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En la raíz de la tierra y de la música
Cultura | Paola Velasco | 01.02.2012 | 0 Comentarios

Nuestra autora comparte con nuestros lectores la emocionada crónica de la noche del 10 de diciembre pasado, en la que la Fonoteca Nacional celebró su tercer aniversario con el concierto “Santa Negritud, la raíz olvidada”. La luna llena iluminó el patio de la Casa Alvarado —última morada de Octavio Paz— donde desfilaron por el escenario diversos artistas que recordaron a los asistentes la importancia de la tercera raíz en nuestra cultura.

Dum, du-du-dum
Dum, du-du-dum
Ah, siñol Andrea
Ah, siñol Tomé
¿Temos guitarra?
¿Sabemos tocaya?
Guitarra tenemo
Tocaya sabemo […]

Y teniendo la guitarra, “madera para cantar, madera para bailar”; y teniendo buenos músicos, cantores y compositores, solo restaba abrirse al gozo: disponer el ánimo y el cuerpo para escuchar una música de raíces antiguas, dejarse llevar y “echarse a mecapal el son”. Todo era propicio para disfrutar del concierto “Santa Negritud, la raíz olvidada”. El escenario: la Casa de Alvarado, donde nunca vivió el conquistador pero que larga historia tiene en la vida cultural de México y donde se aloja hoy la Fonoteca Nacional.

Ahí, en su jardín de magnolias y glicinias, a través de las ramas invernales de los altos árboles que formaban una bóveda sobre la concurrencia, se podía ver la circunferencia de una luna en plenilunio, presagio de pieles bien tensadas sobre aros de tambor. El motivo: la celebración del tercer aniversario de la Fonoteca Nacional, centro que consolida cada año su función de salvaguarda y promoción del patrimonio sonoro de México. Desde el inicio de sus actividades bajo la dirección de Lidia Camacho, a cuyo esfuerzo e iniciativa debemos su primer impulso, y siguiendo con la continuidad y el dinamismo que le ha dado su actual director, Álvaro Hegewisch, la Fonoteca está llamada a convertirse en una institución entrañable, arraigada en la sociedad y sostenida en la nobleza de su propósito: conservar y difundir los sonidos que componen nuestra memoria auditiva y los que innovarán las frecuencias del futuro.

Así, el 10 de diciembre del todavía cercano 2011 disfrutamos en esta casa de Coyoacán —en buena definición decimonónica— de una velada encantadora. Como en el tiempo cuando Zelia Nuttall, propietaria de la Casa de Alvarado a principios del siglo XX, ofrecía té a sus visitantes, nuestros anfitriones de la Fonoteca nos recibieron con ponche y café que algunos bebieron con la intención de paliar el frío, y otros para acompañar su gélida pero vivificante presencia. Bien provistos, acomodados todos en sus asientos, se dejaron oír los primeros trinos del arpa, de la jarana y la leona veracruzanas en la interpretación de Arcadia y el grupo Colibrí. ¡Y las voces! ¡Ah, qué voces! (Aunque esta admirada declaración bien puede extenderse a todos los que subieron al escenario esa noche.) Sonoras, potentes, armoniosas, acopladas y que junto con los instrumentos daban forma a las melodías cadenciosas y alegres del son jarocho, uno de los géneros donde el sustrato de la negritud se oye con fuerza.

La luna que se alzaba esa noche en el cielo había pasado, al amanecer, por su segundo y último eclipse total del año. La música se sucedía, las voces de Susana Harp y del trío vocal Arándaluz evocaban los sonidos de la Costa Chica de Guerrero y de Oaxaca con las características guitarras y requintos de las chilenas, ritmo que vino a quedarse en nuestra música gracias a los grupos de aventureros chilenos y peruanos que, en el siglo xix y movidos por la fiebre del oro, encallaron en las costas mexicanas. “Soy el negro de la costa de Guerrero y de Oaxaca” canta un verso que tiene todo el lirismo de Álvaro Carrillo.

Se extendía en el aire el sonido de la guitarra y la voz del compositor David Haro —jarocho de cepa— que, junto con Armando Chacha, hace de la canción poesía y hunde su música en las raíces populares para recrear ritmos que crujen en ariles de bongó, en tambores que son la voz de Mocambo, Yanga y Mandinga, y que se unían en signos para llamar a la tierra.

Hay sabores, olores, sonidos elementales, primarios. El que probamos al morder una raíz de yuca, el que se desprende de la tierra mojada, el que produce una percusión. Aquella noche de “Santa Negritud” esa cualidad originaria de las cosas estuvo presente mediante la música. Tenemos la inmensa fortuna de contar con un vasto acervo de música popular que procuran cantantes, músicos y compositores; profesionales de gran nivel cuyo talento no es reconocido como se merece solo porque, en su mayoría, no se inscriben en el circuito comercial, pero que con sus repertorios preservan y difunden la herencia de la canción popular. Aún más: profesionales que, al reinterpretar y crear nuevas composiciones, mantienen la vigencia de una música que forma parte de nuestros veneros más íntimos y que está casi siempre en posición marginal.

