Las cosas han cambiado radicalmente en el último cuarto de siglo, y las palabras con que las nombramos, también. Algunas son transformaciones de carácter semántico: hace tan sólo un lustro, las “cabezas de los periódicos” eran los titulares de los diarios; en el México de 2011, el término tiene un sentido más literal: las testas cercenadas cuyas fotografías aparecen en la primera plana del día o las que, a veces, son dejadas frente a las redacciones de la prensa para mandar un narcomensaje. Lo mismo sucede con los precursores, palabra que durante muchos años sirvió para ensalzar a los héroes primigenios, los artistas fundacionales y los científicos visionarios, y que hoy, señalada y perseguida, designa a las sustancias utilizadas para sintetizar drogas. Pertenezco a la última generación que aprendió que “pc” eran las siglas de “Partido Comunista”, y no una plataforma informática, y para la que “celular” era jerga biológica y no telefónica. Pero, claro, en aquel tiempo el Vaticano aún no declaraba abolido el limbo —dejando en el ídem a la recurrida expresión “dejar en el limbo”.
Y qué decir de la geografía política: no sólo han desaparecido una bola de repúblicas-populares-de y repúblicas-socialistas-de, sino que incluso la nomenclatura de los países y lugares que siguen existiendo ha sufrido importantes transformaciones. Mis maestras de la primaria enfatizaban que a los habitantes de la India debíamos llamarlos hindús, para diferenciarlos de los indios mesoamericanos; esfuerzo que con el tiempo se ha demostrado inútil, pues —del mismo modo que Leningrado ha vuelto a ser San Petersburgo— nuestra época considera semántica y políticamente correcto llamar indios a los del turbante y pueblos originarios de América a los del penacho. Algo similar les sucedió a los habitantes de Nuevo León, a quienes era común referirse como neoleoneses hasta que los medios empezaron a echar mano del nada agraciado apelativo de nuevoleonenses. La pérdida, en términos de plasticidad y expresividad del lenguaje, es notable; aunque no tanto como la que sufrieron los naturales de Aguascalientes cuando renunciaron al gentilicio hidrocálido (que debe haber inventado algún poeta estridentista) en pos del horrísono aguascalentense. La unesco debería proteger ciertos gentilicios, igual que hace con los sitios y monumentos valiosos para la humanidad; así, en vez del inocuo burkinés surgido del nacionalismo de un gobernante africano, seguiríamos usando voltense —o, mejor aún, altovoltaico, nombre que, además de evocar un pueblo de filósofos volterianos, es indudablemente más energético.
Cabe preguntarse si la adopción de un nuevo gentilicio refleja un cambio real, profundo, en el comportamiento y la idiosincrasia de los pueblos a los que designa, o si se trata de meros malabarismos de corrección político-gramatical (neologismo que alude a lo que antes designábamos, simple y llanamente, como demagogia). Tal podría ser el propósito de algunas de estas sustituciones aparentemente arbitrarias: quizás algún asesor haya convencido al primer ministro de Jamaica de la conveniencia de abrogar el término jamaiquino (asociado a tipos con rastas en el cabello y que se la pasan permanentemente pachecos) para promover ante el mundo hispanohablante la imagen del nuevo jamaicano, que se parece a Usain Bolt en vez de a Bob Marley: pelón, musculoso, campeón mundial de velocidad y, seguramente, aficionado a drogas mucho más sofisticadas que la mota.
Hay que reconocer que el hecho de no estar asociado de por vida al mismo gentilicio tiene algo de liberador. Cambiar de gentilicio es mucho más sencillo que cambiar de país, y puede resultar casi tan refrescante: si uno nació texcocano, ¿por qué no va a tener el derecho de transformarse, a lo largo de los años, en texcoquino, texcoqueño, texcoquense, texcocaíno y Tex-Cock? Ya entrados en gastos, tal vez podamos proponer algunas modificaciones a los gentilicios menos gentiles, para volverlos más acordes al lenguaje contemporáneo y más cercanos a la realidad demográfica a la que aluden.
Para empezar, sustituyamos chihuahuense por shiwawensi, que refleja la correcta pronunciación del nombre. Bajacaliforniano, que parece una orden, puede dar paso al más amable subcalifornio (aunque, si se pretende extender su uso a la parte meridional de la península, convendría más la palabra sudinfracalifornio, para evitar la cacofonía de sudsubcalifornio). Por razones similares convendría sacar de circulación zacatecano (que evoca el pelambre de un anciano) y sonorense (que suena a forense de sonidos) y emplear en su lugar el más acotado zacatecota y el más sonoro sonorés.
Quien lea jaliscience antes pensará en alguna iglesia seudocientífica para pochos, que en un habitante del estado de Jalisco; y tapatía tiene el inconveniente de que parece el nombre de una enfermedad crónica. ¿Por qué no llamarlo, en buen castellano, jaliscientífico? El terreno de la ciencia ofrece vastas posibilidades: con una insignificante variación podemos dotar al tamaulipeco de un mayor rigor taxonómico, convirtiéndolo en tamaulipecus; mientras que michoacanario rendiría homenaje, simultáneamente, a la ornitología del estado y a los conquistadores provenientes de Tenerife y Lanzarote.
