Robert Bales, un padre de familia muy responsable de Tacoma, Washington, salió de su base militar en Kandahar, al sur de Afganistán, y se encaminó a un par de aldeas muy pobres, donde masacró en su ronda nocturna a 16 pastores y campesinos inermes, incluyendo a 4 mujeres y 9 niños. Dos de ellos, de la edad de sus propios hijos. El incidente se perdió entre las noticias del día, pero quedó como una marca imborrable de los devaneos y descarrilamientos psicológicos que suceden a diario en la guerra.

Mientras Obama arde en deseos de salir del infierno de Afganistán, el mundo occidental teme que a la salida de los marinos norteamericanos regresen los talibanes al poder. Por eso, en la actualidad, continúa en suelo afgano un contingente de 52 mil soldados, en su mayoría norteamericanos.

De acuerdo a los tratados firmados por la otan, a finales de 2014 todas las tropas aliadas deberán salir de Afganistán. Para ello, previamente, se celebrarán elecciones para elegir un nuevo Gobierno este mes de abril. Quien triunfe recibirá el respaldo de los aliados para constituirse como un Gobierno democrático y, de ser posible, con un ejército propio capaz de resistir los embates de los talibanes.

Sí, la democracia también tiene sus sueños. EstePaís

 

1 Edward Kennedy, Los Kennedy, mi familia, Editorial Planeta, 2010, p. 241.

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MARIO GUILLERMO HUACUJA es autor de El viaje más largo y En el nombre del hijo, entre otras novelas. Ha sido profesor universitario, comentarista de radio, guionista de televisión y funcionario público.

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