El trabajo más reciente de Elena Poniatowska ha sido distinguido con el Premio Biblioteca Breve 2011, otro más recibido a lo largo de una brillante carrera que ha situado a Poniatowska como una de las más sobresalientes narradoras mexicanas. Ahora centra su interés en la vida de Leonora Carrington produciendo otra “biografía”, como antes lo hiciera sobre la vida de Tina Modotti en Tinísima.
Si entrecomillo el término biografía es porque bien puede suceder que ninguno de los dos textos inspirados en las vidas de estas mujeres excepcionales —debido a su lucha por ser auténticamente libres y por su creatividad— sean biografías, si por esto se entiende la reconstrucción minuciosa y fidedigna de una vida y sus avatares. No es que la historia sea “objetiva” y por ello dueña de la verdad, pero sí que entre la investigación de la realidad y su interpretación asumidamente subjetiva hay una diferencia considerable que involucra la perspectiva con que se emprende el trabajo y la forma como se manipulan las fuentes.
Para escribir esos y otros libros, Poniatowska se ha documentado rigurosamente y en el caso de Leonora debe haberse apoyado también en conversaciones con la pintora. Sin embargo, el “pacto” de la autora con sus lectores se basa en la asunción de que se trata de narraciones de naturaleza literaria. Así lo confirma el premio cuyo sentido es celebrar un trabajo que se distingue por recrear la vida de Leonora Carrington como personaje y como parte de un mundo esencialmente narrativo que no prescinde de acontecimientos reales, pero que los transforma al servicio de un proyecto literario. Lo que el lector tiene frente a sí es una narración ficticia y al mismo tiempo documental, es decir, basada en hechos.
Esta doble naturaleza del texto le confiere un rigor exento de la pedantería de la erudición académica que se despliega ante el lector para disimular una ignorancia de fondo. Poniatowska ha elegido una forma lineal de presentar su material, desde la casa familiar en la que Leonora, niña, se detiene frente al plato de avena del desayuno hasta que, 496 páginas después, la narración llega a su término ante el umbral de la muerte. Una forma tradicional envuelve una vida cuya esencia es la rebelión voluntaria e involuntaria, como si el texto asumiera la responsabilidad de conferir tersura a lo que de otra forma es intermitente y complejo. La vida auténtica escapa de cualquier proyecto y a menudo se libra entre impulsos contrarios. Ignoro si habría otra forma de narrar la vida de Leonora Carrington o de cualquier otro artista que se aparte de una mímesis controlada por la conciencia diurna y las exigencias del realismo a las que tan ajenas son su obra visual y literaria.
Probablemente la decisión de Poniatowska sea la única conveniente para desplegar los acontecimientos que pautan un transcurso contrastante con el misterio de la obra de Carrington. El riesgo reside en recrear el péndulo entre vida y obra y, aunque sería injusto esperar que la narración fuera el eco de imágenes de las cuales se ocupa la crítica de artes plásticas —Carrington es más conocida como pintora—, la escritura amenaza con arrebatar la complejidad de una mujer que, sin embargo, afirma que las cosas suceden al margen, más acá o más allá de las decisiones racionales.
Más que una “novela” o una “biografía”, Leonora tiene el tono de un recuento documental en el que los diálogos entran difícilmente. En “La amenaza del ruiseñor”, por ejemplo, se presenta a la fotógrafa Lee Miller, a quien según algunos críticos debe Ray esa peculiar técnica de exposición que hace que los objetos parezcan incandescentes: “Fui asistente de Man Ray, que también me enamoró, e hice retratos de Picasso, de Éluard y de Jean Cocteau”. En el mismo capítulo, Leonora discute con su padre: “No, papá. Conozco otras formas de estar sobre la tierra. Yo no soy tu creación. Quiero inventarme a mí misma. Me voy”.
Admirable declaración de independencia, sucinta y precisa, pero incluso en el contexto de los modales británicos de clase alta corre el riesgo del estereotipo. En “Jaque al rey”, Breton revela que “cuando fui médico, el psiquiatra francés Pierre Janet me habló del ‘amor loco’, un estudio de la histeria en las mujeres. Descubrió el erotismo y la estética que yo convertí en surrealismo”. Podría citar otros diálogos, pero me parece que éstos bastan para señalar el carácter involuntariamente vertiginoso de una información que requeriría mayor detenimiento.
Aparte de los diálogos, la narración confirma una premura que reifica a sus personajes como si carecieran de eso que se llama “vida interior”. Un ejemplo: “En la primera noche, Peggy encuentra a Max en el hall del hotel y le pide el número de habitación de Laurence para darle las buenas noches. Max le da su propio número. Peggy pasa la noche con él y reanudan su vida amorosa”.
