El hombre del Renacimiento no le tenía miedo a desarrollarse en todas las disciplinas que le pusieran enfrente, artísticas o no. Casos como el de Leonardo o Miguel Ángel —que se desempeñaban lo mismo como pintores, escultores y arquitectos que como poetas, chefs, ingenieros aeronáuticos, médicos forenses y un sinfín de oficios más— no se deben solamente al genio sino, en alguna medida, también al espíritu de una época en la que abarcarlo todo era aún concebible. En cambio, nuestra sociedad (y, sobre todo, nuestro sistema académico) hace rato que viene apostando por la especialización. El Da Vinci de hoy seguramente se habría doctorado en la Universidad de Milán con una tesis iconográfica sobre Madonnas y rocas en la pintura renacentista (su tratado de pintura habría sido rechazado por sus sinodales por carecer de suficientes citas que sustentaran sus afirmaciones); tal vez cocinaría pasta para sus amigos los domingos, y párale de contar. El trajín contemporáneo solo alcanza para que el artista tenga un hobby: generalmente, creerse experto en futbol.
Hay, sin embargo, casos excepcionales en que el artista ha desarrollado, de modo más serio, un segundo oficio. Es bien conocido el caso de Camus, quien probablemente habría sido un exitoso portero en el futbol profesional si una tuberculosis no se lo hubiera impedido (lo cual nos obliga a preguntarnos si Iker Casillas no habría sido un nuevo Valle-Inclán de haber renunciado al balón en favor de la pluma). Si Juan Rulfo no hubiera publicado Pedro Páramo y El Llano en llamas, quizá de todos modos aparecería mencionado en las historias de la fotografía mexicana; y cuando alguien nos dijera: “¿Sabes que Rulfo también escribía? Escribió dos libritos que nunca se atrevió a publicar; y dicen que, con mucho, era el más talentoso de su generación en el Centro Mexicano de Escritores”, chasquearíamos la lengua con incredulidad, pensando que un fotógrafo de paisajes rurales como Rulfo nunca habría podido escribir las ambiciosas novelas urbanas de nuestro Dos Passos nacional: Nacho López.
Aunque difícilmente un artista puede desarrollarse con igual fortuna crítica en dos disciplinas diferentes, hay casos en que el éxito obtenido en una echa los reflectores sobre la otra. Como muchos, me enteré de que Woody Allen era músico en aquella época en que la ceremonia de los premios Oscar aún se llevaba a cabo en lunes. Cada vez que el director era nominado por alguna de sus películas, le hacía el feo a la Academia, y prefería acudir a su cita en el bar neoyorkino donde todas las semanas tocaba con una banda de jazz. Años después hice un viaje a Nueva York, y durante el vuelo me topé en la cartelera del New Yorker con el nombre del bar en cuestión: Michael’s Pub. Señalé la página sin convicción, cierto que los boletos para esa semana seguramente se habrían vendido con meses de anticipación.
Para el lunes siguiente había olvidado por completo el asunto; pero unos compatriotas que vivían en Manhattan lo sacaron a colación y terminaron convenciéndome de que, con suerte, quizá podría conseguir lugares para esa noche; lo cual no garantizaba nada, pues la presencia de Allen nunca se confirmaba sino hasta el momento del concierto. Mis conocidos habían ido en dos ocasiones, en una de las cuales habían logrado escucharlo. El director de Crímenes y pecados realmente era uno de mis ídolos (lo es, todavía; pero en ese entonces aún no filmaba bodrios como Vicky Cristina Barcelona ni A Roma con amor) así que llamé al lugar y pregunté si él tocaría esa noche; del otro lado de la línea, una amable voz me respondió que no podía afirmarlo pero que “era posible”. Pesimista, pregunté si aún era posible reservar una mesa; para mi sorpresa, la respuesta fue afirmativa. La entrada costaba cuarenta dólares, que, a como estaban los precios de los boletos en Broadway, Off-Broadway y Off-Off-Broadway, no me pareció excesivo, pues además incluía una cena.
Una hora y media antes de que empezara el show, me presenté en el bar, que aún estaba vacío. Sobre cada mesa había una foto “autografiada” del cineasta inflando su clarinete (autógrafo reproducido en serie junto con la foto, por supuesto), como tácita advertencia de que no debíamos importunarlo con peticiones de ese tipo. En lo que iniciaba el concierto, consumí la cena incluida en el paquete (consistente en un solitario y gigantesco raviol que flotaba en un plato lleno de salsa de tomate); las cervezas no estaban incluidas y costaban el doble que en cualquier otro bar de la zona. El lugar era pequeño y estaba prácticamente tomado por un tour de españoles, cuyos integrantes comentaban ruidosamente todas y cada una de las películas de Allen, y se preguntaban, una y otra vez, si tendrían la suerte de verlo tocar, joder qué coraje si no.
