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Fe de herratas
Cultura | Espacios Y Caracteres | Este País | Flavio González Mello | 01.09.2011 | 0 Comentarios

Si me dieran a escoger, yo preferiría que nos llamaran “galeotes” y no “correctores”. No sólo porque el primer término conserva un cierto aire a heroísmo y antigüedad, frente al ramplón producto secretarial evocado por el segundo; sino porque expresa con bastante precisión la esencia de nuestro trabajo. Como los prisioneros que impulsaban las galeras del rey, a nosotros también se nos va la vida remando en un mar de comas, acentos, letras extraviadas y verbos mal conjugados. Nosotros también vivimos encadenados a unas galeras —las que nos entrega el impresor—, cuyas interminables columnas son los barrotes de una celda de tinta. Y nuestra existencia tampoco es notada por nadie. Qué cómodo es pensar que la nave se mueve sola, que el párrafo siempre fue perfecto. No los critico: sé que la mayoría de ustedes no sabe distinguir las diferencias entre un texto en bruto y uno revisado; y aún si fueran capaces, probablemente no les importarían demasiado. Por eso son médicos, arquitectos, escritores, y no correctores.

http://www.flickr.com/photos/withassociates/5407927714/

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Como el de los galeotes, nuestro trabajo es solitario, malpagado, exigente (con qué frecuencia el alba me sorprende depurando unas pruebas) y despreciado por todos; particularmente, por los autores. Incluso aquellos que llegan en actitud dizque humilde, dizque amistosa, a encargarnos que revisemos a fondo su texto y no dejemos pasar ningún error, por pequeño que sea… incluso ellos son tan tolerantes a la crítica como cualquiera de esas personas que de entrada le dicen a su interlocutor: “corrígeme si me equivoco, pero…”. Para ellos, nosotros somos el enemigo: piensan que, en vez de dejar más limpio y transparente su texto, le vamos a cambiar el sentido agregando un acento diacrítico, le vamos a restar originalidad al amputar esa coma que dividía el sujeto del verbo; en pocas palabras, que le vamos a dar al traste a su obra maestra. Por eso rechazan nueve de cada diez correcciones. Eso sí: en caso de que, una vez publicado, los reseñistas señalen algún error monumental en el libro, tenga por seguro que el autor nos achacará la culpa a nosotros, con la coartada de que un artista, o un intelectual, no tiene tiempo para minucias de comas y acentos.Tomado de Taringa.net

En cambio, cuando (ya sea por holgazanería o por mera ignorancia) nos dejan hacer nuestro trabajo y el texto se publica limpio de imperfecciones, jamás nos lo agradecen. Por el contrario, asumen, como si estuvieran dirigidas a ellos, las alabanzas al “depurado estilo”, al “perfecto ritmo de la prosa” y al “preciso registro del habla de los personajes”, que los críticos les formulan sin imaginarse (los críticos, y a menudo tampoco los autores) que el texto, en su redacción original, era reiterativo y pedestre, si no es que de plano ilegible. ¡Si supieran cuántos figurones de la literatura (incluyendo a un par de nóbeles cuyos nombres omito) son incapaces de concordar dos tiempos verbales! En las pruebas sin corregir, los autores son como las estrellas de cine cuando llegan al camerino: sin maquillaje, sin iluminación, sin filtros especiales en la cámara. Nosotros los conocemos así: al desnudo, sin retoque. Por eso nos odian. En el fondo, saben que una ética elemental exigiría que compartieran su crédito con nosotros. Los hacemos sentir vulnerables y amenazados; nuestra existencia representa un constante peligro para la enorme farsa que han ido construyendo libro tras libro. Quisieran que desapareciéramos de la faz de la tierra. Eliminarnos, como se elimina una coma de más. Pero, claro, no pueden prescindir de nosotros. Somos un mal necesario. El asesino a sueldo al que se mantiene encerrado en los húmedos y obscuros sótanos de la embarcación.

Puedo ver el bostezo mal disimulado, la sonrisita despectiva con la que ustedes también nos descalifican, pensando que somos los nostálgicos exponentes de un oficio anacrónico, gente entercada en seguir realizando artesanalmente lo que cualquier programa de computadora ejecuta de manera instantánea y automatizada. Pero déjenme decirles una cosa: ustedes no tienen idea de las funestas consecuencias que puede desatar una errata. Se los dice alguien que las ha padecido en carne propia: mis padres decidieron llamarme Perla, pero la empleada del Registro Civil se equivocó de tecla y, en lugar de ele, escribió una segunda erre. Ese dedazo fue suficiente para acarrearme toda clase de burlas durante la infancia. Año tras año, el primer día de clases, la nueva maestra decía mis apellidos seguidos de la palabra denigrante. De inmediato se daba cuenta del error y lo corregía, por supuesto; pero el daño estaba hecho. La enmienda legal (conseguida tras largos trámites y un par de sobornos) borró el equívoco del acta de nacimiento, pero no de la cabeza de todos los que me conocieron entre los cero y los quince años de edad.

