Largo sueño de las cifras
Te asustaban cosas que a nadie más habrían asustado: el rumor del agua, la asimetría de ciertas frutas, alguna formación nubosa. Lo demás apenas te conmovía, como si cada uno y casi todo perteneciésemos a un universo alternativo, inaccesible para ti. Solo una vez percibí en tu rostro algo similar a la felicidad: una tarde, poco después de que te regresaran al Instituto de Neurología, volví a observarte a través de un vidrio falso, y por un segundo creí reconocer en tus facciones una emoción distinta de la melancolía y el miedo.
Te vi entonces como te había visto la primera vez, cuando te hallaron en las ruinas de la Sector Flehm-Ath y te trajeron acá. Ahora parecías un poco más limpio y mucho más triste. Volvías a sentarte en el suelo, literalmente encajado en una esquina de la habitación, indiferente al parco mobiliario que habían repuesto para ti con la esperanza de que reconocieses las bondades de una cama o la providencia muscular de una silla. Me hiciste pensar en el remedo humano y revolcado de un prisma piramidal. Era como si necesitaras que cada milímetro de tu cuerpo estuviese apoyado en algo o por algo. Y como si el vacío te causara vértigo. Tus guardianes me explicaron que durante el día mantenías los ojos cerrados, y que solo los abrías de noche, cuando te era posible no ver nada y escucharlo todo en la tiniebla suave de tu cuarto, esa especie de cajón aséptico donde te refundieron al hallarte y al que fuiste devuelto más tarde, cuando se hizo evidente que jamás sabrías o querrías adaptarte a las maneras del mundo, nuestro mundo.
Me dio rabia verte nuevamente ahí y así. Una rabia que entonces no supe contra quién encauzar. Después de todo me lo habían advertido. Desde el primer encuentro me dijeron que no abrigase esperanzas, pues no estabas ya en edad de llegar un día a reconciliarte con lo humano. Habías sobrepasado la etapa del aprendizaje, dijeron. Aclararon que no tenías ningún retraso. Era más bien que habías avanzado en una dirección poco ordinaria, por caminos nunca antes transitados. Me explicaron que en tu cerebro se habrían activado conexiones inauditas, circuitos distintos de los habituales. Eran otros los cimientos del edificio de tu pensamiento y tu lenguaje. Los sonidos, las formas y los signos se habían ordenado en tu mente para favorecer que te relacionases solo con aquello que creías semejante a ti, y con tu propio cuerpo, esa rara estructura de carne y sangre que sin embargo pensabas o deseabas igual al de las máquinas que te habían criado justo en esa etapa de la vida en la que el resto articulamos nuestras primeras palabras, la prodigiosa babel de la necesidad, la gratitud y el reconocimiento.
Me dijeron eso, o algo parecido. Emplearon términos oscuros, tecnicismos. Me mostraron encefalogramas para mí tan intrincados como debieron ser para ti las cosas que te decíamos. Me enseñaron gráficas y diagramas con la misma actitud con la que antes te habrían mirado a ti: ávidos, quizá morbosos. Es tu hermano, me anunciaron de improviso, y estudiaron mi reacción como si yo también fuese un enigma, una especie de caja negra. Y tal vez lo era, de algún modo lo era. Su jerga científica me tenía confundida, me acorralaba como a ti. De sus sentencias y diagnósticos apenas pude entresacar que tenías ya una idea clara aunque errónea de ti mismo. Creías saber bien lo que eras o lo que debías ser. Contabas además con una memoria prodigiosa, y por tanto con una conciencia, si bien era difícil determinar si poseías también una noción clara del tiempo. Tus guardianes pensaban que tu memoria solo podía ser numérica, abstracta, pero yo me resistí a aceptarlo. Pensé que debías conservar algún recuerdo humano, una imagen que, por remota que fuese, te constituía tan claramente como tus números y tus pitidos. Tenía que haber en tu memoria al menos un registro visual que de alguna forma te uniese a mí más allá de nuestra sangre y nuestros genes en común. Debía ser posible rescatar de los meandros de tu mente la cicatriz pensada de nuestros padres al despedirse de ti en el Sector Flehm-Ath, creyéndote ya muerto, escapando de la base infestada, conmigo en brazos, quién sabe si también enferma.
