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Veinte años de un mundo en transición
Este País | Olga Pellicer | 06.04.2011 | 0 Comentarios

El mundo se ha transformado en las últimas décadas. Terminó la Guerra Fría, surgieron nuevas potencias económicas, el terrorismo cobró otra dimensión… ¿Dónde queda colocado México ante el desplazamiento de las grandes placas de la tectónica internacional?

Los años que lleva de vida la revista Este País coinciden con un periodo de grandes cambios y enormes incertidumbres en la política internacional. El objetivo de este ensayo es recordar brevemente las manifestaciones más sobresalientes de dichos cambios y avanzar algunas reflexiones sobre los retos que ese mundo en transición presenta a las relaciones exteriores de México.

El decenio de los noventa conoció el fin de la Guerra Fría y los nuevos vientos que soplaron entonces a lo largo del mun­­do. Para unos, se había llegado al fin de la historia, el triunfo indiscutible de un paradigma político y económico del mundo occidental que orientaría los asun­tos internacionales por caminos hacia la paz y el progreso económico. Para otros, era la oportunidad de otorgar a los orga­nismos internacionales el papel para el que habían sido creados; las Naciones Unidas, en particular el Consejo de Segu­ridad, liberado de la parálisis im­puesta por los vetos de la urss y los Esta­dos Uni­­­­­dos, procedería a dar solución a los con­flictos pendientes e impedir que sur­­gieran otros. Para la mayoría de los países del mundo en desarrollo, la ilusión no fue tan grande. El mundo posterior a la Guerra Fría puso fin a un sistema de pesos y contrapesos del que varios de ellos se habían beneficiado. Asimismo, vino acom­pa­­­ñado de propuestas humanitarias pero de carácter intervencionista que ponían en peligro el respeto a la soberanía de los Esta­dos, tema ante el que dichos países habían sido y siguen siendo muy caute­losos.

Muchas cosas cambiaron en los años siguientes. Desde la perspectiva de la política internacional, una de las más llamativas fue la nueva interpretación de la seguridad internacional. Ésta dejó de referirse a conflictos entre Estados para voltear los ojos a lo que ocurre al interior de las fronteras nacionales. Varios conflictos encontraron solución entonces, como los casos de Cambodia, El Salvador, Angola o Namibia. Esos avances no disimularon, sin embargo, el hecho que el fin del conflicto Este-Oeste no ponía fin a la inestabilidad y la violencia. Por el contrario, el desmembramiento de Yugoslavia y las luchas interétnicas en países africanos hicieron del decenio de los noventa una época de enfrentamientos sangrientos y trágicos casos de genocidio.

En parte como respuesta a esa situación, el movimiento a favor de la universa­li­za­ción de los derechos humanos se for­taleció y el papel de las Naciones Unidas en la promoción de los sistemas democráticos tomó nuevas dimensiones. Fue un momento de salto adelante para los derechos civiles y políticos a nivel internacional. Pero no ocurrió lo mismo con el avance hacia mayores niveles de bienestar, o hacia la disminución de la brecha que separa a los países pobres de los ricos. A pesar de la generalización de propuestas económicas que condujeron a la liberalización de las economías, la expansión del comercio internacional, el aliento a la empresa privada y las fuerzas del mercado, el mundo no dio un paso cualitativamente más amplio para reducir la pobreza. Cierto que ésta se redujo, pero no por las recetas neoliberales sino por el despegue sorprendente de la economía china y los llamados Tigres Asiáticos; este último fenómeno siguió creciendo e impactaría, poco después, el panorama general de la política internacional.

La primera época después de la Guerra Fría contempló el poder indiscutible de los Estados Unidos. Nadie podía competir con su capacidad militar, con su innovación tecnológica, con la fuerza incontenible de su “poder suave” que hizo de sus manifestaciones culturales el producto más anhelado y ávidamente consumido a través del mundo. Por todo ello fue tan inesperada la situación creada por los ataques del terrorismo internacional a la ciudad de Nueva York el 11 de septiembre del 2001. Esos ataques pusieron de manifiesto que el territorio de la gran potencia era vulnerable, que el poderío militar no era suficiente para contener al terrorismo internacional, que los enemigos de los Estados Unidos estaban en diversas partes, apoyados callada o abiertamente por muchos que rechazaban los valores pregonados por el mundo occidental. El fantasma del islamismo radical ha estado presente desde entonces en toda consideración sobre la seguridad internacional.