Si eso le puede pasar a una persona, imaginemos a la humanidad. No dudo que una pequeña errata, a la hora que Dios le puso nombre a sus criaturas, haya sido la causa de que el Hombre tomara un camino tan torcido. Hoy, por desgracia, ya no podemos corregirnos, pues desconocemos cómo Nos llamó originalmente. O quizá sea el nombre de Dios el que no hemos sabido escribir, ni pronunciar, correctamente, y es por eso que Él nunca escucha nuestras plegarias.

Para evitar ese tipo de desastres estamos nosotros. Pero nadie reconoce el mérito de lo que hacemos; a nadie parece importarle que sacrifiquemos nuestros mejores años, e incluso nuestra salud, en aras de corregir el mundo. No estoy haciéndome la víctima: cualquier corrector sabe que este trabajo deja secuelas para toda la vida. En la vista, por ejemplo: las cosas ya nunca se vuelven a ver igual que antes. Bastan unas pocas semanas ejerciendo el oficio para que uno empiece a identificar las erratas que existen más allá de la página escrita: en los nombres de los negocios, en los letreros de las calles, en las marquesinas de los cines, en las leyendas de las camisetas, en las letras de bronce de los monumentos, en los menús de los restaurantes. Con el tiempo, uno aprende a detectar incluso las más sutiles, como las contenidas en las placas de algunos coches o las que se esconden en los carteles que los oculistas usan para examinar a sus pacientes. Lo que al principio es un reto que incluso parece divertido, llega a volverse abrumador y deprimente, pues nos demuestra a cada paso que vivimos en la equivocación.

Cuando era más joven, intentaba corregir todos esos errores. Dejaba el mantelito del Vips plagado de enmiendas en rojo, intentaba convencer al conductor del camión de que el “General Analla” nunca había existido; incluso empecé a escribirle cartas al Presidente, señalándole los errores que contenían sus discursos y lemas políticos. Pero esa tarea no tiene fin. Por cada errata que se logra eliminar, aparecen diez peores.

Por esa época, un doctor me recomendó que me dedicara más tiempo a mí misma, que adoptara un hobby o alguna actividad que me distrajera de mi labor. Pero, ¿qué iba yo a hacer? Leer novelas habría sido como seguir trabajando (sobre todo las policiacas, que suelen estar traducidas con tanto descuido). El cine tampoco representaba una opción, con sus subtítulos que son una mina de incoherencias ortográficas y gramaticales. Entonces me dió por pasearme por los cementerios. Desde luego, ahí tampoco hallé un remanso: ¡si supieran la cantidad de trabajo que hay por hacer sobre el mármol! Digo: qué podía esperarse de los canteros, gente analfabeta que a duras penas garabatea su propio nombre; lo sorprendente es que las familias no se den cuenta, o se den cuenta pero no estén dispuestas a desembolsar un poco más de dinero para corregir las lápidas de sus difuntos, y, en vez de eso, los dejen cargando con la errata por los siglos de los siglos. Las más frecuentes afectan los nombres (Asusenas, Vertas, Ernanes) y las fechas: gente que nació en 1807 y murió en 1973; mujeres a las que sus esposos, hijos y nietos despiden con afecto, aunque, de acuerdo con las fechas inscritas en la placa, sólo hayan vivido dos años. Pero las hay más graves: un imperdonable descuido hace que una familia le agradezca al occiso “la alergia” que trajo a sus vidas; la falta de una erre provoca que otra se despida “con dolo”. Si no fuera por el temor a que me endilguen una última, póstuma errata, tal vez hace tiempo que le habría puesto punto final a todo.

Dejé de lado las fantasías sobre el esparcimiento y me entregué con más ímpetu que nunca a mi trabajo. En aquel tiempo yo obedecía sin cuestionamiento los preceptos de los Académicos de la Lengua, a quienes consideraba, más que aliados, mis superiores en la cruzada contra el caos de la letra impresa. Me parecían hombres sabios, hombres en los que se podía confiar. Llegué a profesar hacia ellos una temerosa fascinación, como si se tratara de semidioses. Lo confieso: en más de una ocasión tuve sueños poco decorosos con ellos —las burdas asociaciones que el subconsciente hace con las palabras. Debí sospechar quiénes eran realmente cuando, arguyendo una falacia tras otra, le quitaron el acento a fe; y, más aún, cuando cedieron a la demagogia de dar por bueno el verbo cantinflear. Fue un pésimo augurio. Pero yo seguía manteniendo mi fe ciega en ellos.