Quería que recordases todo aquello como yo lo recordaba todavía a mi pesar. Necesitaba que lo revivieses con la misma intensidad con que las imágenes de ese día anegaban mis insomnios: mi nariz asomada entre las mantas de neopreno y entre los brazos de nuestro padre, los ojos asustados de nuestra madre y mis propios ojos mirándote así, inerte, abandonado en el suelo cerca de las máquinas, y mi cabeza infantil despidiéndose de ti para siempre, descartando desde entonces la posibilidad de que muchos años más tarde me llamaran para decirme que te habían encontrado entre las ruinas del sector, cuando nadie creía que las máquinas seguirían activas, menos aún que entre ellas hallarían a un muchacho vivo, no en el sentido en que entendemos la vida de los hombres y las bestias, ni siquiera las plantas. Más que vivo, les habrías parecido activado, no sé, conectado de algún modo con esa fuente de energía milagrosa que se había mantenido y autoabastecido contra todo pronóstico luego de que la base fuera abandonada. Emitías sonidos tan mecánicos y estabas tan quieto, que solo te hallaron cuando removieron cables y máquinas empolvadas, intrigados no por ti sino por la supervivencia de todo aquel sistema artificial que sin embargo había creado su propio sustento y había sido capaz de sustentarte también a ti. Era como si por puro instinto el cerebro electrónico de la base se hubiese canibalizado para luego producir sus propias recargas, su abasto vital, lo que hiciera falta para mantener activas todas sus extensiones, incluso a ti, a quien el propio sistema habría reconocido inesperadamente como uno de los suyos, como parte de sí mismo.
Tus guardianes nunca acabaron de reconocerte, no entendieron ni creyeron que en ese falso cementerio de circuitos pudiera haberse aletargado un niño para renacer con dignidad a una forma distinta de nutrición y de querencia. Un modo de vida que ellos consideraban menor, inacabado, pero que a mí me pareció siempre envidiable y superior al nuestro. Definitivamente, no eras un autómata. Eras sin duda orgánico y padecías a tu modo el dolor, el hambre, la duda. Conocías además cada célula de tu cuerpo y eras capaz de equilibrarlo con sabiduría, repartiendo sin derroche y con justicia la energía requerida por cada una de tus células, siguiendo un patrón dictado por alguna deidad perfecta y automática. Me parecías tan sano, tan completo, que al mirarte solo podía sentir vergüenza de mí misma o, como tus guardianes, una especie de envidia disfrazada de interés o compasión. Me agradaba mirarte, y me inquietaba dejar de verte, alejarme de ti. Al volver a casa te recordaba y te comparaba conmigo, con mi vida, y siempre salía perdiendo. Me atragantaba el milagro de que vivieses por encima del tiempo y de la muerte, que fueses capaz de desconectarte de las cosas cuando era pertinente o necesario. Pero, ante todo, me admiraba que lo equívoco te fuese ajeno, y que vivieses por lo tanto en un mundo descastado de la ambigüedad, la traición y el doblez. En tu mundo la rosa sería para ti solo y siempre una rosa. Por eso tus guardianes te auguraban lo peor. Por eso anticiparon, como si fuese una tragedia, que no serías jamás uno de nosotros.
Pero lo intentaste. Por desgracia y por un tiempo, lo intentaste. Y fuiste como nosotros. Nos aprendiste como si hiciera falta o como si valiese la pena. Ignoro si lo hiciste por deseo o por soledad. De cualquier modo permitiste que te reprogramásemos en la simulación de lo humano. Supongo que para ello tuviste que desandar lo andado. Remontaste, acaso con dolor, el camino por el que una vez la suerte o la desgracia te habían arrojado lejos de nosotros, hacia un lugar mental más ordenado, más puro. Relegaste a un archivo muerto tu estar desnudo, tu ser feliz a tu modo, tu existir en un planeta propio, con monstruos como cifras y con amantes como intermitencias, con ambiciones y decepciones como complejos dilemas matemáticos que para ti habrían sido tan deseables o tan temibles como para nosotros un viaje a un país remoto o un beso prohibido. Olvidaste o suspendiste tus ecuaciones, tus pitidos en espectros tonales infinitos. Silenciaste ese idioma binario de sonidos puros con que pastoreabas a las ovejas eléctricas de tus sueños. Te vaciaste, en suma, de un universo entero y hasta entonces solo tuyo para que en ti cupiesen las imágenes, los rudimentos de esta lengua torpe con la que nos comunicábamos los elementales seres que te habíamos arrancado de la dicha y que ahora fingíamos amarte.