La discreta aparición de los músicos me hizo olvidar el mal humor provocado por el raquítico banquete y la escandalosa plática del tour Vicky-Cristina. Busqué con la mirada y casi de inmediato lo reconocí: ahí estaba, uno más entre los integrantes de la banda, preparando su instrumento como lo habría hecho cualquier otro músico de bar. Reprimí el reflejo condicionado de fan que me impelía a abordar al ídolo. Sin anuncio de por medio, la pequeña orquesta comenzó a tocar una pieza de dixieland e, inevitablemente, en mi mente surgieron las inconfundibles letras blancas sobre fondo negro de los créditos de las películas de Allen.
Los espectadores escuchábamos a los músicos como si fueran los máximos virtuosos del género. La verdad es que no eran malos; con excepción del cantante, que desafinaba y tenía un timbre de voz insoportable. Cuando la pieza terminó, la ovación fue larga y nutrida. Un gordo pelón que era —o parecía— el líder de la banda agradeció y anunció la siguiente. Y así, una tras otra se sucedían las composiciones, algunas más famosas que otras, todas con la misma cadencia, la misma estructura, las mismas rutinas de conjunto-solos-conjunto. Cada que Woody Allen terminaba un solo de clarinete, la concurrencia lo premiaba con una ovación particularmente entusiasta; pero, a diferencia del resto de los músicos que, en su turno, agradecían con una inclinación de cabeza, él los ignoraba como si estuviera en un ensayo a puerta cerrada. Su actitud me pareció un tanto sospechosa, y mientras la música seguía yo divagaba preguntándome si la actitud de Allen sería auténtica distracción, insuperable timidez o un recurso escénico perfectamente calculado.
Pasada la novedad, los aplausos fueron disminuyendo, solo tras solo y pieza tras pieza. La gente dejó de prestarle atención a los músicos, sobre cuya monótona letanía instrumental surgió el barullo de las pláticas: finalmente parecía un bar con variedad como cualquier otro. Cuando el concierto finalizó (con todo y el interminable encore), los músicos empezaron a guardar sus instrumentos con la misma familiaridad con la que se instalaron en el escenario. Pero, para entonces, el público ya había perdido cualquier pudor. Las que tomaron la iniciativa fueron dos cuarentonas del tour español que se acercaron al cineasta para pedirle un segundo autógrafo en las fotos de cortesía. En un abrir y cerrar de ojos el resto del bar se unió al abordaje. Por mi parte, me debatía entre la decisión de no participar en la ingesta ritual del ídolo y una especie de remordimiento social por desaprovechar el portal de acceso al Olimpo del cine que se había abierto frente a mis ojos y no tardaría en cerrarse de nuevo.
Mientras tanto, el gerente del lugar, con protocolos de guarura presidencial, ya había rescatado al ídolo de las garras de sus admiradores y le estaba abriendo paso hacia la puerta de camerinos mientras repetía que, sorry, “Mr. Allen no concederá más autógrafos esta noche”. “Voy al baño”, mentí a mi acompañante, y me acerqué tan rápido como pude a la bola; me abrí paso a codazos y llegué frente a Woody Allen justo en el momento en que su sabueso, cuya protocolaria frialdad se había transformado en franca agresión hacia todos nosotros, estaba por sacarlo de ahí. Pude ver en el gesto de Allen el terror de quien le tiene fobia a las multitudes y ha sido obligado a ir al Zócalo un 15 de septiembre. La sospecha me asaltó de nuevo: ¿esa angustia sería auténtica o parte del show? Auténtica, me respondí, recordando escenas de Zelig y otras de sus películas. Pero entonces, ¿por qué seguía presentándose ahí cada lunes? ¿No se daba cuenta de que el famoso cineasta nunca le permitiría gozar del anonimato de cualquier clarinetista de bar?
Tras la salida del músico-director, el lugar regresó a la calma, rota tan solo por los españoles, quienes exclamaban cosas como “¡Qué modesto es!” y “¿Viste? ¡Es idéntico que en sus películas!”. Todos pedimos la cuenta, que, al menos en mi caso, terminó de ponerme de malas. Dejé el lugar con la misma insatisfacción que había experimentado en los conciertos de los Rolling Stones, de quienes nunca me sentí tan lejano como el día en que los escuché en vivo. ~
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Dramaturgo, guionista y director de cine y de teatro, FLAVIO GONZÁLEZ MELLO (Ciudad de México, 1967) estudió en el CUEC de la UNAM y en el CCC del CNA. Algunas de sus obras teatrales son 1822, el año que fuimos imperio; Lascuráin o la brevedad del poder y El padre pródigo. En 2011 obtuvo el Premio de Dramaturgia “Juan Ruiz de Alarcón”. Publicó el libro de cuentos El teatro de Carpa y otros documentos extraviados. En 1996 ganó el Premio Ariel por su película Domingo siete.