Hasta que un día, mientras esperaba unas pruebas, por ocio —o, quizá, por una extraña intuición— me puse a revisar el Diccionario. No podía creer lo que leía. Mis ojos habían recorrido miles de veces esas páginas, siempre en busca de luz sobre un uso dudoso; pero nunca me había detenido a revisarlo propiamente, con las herramientas y el protocolo que aplicaba en los otros libros. El resultado fue abrumador: centenares de erratas, a cual más burdas, comenzaron a desprenderse de las entradas. Tan sólo en la be encontré más que en todo el directorio telefónico. Abandoné la revisión en la hache: había perdido la fé —así, con acento— en ese libro y en sus autores. En adelante, yo iba a tener que establecer las reglas. Estaba sola en esto.

Fue entonces cuando realmente empecé a corregir. Sin ataduras, sin la camisa de fuerza de esas normas previsibles y superficiales. Corregí a fondo novelas, poemas y obras de teatro, dedicándoles todo mi amor y mi atención para convertir lo que no eran más que burdos balbuceos en auténticas catedrales del lenguaje. Claro, fue necesario ir mucho más allá de las erratas tipográficas: tuve que inventar personajes, reubicar algunas escenas, reescribir episodios enteros; ningún aspecto fue pasado por alto. Al principio, por temor a ser descubierta, me limité pudorosamente a revisar textos clásicos dirigidos a los estudiantes de secundaria. Luego amplié los alcances de mi misión a la literatura contemporánea, que es la que a más gente intoxica.

Para mi sorpresa, no se generaron demasiados reclamos; no más, en todo caso, de los que estaba acostumbrada a recibir por parte de autores y traductores. Entonces emprendí la tarea de corregir la Biblia.
Es probable que algún teólogo o inquisidor habría terminado por armar un escándalo y sacar todo a la luz, si yo no hubiera tenido que suspender mi labor a raíz de mi internamiento en la clínica. A la cual no fui a dar —lo aclaro, para que no hagan conjeturas erróneas— debido a los peligrosos rumbos que había tomado mi actividad como correctora, sino a un error perfectamente olvidable en mi vida amorosa. Unas horas bastaron para darme cuenta de que, si pasaba más tiempo en ese lugar, las historias clínicas y las recetas redactadas por médicos y enfermeras terminarían por hacerme perder la razón (como a cualquiera con una mínima conciencia sobre el lenguaje). Ésos, el día menos pensado, matan a alguien por escribir alcohol en vez de haldol. Opté por ignorar todas sus fallas y obedecer mansamente sus indicaciones, con tal de no terminar diagnosticada como ezquisofrenica y condenada a pasar el resto de mi vida en ese ospital.
He de reconocer que las semanas que pasé en la clínica me sirvieron para aclarar las ideas. Me dí cuenta de que mi ambicioso proyecto de corregir el Libro de Libros no me iba a conducir a ningún lado. Había que empezar de sero.

He dejado de corregir y empezado a sembrar. Cada vez que puedo, interpolo renglones donde no vienen al caso; invierto dos letras para cambiar el sentido de una palabra; salpico los textos con dobles, triples y hasta cuádruples negaciones. A ver si alguien me lo reclama. Generalmente, no. Y no es sólo que a nadie le importe (corrijo: no sólo es que no le importe a nadie; o mejor aún: no sólo no deja de desinteresarle a ninguno): es que no se dan cuenta. Lo más probable es que únicamente mis colegas (los mejores de ellos) sabrán encontrar esas equivocaciones y percatarse de que comparten un mismo estilo, de que siguen un patrón, de que hay un autor detrás de todas ellas. Pero no abrigo esperanzas. Estoy sola en esto. Soy la única en el mundo que entiende la naturaleza de mi misión.

Sé cuál es el siguiente paso: lo sé desde hace mucho. Si no lo dí antes, no fue por cobardía, sino porque no quería cometer errores. Ahora sé cuál es el camino correcto: ahora sé que las verdaderas erratas, las erratas que hay que eliminar, no están impresas sobre el papel, sino leyendo estas páginas.

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Dramaturgo, guionista y director de cine y de teatro, FLAVIO GONZÁLEZ MELLO (Ciudad de México, 1967) estudió en el cuec de la UNAM y en el CCC del CNA. Algunas de sus obras teatrales son 1822, el año que fuimos imperio; Lascuráin o la brevedad del poder y El padre pródigo. En 2001 publicó el libro de cuentos El teatro de Carpa y otros documentos extraviados. En 1996 ganó el Premio Ariel por su película Domingo siete.

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