Caminata por la obra de Israel Nazario
Si definir implica trazar un área conceptual concreta, describir equivale a versar sobre lo que dicha área contiene, a deambular sus detalles y recovecos. Mientras que aquel que define cercena un trozo de realidad y lo sostiene entre los dedos, el que describe señala el área y sus partes, amplía los márgenes del objeto elegido y da noticia de los puentes que lo conectan con el mundo. Por paradójico que parezca, describir resulta mucho más preciso en su imprecisión: aun cuando nunca será tan concreto y unívoco como definir, siempre será más orgánico, más próximo a la complejidad real de lo descrito.
Para clavar los burdos dedos del entendimiento en la masa esquiva de la creación, debemos regocijarnos en la descripción de los elementos de la obra. Así debemos hacer con el trabajo de Israel Nazario: el mejor modo de comprender sus paisajes es caminándolos, visitando sus puntos clave.
Levedad
Israel Nazario sabe, como Ítalo Calvino, que una parte fundamental de su obra consiste en “quitar peso” a la estructura, en simplificar o editar su trabajo, pues intuye que igualmente puede explorar las inacabables posibilidades de expresión con sólo un par de elementos que sumergido en la más absoluta complejidad. Por eso —y porque se considera incapaz de más— se limita a tomar un punto, un árbol, y perderlo, con toda la gracia y contundencia que le sea posible, sobre el espacio limitado del lienzo blanco. En este sentido es un especialista: lleva años realizando este ejercicio de apariencia sencilla, explorando las facultades ocultas de la misma frugal combinación de elementos, “construyendo” lienzos con sólo un par de componentes para estudiar, con ello, las posibilidades de extrapolar el erotismo a una imagen no erótica como lo es un árbol.
Árbol
No importa que el árbol sea a la vez falo y matriz, un símbolo doble con cargas sexuales complementarias, opuestas: en las pinturas de Israel Nazario es deliberadamente femenino, quizá (sin que el autor deba saberlo) porque en varias culturas se compara a los árboles frutales con mujeres fecundas y en tribus de todas direcciones se los ve como antepasados míticos nuestros. Los yakutas, por ejemplo, hablan de un árbol majestuoso ubicado en el ombligo del mundo. Se trata de uno cuya cima atraviesa el cielo, por cuyas ramas corre un líquido divino y se encuentra en la Tierra desde tiempos remotos, previos a nuestra especie. Cuando el primer hombre por fin existió, se acercó al árbol severo para descubrir que en su tronco tenía una cavidad donde se admiraba, hasta la cintura, la figura de una mujer desnuda: desde entonces estamos emparentados.
Descendemos de los árboles, sea porque mitologías diversas así lo suponen o porque de ellos bajamos cuando adquirimos verticalidad, cuando nos volvimos humanos.
Decir sin querer decir
Quizás Israel Nazario no busque tocar —por lo menos no de manera consciente— esta gama inmensa de significación, pero lo hace incluso a pesar suyo. Seguramente esto ocurre pues existe cierta univocidad de los símbolos, cierto consenso entre lo que cada objeto de la realidad puede o no representar por el solo hecho de ser lo que es.
Árbol es mujer, cosa cierta alrededor del globo, pero Nazario no deriva de ello una madre cariñosa sino una amante vehemente. Nuestro autor pertenece al clan de los yakutas: él ha sido seducido como éstos, también ha visto una mujer desnuda en la comisura de algún tronco o en el parecido innegable que algunos de éstos tienen con el pubis de la hembra humana. Y no sólo allí: así en las colinas, en los valles, en las fosas. En otras palabras: en las formas.
También la naturaleza habla incluso a su pesar.
Decir sin nombrar
Desde luego que la labor de Israel Nazario no consiste simplemente en emular paisajes broncos que claman por una civilización elegante y estética. Allí están, para probarlo, sus vistas aéreas, que más que paisajes parecen cuadros abstractos, y más que representar fidedignamente la realidad, ambicionan que la esencia de las formas hable por sí sola, provista de un tema que sólo funja como pretexto o pre-lienzo para solucionar los retos de la técnica, de la expresión. Un abstracto intenta espulgar las formas primigenias de la imagen para hacer una metáfora de cierto tema utilizando sólo los componentes mínimos, adecuados.
Así Nazario. En su aparente rendición —pintar paisajes— se oculta un gesto revolucionario: cargar los atributos de algo en otra cosa, mudar el significado de significante, trasladar un valor a cierto objeto, aprovechar las similitudes, develar los universales. ¿Qué sentido tendría, si el arte es representación de la realidad, ver “negro” y decir “negro”? ¿Qué valor poseería la obra literal, aquella que no aporta ningún atributo a la realidad misma? Israel Nazario tiene fe en que, cuando menos en pintura, para llegar al blanco la flecha no debe ir cierta hasta él, sino que debe pasearse por el bosque antes de arremeter contra el objetivo.
