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Estrellas en la noche1
Blog | Palimpsestos | Antonio Santiago | 25.06.2013 | 0 Comentarios

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Pocas descripciones me han emocionado tanto en mis 39 años de vida corriendo hacia la nada como la del encuentro entre Códac, el fotógrafo de la farándula cubana, con la Estrella Rodríguez, la Freddy de Cuba, la mujer que cantaba para mitigar las penas, que no era ni nada ni nadie y que por su canto devino estrella, llamada llamarada a iluminar la noche eterna. Y así, Tres tristes tigres es una novela de contradictorios porque sus enteramente vivos personajes resultan conscientes de la muerte de los dioses —incluidos los del trópico— noticia que causaría al lector el debido efecto lovecraftiano ante la nada si su lenguaje no fuera el abrazo orgánico que es:

…Y sin música, quiero decir sin orquesta, sin acompañante, comenzó a cantar (la estrella) una canción desconocida, nueva, que salía de su pecho, de sus dos enormes tetas, de su barriga de barril, de aquel cuerpo monstruoso, y apenas me dejó acordarme del cuento de la ballena que cantó en la ópera, porque ponía algo más que el falso, azucarado, sentimental, fingido sentimiento en la canción, nada de bobería amelcochada, del sentimiento comercialmente fabricado del feeling, sino verdadero sentimiento y su voz salía suave, pastosa, líquida, con aceite ahora, una voz coloidal que fluía de todo su cuerpo como el plasma de su voz y de pronto me estremecí. Hacía tiempo que algo no me conmovía así y comencé a sonreírme en alta voz, porque acababa de reconocer la canción, a reírme, a soltar carcajadas porque era Noche de ronda y pensé, Agustín no has inventado nada, no has compuesto nada, esta mujer te está inventando tu canción ahora: ven mañana y recógela y cópiala y ponla a tu nombre de nuevo: Noche de ronda está naciendo esta noche.

Al igual que Estrella, Cuba Venegas resulta sabedora de que, cómo dice la canción, sólo se vive una vez. Y si no lo hubiera comprendido, si no lo hubiese creído firmemente en cada uno de sus tuétanos (así, en plural, porque nunca abrigamos el mismo tuétano dos veces), no habría escapado de su pueblo ni se habría dejado descubrir por Eribó ni probado suerte en los nite-clubs ni se habría vuelto famosa en toda América Latina con su voz y tremendísima figura en escenarios. ¿Yonderstán?

Y si toda referencia ha muerto, si los mitos que brindaban sentido y pertenencia son infértiles no natos, ¿qué puede hacer el hombre para darse alguno? Tal parecería que se trata del azar y de que no hay maneras correctas de decir ni de escribir ni de vivir. Cae la pluma rítmica suspensa en lo siniestro —por vacuo— pero siempre sepultada en lo mortal.

Para evitar morir nos escribimos pero en lo definitivo, nos escribimos para morir. Así al menos lo pensaba Arsenio Cué:

No hay carrera, en realidad, Silvestre. No hay más que inercia. Muchas inercias o una sola inercia repetida. Inercia y propaganda y, en algunos casos, tanto por ciento. Ésa es la vida. La muerte no es un destino, pero hace de nuestras vidas destinos. Es decir, que sí es, en las diez de última, un destino. ¿No es así?

Y puesto que cada pensamiento es una inercia venida a más y nuestro significado es fruto de la casualidad, alucinación que difumina la agonía, entonces sólo nos resta el juego. Pero ¿qué diablos es el juego?

Cabrera Infante encara en su novela Tres tristes tigres el paradisíaco y finalmente mortal juego hacia la nada y es el primero en tirar los dados: historia rítmica que baila al son de la música cubana y del trópico del ser. Somos modernos porque habiendo encarado el derrumbamiento del significado aun deseamos seguir viviendo para inventarlo a cada paso jugando de ida y vuelta y al final nada más en un sentido.

Quizá consista en el ritmo, como lo insinuara Eribó golpeando su tamból, y si el ritmo
idea esa Y .placer el en juega se entonces, uno tenemos todos y sexo el como es
recuerda un poco al Popol Vuh, pues antes que a nosotros, los dioses
valle este en encontrándose ya, que madera de hombres con ensayaron creadores
de lágrimas ciegos y torpes como eran, fallaron en la adoración de sus progenitores, y
tiraron se que creo bien más yo) fuego al lanzados fueron castigo en
por su propia voluntad).2

A quien haya encontrado el juego en este párrafo podrá parecerle claro que la culpa había sido de los dioses mismos, ¿cómo se les pudo ocurrir que la madera tendría ritmo si carecía de sexo? Y era lógico por tanto que a nosotros nos hicieran de maíz, es decir, de carne y por la carne, sexuados, rítmicos y bailadores. El placer, la zanahoria de la vida en el juego de la nada hacia la nada.

Por eso, si las bustrofonadas de Bustrófedon, Silvestre y Cué, nos pudieran llegar a parecer los diálogos de Los tres chiflados, ¿no ha rayado siempre la locura con el genio? Y entonces nos topamos con la cuestión del significado de la literatura pues, si no existe sentido ninguno resulta imposible seguir a los antiguos en su prejuicio del arte como una representación de lo real, ¿de cuál? ¿de tu real o del mío?

Y las letras no son ya un fresco del mundo sino una interpretación para hacerlo menos caótico, ruidoso o tremebundo. Una esperanza, un planteamiento, un deseo, o una aseveración. Y entonces tiene sentido el decir de Arsenio de que la única literatura posible es la azarosa, sin programa que valga:

O mejor una lista de palabras que no tuvieran orden alguno, donde tu amigo Zenón no sólo se diera la mano con Avicena, que es fácil porque los extremos, etcétera, sino que ambos anduvieran cerca de potaje o revólver o luna. Se repartiría al lector, junto con el libro, un juego de letras para el título y un par de dados. Con estos tres elementos cada quién podría hacer su libro. No habría más que tirar los dados … quizás tuviéramos entonces verdaderos poemas y el poeta volvería a ser un hacedor o de nuevo un trovador.

Pero ya sabemos hacia dónde nos llevó una vez esta lógica sin logos. ¿Podemos ser lo que queramos? ¿No hay razón alguna que relacione al caos y nos permita ser nosotros mismos y a la vez, otra cosa distinta?

Quizá nuestro único objetivo auténtico sea tratar de acompañar en el entero firmamento, con nuestro propio titilar, aquél de Julio César o Cleopatra, el de Cabrera Infante o el de la Estrella Rodríguez, o bien enloquecidos como Bustrofedón ir a caer fugaces frente a Cuba en nuestra isleñitud lingüística y corpórea.

Alea jacta est, lo que quiere decir que —y hace mucho ya— fue tirado el dado.

Screen Shot 2013-06-26 at 10.52.37 AM

1. Este texto fue originalmente escrito para la Revista Nervadura, proyecto literario de los alumnos de la Escuela Mexicana de Escritores.

2. Este párrafo no pertenece a Tres Tristes Tigres

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