Te visité un par de veces en esa época en que fingías ser humano, y no pude reconocerte ni reconocerme más en ti. Me mentiste con tus consonantes estrictas y tu hablar atropellado: dijiste con frases hechas que se sentía bien ser un hombre, y que encima te agradaba el trabajo de oficina con que te ganabas la vida. El horario te dejaba tiempo para encerrarte en casa y evitarte el dilema de tratar con la gente. Salías poco, leías por disciplina, con esfuerzo y sin deleite los libros que te habían recetado tus guardianes. No era mucho lo que se esperaba de ti a esas alturas: asistías dos veces por semana al Instituto de Neurología y una vez al mes al Centro de Matemática Aplicada, donde te hacían las mismas preguntas de siempre y te estudiaban con decreciente interés. Podías pasar tardes enteras en el departamento miserable donde te acomodaron, también ahí arrinconado, convencido de haber satisfecho a tus guardianes, calculando a sus espaldas intransitables ecuaciones que te permitiesen despejar las incógnitas de la ciudad, o las cosas más sencillas de la existencia, o los gestos de tu hermana —mis gestos—, o la mirada de nuestros padres, que te contemplaban desde la fotografía que hice colocar en tu cocina. A veces simplemente te sentabas en el suelo y pegabas el oído al muro que daba a la calle para calibrar la música que interpretaban para ti los automóviles, los celulares, las turbinas, los altavoces que carraspeaban sus anuncios desde los rascacielos, los tiroteos reales o virtuales. Todo te alcanzaba a través del muro y se confundía en tus oídos con tu recuerdo del ya lejano palpitar de la máquina que hasta hacía tan poco había sido tu diosa, tu nodriza, tu ánima. De ese miasma de sonidos de antes y de ahora intentabas derivar una melodía a modo, un himno en el que se ordenase algo que al fin te pareciese cercano o comprensible en un mundo que nunca dejó de ser del todo extraño para ti.
Supongo que no lo conseguiste. Debió faltarte tiempo para catalogar o comprender nuestras cosas. O quizá fue solo que te diste por vencido. Te apagaste, se agotó tu carga de energía, descubriste tus propios límites y no supiste cómo lidiar con ellos. Poco después de tu muerte me mostraron grabaciones de tus últimos días en el mundo de la gente ordinaria. En una de ellas ha entrado en tu departamento una mariposa negra. Estás, como de costumbre, sentado en el suelo, impasible. De pronto reparas en el insecto, que ha revoloteado cerca de ti sin miedo, como se acercaría a una lámpara o a una estufa en busca de calor. Lo miras encantado, pero tu fascinación no es la de un niño: la mariposa no te enternece ni te espanta, más bien te desconcierta, te reta. Observas sus evoluciones en el aire, alzas la mano como si intentaras controlarla. Pero ese objeto no te obedece, revolotea en forma irregular, reticente a toda geometría, inesperada y distinta ante el estímulo de tu mano, siempre el mismo y exacto. Finalmente algo sucede en tu interior, algo atávico se enciende o se dispara en tu cabeza: extiendes la mano, capturas al insecto, lo olfateas como lo haría un simio o un perro. El insecto se desespera entre tus manos mientras la escudriñas. Entonces reconozco en tu rostro un destello de angustia. Cierras la mano, aniquilas a la mariposa y la arrojas lejos de ti. Luego vuelves a tu puesto en el suelo, pero ya no eres tú. O mejor dicho, has vuelto a ser tú mismo: te has desconectado del horror y el desconcierto. Es evidente que ya no harás nada más por descifrarnos ni por ser uno de nosotros.