Los acontecimientos en efecto suceden, pero precedidos por alguna reflexión, aunque contradictoria, que en la enumeración que cito está ausente. Es cierto que “el sentimentalismo es una forma de cansancio”, pero también lo es que una narración enumerativa encubre otra forma de cansancio.
Hay otros momentos en Leonora acaso apresurados. Un ejemplo que cala en la descripción: “Bajo cada uno de sus brazos se extienden grandes parches de sudor”. ¿Tenía más de dos? Y como una constante la imagen de la yegua, que se vuelve redundante. Igualmente, afirmaciones que exigirían aclaración: Bellver soporta mejor el sufrimiento “porque sus pretensiones son menores.” ¿A qué se refiere? ¿A la modestia de un personaje menos conocido y sobre el que tampoco Poniatowska se detiene más allá de mencionar sus “muñecas”? O el juicio sobre Leonor Fini a través de un personaje, que ejemplifica el tipo de decisiones que la escritora toma sobre su material: “A mí me parece que es vulgar y sus modales son de puta —interviene Laurence Vail”.
El traslado del personaje a México tampoco revela más que una reacción epidérmica acerca de lo que pudo haber sido “un error terrible”, pero que no lo es más que en esas tres palabras. Acaso es mejor dejar al lector la tarea de imaginar lo que pudo haber significado para Leonora Carrington arribar a un país abierto pero xenófobo en el que siempre sería extranjera, condición de la cual la redime, al menos en parte, su amistad con Kati Horna y, sobre todo, con Remedios Varo, relación aquilatada en todo lo que vale por la autora. Edward James atraviesa la escena condensado en una anécdota que Desmond Guinness, su anfitrión en Irlanda, también relata. Al contrario de otros personajes, James ocupa un cierto espacio en la biografía como “benefactor de los Weisz” y como constructor de uno de los monumentos menos conocidos del siglo xx, la casa-escultura que construyó en Las Pozas, pero no adquiere la consistencia de un personaje.
Leonora transmite las constantes que han atravesado la vida de la creadora británica, revelando sus raíces irlandesas que contribuyen a explicar su imaginario, su miedo a la demencia y la presencia acuciante del sentimiento de angustia que acompaña a la creación. Pero no menor importancia tiene su sentido del humor, que atenta contra el mundo de buenos modales del que proviene y que retrata graciosamente por lo menos en La trompetilla acústica, cuya hiena quizá sea la misma que trota por la campiña vista por Saki en sus relatos dedicados a burlarse de las pretensiones sociales y de la excentricidad que la buena educación procura disimular.
La portada de Leonora es fascinante. Muestra a dos hombres y entre ellos una mujer. El hombre a la izquierda proyecta su mirada en algún punto inaccesible del horizonte, mientras el otro recuesta su cabeza sobre el hombro de la mujer y concentra en ella su mirada. La mujer es la única que desde el centro mira irónicamente a la cámara y una sonrisa leve y ambigua recuerda la de Mona Lisa sugiriendo enigmas acerca de la relación que los reúne, como si quisieran dejar un testimonio que por su naturaleza icónica escapa de toda definición al mismo tiempo que reclama toda clase de posibilidades. Sabemos que se trata de Paul Éluard, Leonora Carrington y Max Ernst, pero tampoco la identidad del trío aclara en ningún sentido la naturaleza del vínculo que comparten y que desean fijar mediante la fotografía.
La forma como están vestidos es más elocuente que la inscripción espacial porque revela un clima vigorizante a juzgar por la gabardina y el sombrero que lleva Éluard y el abrigo de amplias solapas, probablemente de tweed, de Carrington, cuyos estilos sugieren la moda de la época. Por comparación, Ernst parece tan ligero que se diría que no tiene más que la piel de su cuello alargado para cubrirse y que no cuenta con más que sus ojos implorantes. Podría seguir describiendo la fotografía que aparece en la portada de Leonora, pero aproximarme a otros detalles —la presencia del viento por ejemplo o la postura de Carrington que se recarga sobre Éluard al tiempo que reposa la mano izquierda sobre el hombro de Ernst, que se acoge al cuerpo de ella como si se tratara de un nido— no añadiría sino más posibilidades para especular acerca de una relación que se escapa negándose a revelar su secreto.
Algo similar sucede con el asedio laborioso al que Elena Poniatowska somete la vida de Leonora Carrington, presente con fuerza extraordinaria en sus pinturas y relatos, e imposible de fijar a través de esas huellas autónomas y autosuficientes y acaso divorciadas, como todo objeto estético, de las circunstancias e intenciones de su creadora, cuya vida evade el escrutinio de la narradora conservando así íntegramente su misterio.
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bruce swansey (Ciudad de México, 1955) cursó el doctorado en Letras en El Colegio de México y el Trinity College de Dublín, con una investigación sobre Valle-Inclán. Ha sido profesor en esta institución y en la Universidad de Dublín. Es autor de relatos y crítico de teatro.