Erotismo
Para expresar algo sin decirlo explícitamente, Nazario crea una comparación tácita entre el significado recto de algo y su voz figurada. Si él escribiera en lugar de pintar, diría de los muslos femeninos: Se presentaban como los frentes robustos de una cañada estrepitosa y violenta. Luego se extendería sobre la cañada: De su medio no resultará nunca un río seco que alimentará a la Mar, sino sólo una comisura sutil, un pliegue vano, coronado en su extremo último por una poza rebosante de agua de sabor, como endulzada por miel de abejas.
Y, ya que la admiración por las mujeres no termina nunca, continuaría describiendo las inmediaciones: Más al norte esa extensión, esa llanura que es el desierto de su piel de arena, mitigada sólo por la cueva de su ombligo, refugio del esteta; y más allá de la estepa, las dos montañas altas, nevadas por las puntas, y las colinas varias, a la vez inicio de sus brazos o de su cuello, de la pared de su cuello, que emana como un tronco vasto y delicado y se corona de hojas que ondulan y obedecen a los caprichos del viento. Acaricio su melena como se atraviesa un bosque: a tientas. Visito la noche de sus ojos: para perderme en ella. Exploro el eco de su boca: con la lengua. Regreso a la cañada de sus piernas.
Nazario intenta que la esencia del erotismo permeé los lienzos y tiña, siquiera sutilmente, sus paisajes. Y sólo sutilmente: nuestro autor sabe que el erotismo que grita es pornografía; que el erotismo, para serlo, debe ser apenas un susurro, un vaho como el que emana de un río que se cuela entre surcos de montañas, insinuación de la carne.
Israel Nazario utiliza pliegues (en las cañadas de sus vistas aéreas o en los árboles que fungen como frontera sobre un fondo dominante) para sugerirnos su verdadero tema, pliegues de dimensiones tan variadas como de uniones discretas: Son las lomas que se unen a los desiertos, los montes que se apachurran entre ellos, las sierras que definen su cuerpo. O el pliegue formado por esa línea primitiva, la del cenote, lugar tropical dueño del fuego simbólico que lo abrasa todo, que consume a los hombres y a las mujeres: a los amantes.
La obra de Israel Nazario es una metáfora similar a la de estas líneas: Clama su Árbol de la vida, su zarza ardiente, por el dios ancestro de la mazorca. Sus dedos como raíces abrazan la tierra originaria, su boca como la mía se enlaza en una lucha sin aliento. Las pieles luchan, chocan como dos continentes diferentes pero amigos, crean surcos que serán los de las sábanas o los del paisaje o los de ella o los de su confluencia conmigo: pliegues cuya dimensión no existe porque son tan nimios o tan inmensos, tan contemporáneos o antiguos, tan particulares o del universo: son los dobleces de estos cuerpos que podrían ser un paisaje, uno de tantos, otro cualquiera.
Paradoja
Israel Nazario es una paradoja. Primero, como él afirma, no pinta lienzos: los construye. Segundo, para desarrollar el tema del erotismo no elige una modelo o dos, ni unos amantes, sino un árbol, una cuesta o una cadena montañosa: elementos paisajísticos. Tercero, así Nazario se evidencia como un inconforme que se conforma con unas formas, las del paisaje, que representan lo más clásico y antiguo del mundo, y de ellas hace nacer la guerra o un abstracto, pero no un paisaje. Cuarto, como es un disidente de la convención, se aleja voluntariamente de la norma que dice “para ser artista oaxaqueño tienes que explotar el color” y él, con su paleta, la desmiente: por eso aborrece el color como fin último, la pirotecnia del colorido injustificado y la cerrazón que lo sostiene. Él prefiere hacer un cuadro gris que contenga una carga tonal deslumbrante: otra paradoja. Y una más: hay una contradicción en sus trazos burdos, simuladamente impresionistas, que sorprenden por su precisión visual, por su fidelidad casi fotográfica.
Todos estos engaños, toda esta ficción desplegada en el lienzo (el erotismo sin elementos de erotismo, decir esto para decir en verdad aquello, presentar tal color para mostrar estos otros, el trazo burdo que parece exacto) me hacen dudar: quizás el pintor aparente no sea el pintor real. Quizás Israel Nazario no sea un compositor, un movimiento o una paleta de tonos, o siquiera un pintor; quizá sea, simple y llanamente, una sensibilidad notable. Pues bien: eso basta y sobra.
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