Así te hallaron tus guardianes cuando te devolvieron al Instituto de Neurología. Y así te encontré yo aquella última tarde, cuando sentí esa rabia que no supe dirigir. Por entonces yo aún no había visto la escena de la mariposa, pero entendí que algo se había roto en tu interior, y que pensabas dejarte ir. Poco a poco mi rabia fue desplazada por algo más, quizá la pesadumbre de quien se había resignado, como tú, al sinsentido. Mientras te hundías en tu mar de números y abstracciones me pregunté con qué fórmulas o con qué sonidos habrías alguna vez expresado que tenías hambre o que extrañabas a nuestra madre. Me arrepentí de no haberte contado antes que a veces era yo quien soñaba que me amabas, y que era yo a quien añorabas cuando crecías con tus máquinas en el Sector Flehm-Ath. Me vi navegando en tu placidez mecánica, lejos de todo, acurrucada en tu regazo, convertida en un pequeño y feliz autómata. Pensaba en estos sueños mientras te miraba, y de improviso sentí que sonreías. Creí que sonreías por mí, como si hubieses percibido mis pensamientos a través del cristal. Luego supe que era otra cosa: alguien había activado el aire acondicionado. Aunque el sonido era muy tenue, noté cómo te extasiabas con un suave recogimiento. Entonces envidié la paz con la que navegabas, como si la máquina de aire, compasiva y cómplice, te hubiese dado la clave para desactivarte y volver por fin a casa. ~
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Tristemente la comedia*
Uno piensa, vacila, se refleja cualquier noche en la luna de su camerino o en la vidriera de un bar, y acaba por reconocer que las certezas que lo sustentaban se han desmoronado. Uno baja ya la guardia ante aquello que hasta hace nada creía solo un discreto malestar de la edad, un mero presagio, y asume que su existencia no le pertenece más, o peor, que nunca le perteneció del todo. Cuando se queda solo en el antiguo teatro de sus glorias y repasa los signos que ha ido cosechando en estos meses, reconoce la dolorosa progresión de la verdad, la evidencia al fin notoria de que su vida en el teatro ha sido robada, rehecha y finalmente impostada por alguien más diestro o sencillamente más vivo que él. ¿Por qué no lo vio venir? ¿Cómo no se preparó para encajar con dignidad su debacle según se acumulaban en su cuerpo y en su rutina los datos, los destellos que anunciaban la catástrofe? Le molesta reconocer la fragilidad del espejismo en el que ha vivido. Le saca de quicio ese aluvión de cristales rotos, ese cañonazo de claridad que solo para él ha sido estridente, pero que apenas habrá sido un crujido entre su público: esa hueste ingrata que ha aplaudido cada vez con menos entusiasmo y que ha menguado en cada función hasta que han sido menos los rostros ávidos que las butacas vacías. De repente los espectadores y hasta sus colegas comenzaron a parecerle también difusos, algo así como bocetos en una larga comedia donde ahora él mismo tendría que resignarse a desempeñar solo papeles marginales, parlamentos que en cualquier caso se le anudan ya en el diafragma o en esa garganta que va cediendo al carraspeo y la afonía. Antes, cuando podía ser Ricardo iii o el tío Vania, llegó a pensar que sus palabras y sus voces de ficción le pertenecían. En cambio hoy siente que su propia voz se le escapa. De improviso se le han ido las frases para ordenar la cena o para inquirir por un libro o un disco, y la memoria comienza a llenársele de huecos. Es como si su propio espíritu se hubiese largado para siempre con el alma de sus personajes más entrañables a cuestas, como si se desvaneciesen todos al caer sucesivo de máscaras empolvadas y maquillajes que de tan usados se han ido deslavando hasta exponer el vacío, el pasmo de un ser vaporizado aunque reacio todavía a disolverse para ceder paso al usurpador, a ese joven en quien no puede dejar de reconocer la imagen mejorada de sí mismo robándole a su público.
Que alguien iba a desalojarlo debió quedarle claro desde que vinieron a contarle que en los teatros del circuito nuevo un actor sobrevenido había encarnado a un Shylock perfecto y a un Próspero sin desperdicio, tan clásicos y tan frescos, tan esenciales como si el mismo Shakespeare hubiera estado ahí, tras bambalinas, o de incógnito entre el público que celebraba las funciones con un fervor que se elevaba por encima del tiempo y de la moda. Debió quedarle también claro que debía hacer mutis cuando la crítica se olvido de él, o cuando su propio director le llamó después de una función francamente calamitosa para aconsejarle que te tomes un descanso, despéjate, considera darte una temporada en que hagas un papel más sosegado, digamos, el fantasma del Rey Hamlet. Eso, se dijo él aquella vez: un fantasma, cualquier fantasma. Después de todo, piensa ahora, es cierto que su técnica comienza a perder vigor, como su cuerpo flexibilidad. Y su ánimo, no menos, especialmente desde la noche en que él mismo decidió ir a ver al nuevo actor. Entonces sí que perdió los hilos y el suelo: se dejó arrastrar a la estratosfera como quien monta un aerostato del que han sido desprendidas las últimas pesas. Eso, el fantasma, cualquier fantasma, repitió elevándose a su perdición mientras miraba la actuación del impostor y se debatía por no admirar su peso escénico, su estilo efectivamente tan depurado que parecía invisible, la espontánea presencia del personaje encarnado en ese instante, un Coriolano o un Yago que encerraban a su vez a todos los personajes que habrían sido representados hasta entonces y a los que serían representados luego, hasta el fin de las eras. El impostor es en verdad desconcertante, macabro casi. Su talento basta y sobra para rebosar los teatros, y para que los críticos lo adoren, y para que productores, primeras actrices y directores se muestren dispuestos a dar una libra de su carne con tal de trabajar con él. Su propio director, ahora lo sabe, puja ya para montar un Hamlet con el usurpador, y sueña tal vez con favorecer un encuentro entre el nuevo príncipe y el padre espectral, el casi muerto, el viejo rey fantasma de los escenarios.
