¿Por qué aplaudimos? Se supone que lo hacemos cuando algo nos gustó, y que el entusiasmo con que golpeamos nuestras palmas es un termómetro de la intensidad de nuestro agrado. En los hechos, sin embargo, no siempre ocurre así. No me refiero al caso obvio de los que aplauden cada frase del Presidente durante un desayuno político, sino a la reacción con que el público desinteresado, ése que ha pagado su boleto, suele premiar cierto tipo de espectáculos.
Foto tomada de Flickr/CreativeCommons/Reindertot
A los mexicanos nos gusta aplaudir. Hay situaciones (como el Festival Cervantino) donde esta tendencia se exacerba hasta grados inverosímiles. Viene un montaje somalí basado en La Orestiada: ocho minutos de aplausos. Performance lituano consistente en realizar un par de acciones en cámara lenta a lo largo de tres horas y media: cinco regresos de la compañía al escenario para agradecer la eterna ovación. Obra alemana incomprensible porque el subtitulaje electrónico se descompuso: doce minutos de aplausos; los últimos cuatro, de pie. ¿Realmente estas 900 personas acabamos de vivir una de las experiencias estéticas más intensas de nuestras vidas? Puede ser; aunque me inclino a pensar que tan cálida reacción configura, más que una realidad, una segunda representación. Como si un atávico sentimiento nacionalista nos llevara a enfrentar a los prestigiosos fuereños con el mejor aplauso que nadie les haya prodigado jamás. No seremos los mejores artistas, pero a aplaudir nadie nos gana. Aquí el aplausómetro se utiliza para premiar al público.
En los años ochenta, algún empleado de comunicación social, con excesiva ingenuidad o muy mala leche, acuñó un peculiar eslogan y logró vendérselo a su gobernador, que lo mandó a escribir en todas las bardas del estado: “Tlaxcala, anfitrión por tradición”. La frase, por supuesto, no podía sino remitirnos a la Conquista, cuando los caciques de la región le regalaron sus hijas a los españoles como una forma de sellar su alianza; más allá de si tuvieron razones políticas y militares para ello, lo que el lema en cuestión exaltaba era, meramente, la cortesía del gesto. Es probable que el origen de la idea según la cual los mexicanos debemos esmerarnos en ser grandes anfitriones se remonte a los Juegos Olímpicos de 1968, cuando el gobierno estaba empeñado en demostrarle al mundo que, al menos, esa medalla nadie nos la arrebataba. Claro que habría que ver si alguien más estaba dispuesto a colgársela; a fin de cuentas, en el origen de la palabra está el padre putativo de Hércules, Anfitrión, a quien, en la noche de bodas, Zeus le tomó prestada la apariencia para gozar de su mujer antes que él.
En honor a la verdad, debo declarar que en una ocasión me tocó ser testigo de cómo el público mexicano repudiaba un espectáculo extranjero (español, para mayores señas). Los actores llevaban media hora ceceando incoherencias y chistes un tanto burdos sobre una banca situada a mitad del escenario, cuando el cisma estalló. De pronto, uno de los espectadores de la primera fila se levantó y abandonó el Teatro Juan Ruiz de Alarcón. Pasado un momento de pasmo, inició la desbandada: decenas de personas tomaron sus chivas y desfilaron frente al proscenio para alcanzar la salida, ubicada a un costado del escenario, generando un espectáculo tanto o más llamativo que el que seguía desarrollándose sobre las tablas. Pero aun esta muestra de rechazo se llevó a cabo en un respetuoso silencio; no hubo abucheos, ya no digamos jitomatazos. A lo más que llegó una señora fue a detenerse en el umbral de la sala y, tras reflexionar un momento, regresar hasta el pie de la escena para proferirles a los actores un sarcástico:
—¡Qué bonito su espectáculo! ¿Eh?
Una experiencia como ésa no la he vuelto a vivir en ninguno de los conciertos de famosos rockeros que a todas luces se caían de borrachos y a cada rato olvidaban las letras, pero terminaron ovacionados; ni en las decenas de espectáculos donde el público ha salido de un prolongado letargo sólo para cumplir con el ritual de brindarle al artista un aplauso igualmente largo. El caso extremo suele ocurrir en la Muestra Internacional de Cine, cuando, al término de una película, los asistentes estallamos en un cálido aplauso que no está dirigido a nadie (los actores están filmados, el director no está presente en la sala) más que a nosotros mismos. Una peculiar forma de autoapapacho.