La invasión de Irak en marzo de 2003 fue una respuesta orquestada por el presidente Bush a supuestas acciones del terrorismo internacional, y ha sido vista como un punto de transición en la historia de la gran potencia triunfadora de la Guerra Fría. Se decidió sin el apoyo del Consejo de Seguridad de la onu y en clara oposición al sentir que expresaba la opinión pública internacional. Fue una acción de alto costo para el prestigio de los Estados Unidos, su legitimidad y su consiguiente capacidad para ostentarse como portavoz de la democracia y los derechos humanos. La intervención militar tuvo consecuencias insospechadas al romper la convivencia entre grupos religiosos y étnicos antagónicos al interior de Irak, propiciar la llegada de grupos terroristas y desencadenar una época de desestabilización y violencia incontrolables. La presencia de tropas extranjeras profundizaba tales enfrentamientos al mismo tiempo que se veían atrapadas por la imposibilidad de dejar el país en medio del caos. Siete años después, cuando el presidente Obama puso fin oficialmente a la guerra de Irak y comenzaron a salir las tropas estadounidenses de ese país, el mundo se movía dentro de nuevas coordenadas.

Para entonces, había tenido lugar una serie de crisis en la economía internacional que ha contribuido a producir un vuelco en las relaciones de poder internacionales; el año de 2008 fue particularmente significativo para registrar dichos cambios. El primer gran problema ocurrido entonces fue la crisis alimentaria que pocos habían previsto que se manifestara con tanta virulencia. Tres fueron los puntos que mayormente atrajeron la atención: el alza en los precios de los productos básicos que afectó, principalmente, el consumo de las capas más pobres de la población mundial, su vinculación con el cambio climático y la influencia que tuvo en esa crisis la producción de energéticos a partir del maíz. Se hicieron así presentes dos grandes problemas que se ciernen sobre la humanidad en este siglo: los efectos del cambio climático y el dilema de disminuir el uso de combustibles fósiles sin afectar otros sectores de la economía, como es la producción de alimentos.

Ahora bien, la crisis anterior pasó a segundo término cuando a finales de ese año estalló la crisis financiera cuya profundidad todavía no se conoce plenamente y cuyos efectos fueron devastadores en términos de la caída de las tasas de crecimiento, recesión, desempleo y falta de crédito, entre otros problemas. Pocas veces una crisis financiera —que a diferencia de las anteriores no se originó en un país en desarrollo sino en el centro mismo del poder capitalista internacional— había producido tal sentimiento de incertidumbre sobre los efectos a largo plazo. El tema del empleo se presenta, por lo pronto, como aquel donde las repercusiones son de mayor gravedad.

Esas crisis estuvieron acompañadas de un movimiento inevitable de las relaciones de poder que orientarán dentro de nuevas coordenadas el mundo del futuro. Estados Unidos ha perdido la imagen de potencia invencible que caracterizó los comienzos del siglo. Sería un error pensar que en el futuro previsible ese país dejará de ser la referencia obligada del poder y la modernidad, sin embargo, hay nuevas circunstancias en el orden interno y externo que también sería un error ignorar. No se pueden perder de vista las vulnerabilidades presentes en ese país, como la dimensión de su déficit público acelerado por el costo de sus actividades militares; los problemas del desempleo, y las dificultades para lograr el triunfo en la guerra emprendida en Afganistán.

En las nuevas circunstancias, es obligado ver con mayor atención el papel que desempeñan nuevos actores internacionales como las llamadas potencias emergentes, entre las que sobresale sin lugar a dudas el caso de China. El desempeño económico de ese y otros países asiáticos, cuyos niveles de crecimiento se mantuvieron en medio de la tormenta producida por la crisis financiera de Estados Unidos, ha movido los ejes del poder económico internacional de occidente hacia Asia. Ahora es en esa parte del mundo donde se encuentra el centro de mayor influencia para el comportamiento de las finanzas y el comercio internacionales. En opinión de muchos, el siglo xxi será, pues, el siglo de Asia.

En otro orden de cosas, la crisis económica puso en tela de juicio la eficacia y pertinencia de las instituciones y normas internacionales de regulación de los intercambios económicos y financieros internacionales. Se ha abierto así un proceso de discusión para la revisión y reforma de dicha regulación. Un punto a destacar es que las conversaciones y negociaciones sobre una posible reforma de la gobernanza financiera revelan nítidamente los cambios en la estructura del poder internacional por la importancia de la participación de los nuevos polos de crecimiento, como China y otras potencias emergentes.

