La primera vez que compré un cuadro tenía cinco años, y me costó cinco pesos. No me causó ninguna gracia tener que pagar por él. La artista era mi tía, y yo asumí que ella me lo regalaría simplemente porque el retrato de la mujer con cabello de marea y orejas de concha de mar me gustaba. Estaba yo muy equivocada. Dice mi tía que armé un tango cuando me dijo que me lo vendía. Que le diera cinco mil pesos por él. No me pareció chistoso. Le dije que era una aprovechada, que no tenía piedad. Al parecer, usé palabras muy fuertes. Pero mi tía no cedió, y a regañadientes abrí mi bolsita y le pagué.
Yo creo que era suficientemente nueva en el mundo para que el elemento “miles” de pesos me sorprendiera. Aquellos cinco mil pesos equivalen, en este mundo post-salinato, a cinco pesos. Pero en ese entonces el presidente seguía siendo Miguel de la Madrid, y la primera obra de mi colección me costó lo que unos años después, en la primaria, pagaría por papitas con frutsi en el recreo. Esa primera compra me enseñó que no existe obra que no tenga precio, y que hay dos maneras de ser coleccionista.
O se es rico y millonario, o se ahorra y uno paga lo que se puede. Uno debe vivir con lo que tiene, más aún, uno debe coleccionar con lo que puede. Y aunque a veces el precio de una obra de arte se pueda negociar, a lo largo de la vida he aprendido que no se necesita ser millonario para ser coleccionista. Algunas de las claves es comprar arte a desconocidos, a amigos desconocidos en el mundo del arte, y comprar piezas minúsculas e insignificantes, a grandes nombres que nos apasionen. Incluso, se puede vivir con un salario bastante restringido y aún así armarse de una colección que lo haga a uno sonreí. Porque ésa es la clave, comprar sólo lo que a uno le encante. El único coleccionista legítimo es el que compra para sí mismo. La pareja estadounidense Herb y Dorothy Vogel se han convertido en el ejemplo a seguir.
Ella era bibliotecaria, él era trabajador del sistema de correos. Ella trabajaba en la Biblioteca Pública de Brooklyn, él clasificaba cartas por las noches. Con el salario de ella, vivían y pagaban la renta. Con el de él, compraban arte. Con este sistema, y una combinación de arrebato y frugalidad, la pareja creó, a lo largo de cincuenta años de matrimonio, una de las colecciones más importantes de arte minimal y conceptual, enfocada especialmente a la escena neoyorkina.
En 1992, tras años de recibir ofertas que habían negado, la pareja decidió donar su colección a la National Gallery of Art bajo la condición de que se quedara junta. Uno de sus argumentos para donar, en lugar de vender, fue que la colección debía regresar al pueblo estadounidense, pues al haber sido ellos trabajadores del estado, la habían pagado con el dinero de los impuestos de todos, pues al fin ya al cabo de ahí venían sus salarios. Para cuando tomaron la decisión, su colección valía millones de dólares y se encontraba parcialmente embalada y almacenada en su minúsculo departamento de una recámara en Nueva York. La colección había invadido sus vidas y espacio vital a tal punto que era inverosímil que todo ese arte se concentrara en tan pequeño lugar. Entre cientos de cajas y arte apilado, sólo había un flaco pasillo por donde transitar entre cuarto y cuarto. Cada pared estaba cubierta de arte, gran parte de ella cubierta para su propia protección. Incluso había obras dentro del baño.
Quien hubiera entrado sin saber de qué se trataba, hubiera creído que los Vogel eran acumuladores patológicos. Nadie hubiera sospechado que dentro de ese departamento con renta congelada se albergaran millones de dólares. Si se hubiera incendiado o inundado, hubiera sido una pérdida monumental para el mundo del arte. En total, la colección incluye casi 5000 obras. Incluye piezas de Sol LeWitt, Roy Lichtenstein, Bill Jensen, Richard Tuttle, Chuch Close, Cindy Sherman, entre otros casi 200 artistas. Al recibir la donación, la National Gallery of Art quedó rebasada logísticamente por tal cantidad de obras, y comenzó un proyecto para distribuir 50 obras a cada uno de los 50 estados de EUA.
Herb Vogel, quien murió el pasado 22 de julio, en una ocasión declaró a la Associated Press: “podríamos fácilmente habernos convertido en millonarios. Pudimos haber vendido las cosas e irnos a vivir a Niza y todavía nos hubiera sobrado. Pero ese aspecto no nos interesaba.” La colección de los Vogel fue una empresa de amor y de una pasión conjunta, por el mundo del arte. En el 2008 la cineasta japonesa Megumi Sasaki se dedicó a retratar su espíritu de coleccionistas en el documental “Herb & Dorothy”. La lección que revela de la vida de los Vogel habla sobre las prioridades que establecemos en nuestra vida. Hay quienes deciden comprar coches, una casa, invertir en vacaciones o zapatos bonitos. Existen otros que son víctimas de impulsos de acumulación un tanto más creativos. La colección de los Vogel no sólo es fundamental por su valor estético, sino porque resulta también el retrato de una época. Todas las obras, en un momento dado, fueron arte vivo neoyorkino, y se obtuvieron en exposiciones a las que fueron los Vogel, o en estudios de artistas que visitaron y de quienes se hicieron amigos.
No recuerdo quién decía que el valor de una colección de libros no se sustenta sólo en la colección, sino en la selección de libros. Lo mismo sucede con los Vogel. Como coleccionistas imprimieron su propio espíritu a su colección, a través de sus elecciones. El mérito no es meramente el hecho de haber reunido una colección de esas dimensiones con tan pocos recursos. Como con toda gran colección, la selección de piezas se convirtió en una obra en sí misma. La lección es también para el mundo del arte que hoy en día se encumbra como una burbuja de élite. Atención, dice el espíritu Vogel, las joyas más preciadas pueden concentrarse en los papeles más frágiles, en los objetos más discretos, puede esconderse incluso en un departamento minúsculo, donde su compañía serán un tanque lleno de tortugas y un gato.
Parte de la colección de los Vogel puede verse en: http://vogel5050.org/