Emilio Carballido fue mi maestro, aunque nunca asistí a ninguno de sus cursos ni de sus talleres. Fue un maestro en el sentido más amplio, y a la vez más esencial: alguien que posee los atributos de la generosidad y el conocimiento, y que es capaz de ensanchar los horizontes de quienes se acercan a él.
Lo conocí a finales de 1983, en una charla que ofreció dentro de un ciclo de conferencias organizado en una vieja casona de Tlalpan convertida en recinto cultural. Para entonces yo ya había leído y releído muchas de sus obras, había visto un par en escena (entre ellas, una peculiar Medusa en formato de cámara presentada por el grupo La Cueva en su pequeño sótano de la calle de Sinaloa) e incluso había intentado montar su Cuento de Navidad con mis compañeros de la secundaria (uno de ellos, que ya había participado en otra puesta en escena del mismo texto realizada en el Club España, me preguntaba con insistencia quién traería “la mazorca”; así me enteré de que, en la versión de los peninsulares, cuando el fotógrafo le pedía al Santa Claus pobretón que “pelara la mazorca” para que los niños se le acercaran, el actor literalmente sacaba una mazorca y se ponía a quitarle las hojas).
No recuerdo de qué habló Carballido durante la hora y media que duró la conferencia; pero sí que al final del evento, instigado por mi padre (que conocía mi afición por sus obras), vencí mi inhibición y me acerqué a decirle al autor de Yo también hablo de la rosa que “yo también escribía obras de teatro”. Carballido, en aquel momento, era el más famoso de los dramaturgos mexicanos vivos; así que yo esperaba que, en el mejor de los casos, me despacharía con algún comentario indulgente. Para mi sorpresa, él esbozó una sonrisa entre enigmática y curiosa, y me dijo:
—¿Ah, sí? Pues a ver qué día de éstos me dejas leer alguna.
Como pude, balbuceé mi interés en que lo hiciera y apunté el teléfono que me proporcionó acompañado de un “llámame mañana y nos ponemos de acuerdo”. En esa época yo estudiaba el tercer grado de secundaria, así que al día siguiente estuve retorciendo con impaciencia el papelito con el teléfono durante las primeras tres horas de clase. Cuando finalmente llegó el receso de las diez y media, fui al único teléfono público que había en toda la escuela y marqué el número.
La línea sonó prolongadamente sin que nadie contestara; estaba a punto de colgar cuando se escuchó la inconfundible voz nasal de Carballido, preguntando quién hablaba. Me identifiqué como el aspirante a escritor que se había presentado con él en su plática del día anterior y que había quedado de llevarle sus textos; del otro lado de la línea se hizo un silencio que me pareció eterno, mientras pensaba que, claro, qué se iba a andar acordando él de la gente que lo importunaba al final de sus conferencias. Pero resultó que sí se acordaba; sólo que mi llamada, a esas horas, le resultaba francamente molesta, pues él solía dormir hasta bastante tarde. Me ordenó crípticamente que nunca le volviera a marcar antes del mediodía y, antes de colgar, me aconsejó:
—Si quieres dedicarte a esto, lo primero que tienes que aprender es que la gente de teatro trabaja de noche y duerme de día.
Supongo que ésa fue la primera lección que recibí de él.
Cuando le volví a hablar, cerca de las dos de la tarde, me encontré con el hombre afable del día anterior, que parecía incompatible con el malhumorado que me había contestado en la mañana. Al día siguiente me presenté en su casa de la Calle 9, en San Pedro de los Pinos, con la copia mecanografiada de una obra en un acto llamada Un día en la vida de alguien más. Carballido me hizo pasar a un pequeño recibidor junto a la entrada y me invitó a sentarme en el sillón frente al suyo; me ofreció una copa de vino blanco —que yo rechacé, motivando una mirada llena de extrañeza—, se sirvió una y acto seguido se puso a leer el texto, ahí mismo, de corrido. Durante media hora estuve en vilo, observando los libreros y los adornos de todo tipo que tapizaban las paredes mientras él terminaba la lectura. Finalmente, cerró el libreto con una sonrisa socarrona y comenzó a propinarme, con brutal pero amable franqueza, su opinión sobre todo lo que no funcionaba. Con la misma generosidad, estuvo compartiéndome durante un buen rato anécdotas, lecturas, gustos; habló sobre el teatro, sus viajes, sus autores y platillos favoritos, las enseñanzas de Salvador Novo y las costumbres de su vecino Vicente Leñero. Recuerdo que me reprendió por no conocer bien las obras de los trágicos griegos, diciéndome que él a mi edad ya las había leído todas; y que, al enterarse de que yo estudiaba en una escuela de republicanos españoles en cuyo patio había un busto de Lázaro Cárdenas, torció la boca y exclamó:
—Ése ha sido el más ladrón de todos… ¡más ladrón, incluso, que Miguel Alemán! —frase que, la verdad, me escandalizó.
Al irme, me alentó a seguirle llevando mis textos y me regaló varias publicaciones (nunca salí de esa casa sin un montón de volúmenes bajo el brazo): algunos ejemplares de la revista Tramoya y uno de sus libros, Las visitaciones del diablo, en cuya dedicatoria escribió: “Para Flavio, que será autor”. Hasta la fecha, lo guardo como uno de los libros más entrañables de mi biblioteca.