Potosino es gentilicio engañoso, que no hace honor al nombre completo del lugar al que alude y sólo debería ser empleado para adjetivar enchiladas; los habitantes del lugar merecen ser llamados sanluisinopotosinos. Ahora que, si lo que se intenta privilegiar es la brevedad, ¿por qué no reemplazar estos vocablos compuestos por otros derivados de las siglas de la entidad, como ocurre con los defeños (que, por la manera en que protegen sus coches y propiedades, más bien deberían ser llamados defences)? Así, hablaríamos de los eselepinos de slp, los querrerenses de qr y los beceseños de bcs.
Si queremos prevenir que caigan en el olvido, es necesario acercar los gentilicios a los usos y costumbres de las nuevas generaciones. Dejemos de llamar a las mujeres de la Hermana Península con el nombre de yucatecas (palabra que, como discoteca o biblioteca, destila un sabor fuertemente anacrónico) y adoptemos las reglas ortográficas de los sms, que hablarían de u k t k (de una vez podríamos seguirnos de frente y cambiar el nombre del estado por el de You-Can-Tan, que resulta mucho más agresivo para atraer al turismo internacional). El solemne y acartonado hidalguense se conservaría sólo para los adultos mayores, denominando a los más jóvenes (sin importar el género) con el término hidalgüey. Quintanarroense, largo y enroscado como un trabalenguas, podría abreviarse como 5ªnarrés o, si se le quiere dar un aire más cosmopolita, quintanarruso. ¿Cuánta energía eléctrica, papel y tinta se ahorrarían si documentos y comunicaciones fueran expedidos por el gobierno jar8 en vez del veracruzano?
El caso de los habitantes del Estado de México presenta aristas dignas de ser analizadas. Mexiquense es un gentilicio que suena tan artificial como la entidad que le da origen, la cual está disociada de la Ciudad de México por motivos puramente políticos y militares. Sólo la propaganda oficial habla de mexiquenses; nunca he escuchado a ninguno de ellos referirse a sí mismo con ese nombre, ni recuerdo chiste alguno que empiece diciendo: “Había una vez un regiomontano, un yucateco y un mexiquense…”. Los lugareños consideran más natural autodenominarse como “los del Estado de México” o con la sinécdoque toluqueños. Urge, pues, dotarlos de un gentilicio que puedan asumir como propio; el problema estriba en que no se puede utilizar mexicanos sin generar confusión entre los habitantes del estado y los del país (confusión que, por cierto, parece haber afectado ya a algún presidenciable). Esto podría resolverse llamando a los primeros estadomexicanos o, aprovechando la abreviatura de uso corriente, edomexicanos. Pero tal vez deberíamos aplicar el mecanismo en sentido inverso y reformular nuestro gentilicio nacional para que correspondiera al nombre formal del país, convirtiéndonos en estadounidensemexicanos (lo que probablemente sería recibido con entusiasmo por amplios sectores de la clase media, aunque presenta el inconveniente de que puede prestarse a malentendidos con los chicanos), y dejarles el mexicanos a los naturales del Edomex.
Y es que, si queremos un cambio sustancial en el país, deberíamos empezar revisando la manera en que sus habitantes nos hemos designado durante siglos. Cualquier mínimo cambio ortográfico, cualquier pequeña variación pueden provocar consecuencias incalculables en la psicología de los pueblos. Sacudámonos los atavismos y consideremos todas las posibles variaciones de nuestro gentilicio, para escoger la que nos parezca que más se ajusta a nuestra naturaleza o aspiraciones: mexiqués, mexicanés, mexiqueño, mexiquita, mexicuá, mexicánico, mexicasi, mexicanino, mexicantropus, mexicaníbal, mexicannábico, mexicanso, mexica, me-chic, mexica’on, mexiqué!…
Aunque quizá deberíamos hacer como los gringos, que se distinguen del resto del mundo (y de paso le echan por delante su destino manifiesto) llamándose simplemente americanos. Aquí podríamos recuperar el culúa con que los antiguos habitantes del valle de México se identificaban, y endosarle al resto de la humanidad el nombre de chichimecas.
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Dramaturgo, guionista y director de cine y de teatro, FLAVIO GONZÁLEZ MELLO (Ciudad de México, 1967) estudió en el cuec de la unam y en el ccc del cna. Algunas de sus obras teatrales son 1822, el año que fuimos imperio, Lascuráin o la brevedad del poder y El padre pródigo. En 2001 publicó el libro de cuentos El teatro de Carpa y otros documentos extraviados. En 1996 ganó el Premio Ariel por su película Domingo siete.
Un post increible, he disfrutado mucho leyéndolo, esa ironía con los gentilicios me ha parecido muy graciosa. Un saludo