El caso de Brasil, percibido crecientemente como una de dichas potencias emergentes, es interesante por ser una referencia para reflexionar sobre los nuevos liderazgos en América Latina. Brasil ha sabido aprovechar el nuevo potencial de los mercados asiáticos al aumentar sus exportaciones de materias primas a China, que se convirtió en su segundo socio comercial. Por otra parte se ha posicionado bien en el mundo de la energía al avanzar en la exploración y explotación de recursos petroleros en aguas profundas e incursionar exitosamente en energías renovables como el etanol. A ello se añade su conocido activismo en los foros multilaterales en los que participa —en diversas operaciones de Mantenimiento de la Paz, por ejemplo—, así como su empeño en propiciar la cooperación económica con los países del sur.

En ese panorama de rápidas transformaciones, la segunda década del siglo xxi se inicia enfrentando grandes e inesperados desafíos a la seguridad internacional provenientes del norte de África y Medio Oriente. Una serie de revueltas sociales y políticas en varios países árabes en contra de regímenes autoritarios que por décadas dieron estabilidad a la región está sacudiendo al mundo. La trayectoria de la oleada de cambio político que ha estallado en dicha región, en la que se concentran las mayores reservas de petróleo a nivel mundial, es incierta e impredecible. Preocupa, sobre todo, que la caída de regímenes autoritarios, deseable por muchos motivos, genere vacíos de poder e inestabilidad crónica en una zona con grupos fuertemente armados y con presencia de terrorismo internacional.

El mundo se encuentra, así, en una encrucijada donde las señales sobre el camino a seguir son confusas, sin la información suficiente para conocer el destino al que conducen. Para México, la situación actual presenta muchos retos a los que sólo aludiremos de manera muy general. El primero es hacer frente a la crisis económica de cuya recuperación aún quedan dudas y cuyos efectos en el país son más graves que en otros de América Latina por la fuerte vinculación económica con los Estados Unidos. En este mundo en transición hay un punto que en México no se puede perder de vista: la situación geopolítica y la historia de nuestros intercambios con el exterior nos unen inevitablemente, al menos a corto y mediano plazo, a los vaivenes de la economía estadounidense. El reto central es, por lo tanto, manejar esa relación de manera que pueda ser más benéfica.

Ello significa multiplicar esfuerzos para participar conjuntamente en acciones para la recuperación económica, como son el incremento de las exportaciones de ambos países, la creación de empleo y el mejoramiento de la competitividad, entre otras metas. Ese objetivo no está presente, sin embargo, en los propósitos de los líderes políticos del país, que conciben la relación, sobre todo, en términos de reclamos y confrontación. Tampoco está presente en las preocupaciones de los líderes estadounidenses, que tienen sus prioridades por otros lados. Cambiar esa dinámica es la parte más difícil y más indispensable de los retos a vencer.

El segundo reto es incrementar las relaciones económicas y políticas con el polo de crecimiento más importante de nuestros días, que es Asia. México se ha quedado rezagado en los intercambios con esa región. Cierto que el comercio ha crecido, pero el déficit en contra es muy alto y la captación de inversiones extranjeras o turismo muy baja, sobre todo cuando se compara con lo que está sucediendo con otros países de América Latina.

El tercer reto es no perder el momento para definir cuál es el lugar que México desea ocupar en la recomposición de las relaciones de poder internacionales que está ocurriendo. Más allá del 2015, y aún antes, el mundo verá nuevas alianzas y entendimientos entre las potencias emergentes y entre éstas y los poderes hegemónicos. Difícil para México imaginar su papel sin tener un claro entendimiento de los límites y alcances de su relación con los Estados Unidos. ¿Qué esperamos de esa relación? ¿Cómo alcanzar mayor diversificación manteniendo su inevitable prioridad? ¿Con quién establecer nuevas alianzas e intentar nuevos derroteros?
Finalmente, un país que aspire a un mayor reconocimiento en la política internacional debe mantener mejor relación con su entorno inmediato. La presencia de México en Centroamérica debe contemplar un programa de cooperación mucho más amplio que el existente hasta ahora. Una cooperación selectiva, dirigida hacia las regiones que nos son prioritarias —y Centroamérica se encuentra sin duda entre ellas—, es un reto a enfrentar en estos momentos.

Los próximos 20 años de las relaciones exteriores de México son difíciles de imaginar por la velocidad del cambio y la incertidumbre respecto a su destino. Sin embargo, justamente por ello, es el momento de fijar metas de largo plazo, ver hacia adelante mientras navegamos en las aguas turbulentas del presente.

OLGA PELLICER es licenciada en Relaciones Internacionales por la unam y maestra en la misma materia por el Instituto de Altos Estudios Internacionales de París. Ha sido embajadora de México en Austria, embajadora alterna ante la onu en Nueva York, Directora del Instituto Matías Romero de la sre y Presidenta de la Comisión de la Mujer de la onu. Actualmente es profesora-investigadora en el itam.

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