Los siguientes textos que le llevé ya no los leyó ahí mismo; en vez de eso, cada vez se ponía a platicar de algo nuevo y, al final, me pedía que le escribiera mi dirección en la portada del manuscrito, prometiéndome que me mandaría sus comentarios por carta (sistema que, hace veintiséis años, me parecía totalmente obsoleto, sin imaginar que, con el boom del correo electrónico, se volvería el más usual de todos). Un par de esos libretos lo entusiasmaron, de modo que los publicó en la colección de teatro que, a instancias suyas, Editores Mexicanos Unidos había relanzado justo por esas fechas. La breve pero intensa labor de difusión teatral emprendida por Carballido en esa editorial rebasó la mera publicación de libros (que de cualquier modo no tiene parangón en nuestro país, en lo que a teatro se refiere, pues se editó casi un centenar de títulos en el lapso de unos cuantos meses); paralelamente se organizaron ciclos de conferencias, mesas redondas seguidas de memorables cocteles y un concurso, bautizado Salvador Novo en honor de quien había apoyado a Carballido en los inicios de su carrera y cuya generosidad ahora él emulaba.
Si hay un rasgo que para mí resume lo que fue Emilio Carballido, ése es, justamente, su generosidad. Generosidad que lo llevaba a alentar, regalar, publicar, compartir sus experiencias, pero, también, a prodigar críticas despiadadas cuando los textos que uno le llevaba le parecían viciados o con poco riesgo. Sin embargo, aun sus comentarios más demoledores siempre terminaban con algún consejo. “Por una vez deberías de escribir algo totalmente realista”, me sugirió luego de desahuciar una obra infantil de corte medio fantástico que le había dado a leer; muchos años después me di cuenta de que probablemente ese comentario fue uno de los factores que me llevaron a estudiar cine, un campo en el que el realismo todavía parecía tener sentido.
Aunque navegó por estilos diversos, el realismo fue una suerte de puerto seguro para Carballido, al que tarde o temprano regresaba. La primera tarea que le dejaba a los alumnos de sus talleres (y a sus aprendices informales, como yo) era comprarse una pequeña libreta, que se pudiera llevar consigo a todos lados, y apuntar en ella, con absoluta fidelidad, todos los diálogos interesantes que uno oyera por ahí: en la calle, en el pesero, en la cola del cine… Pocos ejercicios son tan útiles para desarrollar el oído del dramaturgo, que de este modo se ve obligado a desprenderse de cualquier estereotipo sobre el lenguaje y a desarrollar la capacidad de escuchar cómo habla realmente la gente. Y esa capacidad, Carballido la tenía en grado extremo; de ahí la riqueza verbal de sus textos, que ha motivado el gozo de miles de espectadores pero también le ha valido un adjetivo —“coloquial”— que algunos profesionales y académicos utilizan en sentido peyorativo, como sinónimo de una dramaturgia pedestre y de vuelos limitados (del mismo modo que usan “divertido” para descalificar la profundidad de un texto). “Más vale Carballido en mano que Pinter volando”, se decía en el CUT de mediados de los ochenta.
Con el tiempo, esto ha dado pie a un prejuicio contra sus obras, bastante extendido en el gremio teatral mexicano, que se refleja en comentarios igual de condescendientes cada vez que éstas son montadas profesionalmente —comentarios que, en ocasiones, provienen de los mismos que las llevan a escena. El supuesto “anacronismo” de los textos de Carballido se derrumba cuando uno los ve en escena. Con motivo de su muerte, hace un par de años, la Compañía Veracruzana remontó su primera obra, Rosalba y los Llaveros; contra los escépticos pronósticos que muchos teníamos sobre la vigencia de un texto estrenado en 1950, los asistentes pudimos comprobar la asombrosa eficacia de su humor y el interés que la historia de los Llaveros sigue suscitando en el público —y, particularmente, en el público joven.
Ahí estaban los chavos de 2008, divertidos y totalmente metidos en la historia durante las tres horas que duró el espectáculo. Con mayor razón, un texto como Fotografía en la playa, que con tono agridulce cala en las relaciones al interior de una familia mexicana, debería estar más seguido en escena; y un sainete tan redondo y delicioso como Cuento de Navidad formar parte cotidianamente del repertorio navideño —aunque los teatros institucionales en México siguen tomándose el puente Guadalupe-Reyes (y aun Guadalupe-Constitución) que, como cualquier productor de teatro sabe, es el periodo más propicio del año en lo que a público se refiere. Ésas, y otras obras de Carballido, son referentes de nuestro teatro que deberían estar a la mano, y no ser dejados sólo a los grupos de aficionados (que son los que, a fin de cuentas, han venido cumpliendo esta tarea) ni ser retomados como meras piezas de museo, sino como textos vivos, capaces de ser abordados con enfoques escénicos contemporáneos —aun cuando al Maestro no le hubiera gustado. En un momento en que la novedad y el hermetismo vuelven a ser la moda del día, los puentes que Carballido tendió hacia el público resultan refrescantes. Fue un hombre que supo encontrarle el placer a todos los aspectos de la vida, y el teatro no tenía por qué ser la excepción. Quizás ahí radique su enseñanza más importante: que el teatro es, ante todo, algo gozoso, algo placentero y, sí, divertido; que dialogar con el público puede ser tan disfrutable como esas largas charlas entre los libros y los gatos de su casa de San Pedro de los Pinos. ~
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