Iraida Noriega, con su excelente interpretación tungututera, y Banco del Ruido, con los originales arreglos de su música que invita a mover el cuerpo, dieron ejemplo de cuán vigente es la tercera raíz y de su sonoridad contemporánea. La cultura afromexicana posee características muy propias; música, costumbres y una forma de ver el mundo se funden en reinterpretaciones modernas que incorporan una musicalidad única para generar nuevas propuestas. En ellas nada se contrapone y, muy por el contrario, amalgaman instrumentos y efectos electrónicos a los sonidos fundamentales de la negritud, que encuentran en estas variaciones nuevos territorios de expresión. Los organizadores del concierto y todos los que participaron en él realizan con ello una labor de rescate de la tradición tanto como de renovación de ritmos, formas y contenidos que mucho vale la pena difundir.

Iniciativas artísticas como esta, encaminadas a acercar a un público cada vez mayor a los sonidos primigenios, merece todo el reconocimiento. Reelaboración y homenaje de la música de las comunidades de origen africano, cada canción recuerda la imperdonable falta que cometemos al hacer de nuestra tercera raíz, la raíz olvidada. Y aquí vuelvo a los anuncios que desde lo alto hacía la luna, al signo del aire frío que impulsa a los cuerpos a moverse, al tambor vibrando sobre el suelo, porque esa noche la música hizo un llamado a la tierra. El cimiento de la negritud percutió para recordarnos su presencia enraizada en cada sonido, y la tierra —que es sabia— respondió a la voz de quienes hacían “versos en flor con la pasión del que sueña” para mostrarnos que, en efecto, “la tierra es el son sonoro del sotavento”.

Los temblores en la Ciudad de México producen siempre incertidumbre. Hace casi treinta años sufrimos las trágicas consecuencias de uno y, desde entonces, los movimientos del subsuelo nos inquietan. El que se sintió la noche del diez de diciembre, durante el concierto de “Santa Negritud, la raíz olvidada”, no fue la excepción. Pero esta vez algo de comunión hubo con la naturaleza amenazante: percibir con los pies directamente sobre la tierra no solo el movimiento sino su vibración bajo las plantas, mirar cómo, inexplicablemente, las copas de los árboles se mantenían inmóviles, protectoras, y escuchar —en medio de un acontecimiento que obliga repentinamente a recordar la vulnerabilidad humana— una voz que no se calla, que no pierde el ritmo ni la entonación, a los músicos que mantienen la precisión con que hacen sonar sus instrumentos y que incluso parecen tocar en consonancia con el estremecimiento de la tierra, disolvió la ansiedad y predispuso a la maravilla.

Insisto: no fue azar sino ese llamado a las raíces sonando en “Santa Negritud” lo que nos permitió presenciar tan inusual comunión entre naturaleza y cultura. Entre los elementos y la creación humana, que dialoga con el universo mediante el arte y la música. Aunque “¡sosiego a la Gea!” debió ser el pensamiento generalizado, su movimiento hizo más firme la resonancia de la herencia negra. La tierra parecía decirnos “no olvides, negro, que traes a mecapal el son”.

De ello queda el recuerdo entre los asistentes. La canción, como el teatro o la danza, pertenecen a las artes que solo acontecen mientras son interpretadas. Por fortuna, el ingenio humano ha creado soportes gracias a los cuales es posible tener registro de las artes efímeras. A “Santa Negritud, la raíz olvidada” lo acompaña la edición de un disco doble que recopila grabaciones de campo de música afromexicana, realizadas por Thomas Stanford, y una antología de música popular contemporánea de compositores e intérpretes que fusionan, mezclan y recrean los ritmos negros. Malena Durán, Banco del Ruido, Lila Downs, Salvador “El Negro” Ojeda —intérprete inigualable fallecido hace poco más de un año—, Eugenia León, la marimba de Javier Nandayapa, Susana Harp, Iraida Noriega, David Haro, Arándaluz Trío Vocal, Mono Blanco, Betsy Pecanins, Olivia Gorra, Alejandra Robles, Arcadia y el grupo Colibrí, Lorena y los Alebrijes, Armando Chacha, Pasatono y Son la Fábula, dan voz a este florilegio que muestra la cultura de los pueblos afromexicanos, patrimonio y disfrute de todos nosotros. Raíz vigente en su música, imposible de olvidar.

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Escucha los sones, chilenas, jarabes y huapangos afromexicanos aquí: Fonoteca Nacional

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PAOLA VELASCO (Xalapa, Veracruz, 1977) es licenciada en Lengua y Literatura Hispánicas por la Facultad de Letras Españolas de la Universidad Veracruzana y Maestra en Literatura Latinoamericana por la UNAM. Autora de Las huellas del gato (FETA, 2006) y de Veredas para un centauro (UAM, en prensa). Sus ensayos han sido publicados en las revistas Tierra Adentro y Revista de la Universidad de México, entre otras.

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