Joaquín Sabina, Vinagre y rosas, México, 2009.
En la recta final del 2009 Joaquín Sabina (el Santa Claus más flaco de la historia) nos trajo nuestro regalo de navidad: Vinagre y rosas, su nuevo disco. Después de cuatro años tenemos material reciente que, en gran parte, es el producto de una larga estancia en Praga.
“Vine a Praga a romper esta canción / por motivos que no voy a explicarte. / A orillas del Moldava las olas me empujaban / a dejarte por darte la razón”, dice en “Cristales de Bohemia”. Con su voz de arena y alquitrán, Sabina tiene esa suerte de mago que de cada canción, como de un sombrero, le permite sacar una historia diferente que conserva la médula de sus temáticas, pero que también se renueva. Las obsesiones de Sabina con las causas perdidas, los caminos hacia la nada, su Madrid, sus alcoholes, la poesía y el hachís siguen ahí.
Pareciera que en los últimos años Joaquín Sabina ha pasado de ser ese muchacho burlón y desmedido que se comía el mundo a puños (siempre y cuando no se lo impidiera un violento ataque de tos) a ser este hombre maduro (pero siempre adolescente) y reflexivo. En lugar de cantarle al futuro se detiene, en un ejercicio de observación al pasado, para conservar en sus canciones un par de cosas que ha perdido y no vuelven más: “A los quince los cuerdos de atar me cortaron las alas. / A los veinte escapé por las malas del pie del altar. / A los treinta fui de armas tomar sin chaleco antibalas”.
Inteligente e ingenioso en la construcción de las letras, Sabina juega con el lenguaje —“En el Puente de Carlos aprendí a rimar cicatriz con epidemia”— y con frases que combinan el sarcasmo y la derrota, la seducción y el deseo. Nos da, con cada canción, una historia que probablemente nunca podamos vivir pero que a través de sus letras hacemos nuestra. Pasamos a formar parte de ese elenco surreal que nos cuenta y nos canta el Flaco de Úbeda, más flaco que antes y mejor que nunca.
Mariana H
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