Algo similar pasa con la risa, que puede ser otra hueca muestra de cortesía. Aunque un extendido lugar común considera que “es más difícil hacer reír que hacer llorar”, y que “la risa es siempre inteligente, mientras que el llanto es pura emoción” (lo cual prolonga el viejo prejuicio según el cual la inteligencia y la emotividad pertenecen a esferas totalmente distintas de la experiencia humana), cualquier cómico sabe que basta proferir una palabrota encima del escenario para que los espectadores, automáticamente, se desternillen de risa. Lo mismo en el Blanquita que en los teatros de la Universidad, un “putísima madre” nunca falla. Hay una risa que no es más que puro acto reflejo, y que en realidad no refleja nada más que la predisposición a reír de un público convenientemente aleccionado. Para eso sirven, justamente, las risas grabadas que aún hoy ciertos productores televisivos insertan en sus programas cómicos: para indicarnos cuándo debemos reír (función que, en el teatro de otro tiempo, cumplían los paleros, con la desventaja de que había que pagarles un sueldo). Los motivos para que nos sintamos obligados a cumplir con esta instrucción son diversos: para no quedar como unos imbéciles que no entendimos el chiste, para demostrar que no somos tan mojigatos como para que semejantes alusiones nos incomoden, para sentir que estamos recibiendo aquello por lo que pagamos… o, como con el aplauso, para mandar un mensaje al escenario: “Aquí estamos, y somos más que tú”.
El fenómeno no es privativo del teatro ni de la televisión; lo encontramos también en conferencias y presentaciones de libros. Monsiváis y Germán Dehesa, en sus intervenciones públicas, ya no necesitaban decir algo ingenioso: el público se reía desde antes de que abrieran la boca, y estaba dispuesto a festejarles cuanto comentario hicieran, fuera irónico o no. Los conferencistas, al igual que los cómicos, tienen sus trucos para ganarse la atención y el aplauso del Respetable. Una muy utilizada en las sesiones de preguntas y respuestas es la “mordida del ponente”, que consiste en sobornar al público por medio de la adulación y la palmadita en la espalda, comentando en una de cada tres interpelaciones: “Fíjese que ésa es una muy buena pregunta”. Esta técnica deja pavoneándose, como alumno con estrellita en la frente, al que formuló la intervención elogiada, pero tiene el inconveniente de que las preguntas de todos los demás quedan tácitamente señaladas como “malas” o, al menos, como profundamente aburridas para el conferencista.
Y aquí tocamos un punto que tal vez ayude a explicar por qué nos esmeramos en aplaudir más que nadie: la adulación siempre tiene dos caras y puede ser utilizada para desarmar al enemigo. En una mesa redonda donde nos toca al lado de un autor al que detestamos, podemos tomar el camino de confrontarlo públicamente, por el que, en el mejor de los casos, conseguiremos llamar la atención sobre él, y nos arriesgamos a que, por peor escritor que sea, tenga más carisma que nosotros y termine aplastándonos en la esgrima verbal. Los experimentados, en cambio, optan por la estrategia del elogio: empiezan a citarlo a la menor provocación (“como bien dijo Fulano”, “comparto totalmente lo que dice Fulano”, “también coincido con Fulano en que…”) hasta que Fulano queda aniquilado, sintiéndose el triunfador de la noche sin darse cuenta de que el público hace rato que ha dejado de escuchar lo que dice para dedicarse a contemplar cuánto le gusta ser adulado. A la postre, es probable que el aplauso más sincero se lo lleve el hipócrita, y no el ingenuo.
Tal vez, de manera más o menos inconsciente, utilicemos esta misma táctica socarrona cada vez que alguien viene a presentarse en nuestros escenarios: apalearlo a base de aplausos, dejando a la gigantesca celebridad convertida en un disminuido turista que, agradablemente sorprendido, declara a la prensa que nunca había conocido un público tan cálido como éste —lo cual es una manera falsamente modesta de decir que nunca había estado en un lugar donde tantos lo admiraran tanto. Y se va del país rebosante de orgullo, pensando que valdría la pena regresar en otra ocasión por estas latitudes, sin imaginar que el siguiente en la fila será acogido exactamente con el mismo entusiasmo; mientras nosotros nos quedamos con la extraña satisfacción de haber confirmado, una vez más, que somos el mejor público del mundo.