No sabe el director que de algún modo aquel encuentro ha ocurrido ya. Ignora el muy traidor que él ha asistido varias veces al teatro nuevo, ridículo, disfrazado en vano como el hombre común en el que se ha convertido, engañándose todavía con la idea de que solo así, interpretando su propia medianía, su antiguo público no le reconocerá cuando ingrese en el teatro, o cuando se sienta obligado a aplaudir también, quién sabe si para no llamar la atención o porque él también ha quedado honestamente perplejo, conmovido hasta las lágrimas por lo que acaba de ver, acaso más estremecido que nadie en el teatro, pues en la interpretación del joven genio ha reconocido a todos los hombres que él ha sido en su vida, solo que ahora más sólidos, como si en el escenario el flamante actor estuviese escenificando solo para él sus perdidos años de gloria, cuando todavía se podía ser alguien, cuando él aún se sentía alguien.
Pero es solo al recordar sus últimas visitas al teatro nuevo cuando puede calibrar la exacta dimensión de su derrota, recontar el daño de su acabamiento y de la parte que este ha tenido en el éxito del impostor. Es eso lo que ahora le corroe el ánimo y hace que sus acciones parezcan tópicas. A medio aire entre su resentimiento y la admiración del público, atenazado entre su resignación y su resistencia, no puede dejar de recordar que en las últimas semanas la obra del usurpador ha tratado de un actor envejecido en su postrera interpretación del malhadado Lear. Él lo ha visto, y se ha reconocido en él. Lo ha anticipado en el espectro en el que él mismo se ha convertido ya. ¿Así camina Lear?, ha recitado por lo bajo mientras miraba la obra. ¿Así habla Lear? ¿Quién aquí puede decirme quién soy yo? Y luego él mismo, en la voz del bufón, se ha respondido: Eres la sombra de Lear. Eso, un fantasma, otra vez cualquier fantasma. El hombre quebrado, el personaje disfrazado de sí mismo que de pronto nota que nadie lo ha reconocido al entrar en el teatro, el barrunto humano cuyo sollozo nadie escucha cuando el joven actor va dando vida en la escena a un actor viejo que se mira cualquier día en la luna de su camerino, ese viejo borroneado que ahora encarna la decadencia misma. Nadie en el teatro lo mira ya porque están todos pendientes de la obra, cautivados por la figura de un joven envejecido que en el escenario invoca la tragedia del ya no ser, que replica a un viejo reviejo en el público que apenas aplaude porque sabe que ni siquiera su silencio llamará la atención, un fantasma que se irá quedando solo entre el relente de las flores arrojadas y el eco cada vez más lánguido de los bravos y los encores. El hombre, en fin, que se quedará ahí hasta las tantas, sin llamar la atención de los afanadores que entrarán luego para rebuscar entre las butacas un paraguas, con buena suerte una cartera que les alegre la noche. No lo verán, no lo invitarán a dejar el teatro. Pasarán de él como es su deber hacerlo: sin verle, sin percibir la voz interna que recita todavía al bufón del triste Lear, y que se imagina entrando en el camerino del usurpador, mirándolo mirarse en un espejo en el cual él mismo ya no puede reflejarse, pues ya no existe. El joven que verá su hermoso y apacible rostro reflejado en el espejo, el genio que ni siquiera sentirá cosquillas cuando unas manos de ficción le rodeen el cuello. Si acaso, le sacudirá un leve estremecimiento, un atisbo apenas perceptible de lo que también a él le espera entre las bambalinas del tiempo. ~
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IGNACIO PADILLA (Ciudad de México, 1968) es licenciado en Comunicación por la UI, maestro en literatura inglesa de la Universidad de Edimburgo y doctor en literatura española en Salamanca. Su obra narrativa ha cosechado una docena de premios nacionales e internacionales y ha sido traducida a más de quince idiomas. Entre sus libros sobresalen las colecciones de relatos Subterráneos (1990) y Las antípodas y el siglo (2001); las novelas Amphitryon (Premio Primavera de Novela 2000) y Espiral de artillería (2003). Su última obra, El daño no es de ayer, recibió el Premio Hispanoamericano de Novela La Otra Orilla 2011. Ha sido becario de la John Simon Guggenheim Foundation y es miembro del Sistema Nacional de Creadores.