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La evaluación de la seguridad pública en México: del arte a la ciencia
Este País | Jaime López- Aranda Trewartha | 01.11.2013 | 0 Comentarios

Los responsables de la seguridad pública en México no acostumbran medir los efectos de las políticas que implementan, ni diseñar y realizar programas con base en datos confiables. En un campo donde de por sí es complicado medir resultados, ha predominado la subjetividad, los esfuerzos dispersos y ejecutados de oído, sin partitura alguna.

Suele decirse que tal o cual asunto es un tema de arte antes que de ciencia cuando no hay un consenso mínimo sobre lo que debe hacerse o, peor aún, cuando no hay forma de medir con precisión lo que en realidad se está haciendo. Cuando uno dice que algo es más arte que ciencia se pide, implícitamente, la confianza en que, conforme se vaya avanzando, las personas o las instituciones a cargo harán los ajustes que mejor estimen, con base en su experiencia cuando no en la inspiración simple y llana —de ahí que se le llame arte, en lugar de, digamos, juegos de azar (aunque es posible que el azar juegue un papel más importante del que se le reconoce en el resultado final). Cada decisión que se tome, cada proyecto que se implemente, tiene una cualidad única, artesanal, que depende en mucho de las peculiaridades de quien está a cargo, y no puede replicarse de manera independiente (cuando menos al principio). Decir que se trata de un arte y no de una ciencia es, pues, una forma de decir que no hay fórmula o manual para hacer tal o cual cosa ni, para el caso, una buena teoría de aplicación general. Es una forma también de decir que es preferible que se reserve uno sus comentarios sobre lo que se está haciendo hasta que se pueda apreciar el resultado final, aunque este pueda ser desastroso o pueda llegar cuando es demasiado tarde.

©iStockphoto.com/Vectorig

Abordar los asuntos como un arte antes que como una ciencia encaja mal con la cultura de la transparencia, la rendición de cuentas y la evaluación. En el nivel más básico, esta cultura exige que las decisiones tomadas se puedan conocer, evaluar y, en su caso, que haya consecuencias para quienes las tomaron. Esto es, requiere que las autoridades y quienes las fiscalizan y evalúan tengan la capacidad para determinar qué está ocurriendo y qué se puede hacer al respecto, y verificar que lo que se está haciendo se haga de manera correcta. Y exige, además, que se observen y evalúen todas las etapas del proceso. Esperar al resultado final, después de todo, implica renunciar a la rendición de cuentas, excepto en su versión más limitada.

La seguridad pública tiende a abordarse como un asunto de arte antes que de ciencia. Esto se debe en parte a que, por su propia naturaleza, mucha de la información que podría ser útil para la evaluación podría también poner en riesgo a personas e instituciones —o, para el caso, apoyar a los delincuentes que se pretende combatir. Pero también se debe a que no hay muchos estándares aplicables ni en el diseño ni en la evaluación de estrategias, programas y acciones en materia de seguridad pública, lo que hace más complejo medir e interpretar de manera precisa lo que está ocurriendo. Es por ello que el tema representa quizás uno de los mayores retos en la evaluación de políticas públicas pero, también por ello, el esfuerzo que se viene realizando en México resulta aún más relevante.

Tratar un asunto como arte antes que como ciencia no es en sí indeseable o, mejor dicho, es posible que en realidad no haya alternativa. Puede ser, por ejemplo, que se esté ejecutando un proyecto o implementando una idea que nunca se había intentado antes y para la que no hay comparativos adecuados. Puede ser también que la información con la que se cuenta sea ambigua o simplemente poco fiable, pero lo más común es que simplemente no haya una buena fórmula para decidir qué hacer, incluso cuando se cuenta con una gran cantidad de información y muchos antecedentes que resultan más o menos similares. Una y otra vez, personas con experiencia y educación comparables, que utilizan en principio la misma información, llegan a conclusiones antagónicas y recomiendan o toman decisiones completamente distintas. Y esto ocurre lo mismo en mercados financieros y en el diseño de productos de consumo que en temas de seguridad nacional y de seguridad pública. Conforme se incrementa la complejidad de un problema, es más probable que se multipliquen las soluciones posibles y que estas sean cada vez más diferentes entre sí. Mientras más complejo se vuelve el proceso de toma
de decisiones, más depende de las preferencias específicas de quienes son finalmente responsables de tomarlas.

Esto no quiere decir que esta ambigüedad sea necesariamente permanente. A la larga, las decisiones que se toman tienen consecuencias y, en principio, debería ser posible determinar si eran las que se esperaban o no. Una compañía que lanzó el producto equivocado perderá dinero y quizá quiebre, lo mismo que un inversionista que apostó por instrumentos financieros que se devaluaron. Sin embargo, los resultados no siempre son tan claros ni, para el caso, las responsabilidades son tan directas, particularmente cuando se trata de asuntos públicos. Un político —o su partido, dependiendo del país— puede declarar victoria y reelegirse mientras sus opositores lo cuestionan. En estos casos, la ambigüedad se extiende a los resultados mismos porque no había fórmula ni información suficiente para tomar una decisión pero tampoco para evaluar los resultados obtenidos. No solo las decisiones están sujetas a las preferencias de quien las tomó, sino que los resultados terminan sujetos a las preferencias de quien los interpreta. La rendición de cuentas se vuelve un ejercicio inefectivo, cuando no un mero formalismo para continuar impulsando tal o cual agenda política.

El caso particular de la seguridad pública es un buen ejemplo de este problema. No hay en realidad una buena teoría que pueda aplicarse de manera genérica para diseñar programas específicos. Existen, por supuesto, casos de éxito que se pueden replicar en mayor o menor medida, pero no hay una fórmula que se pueda aplicar de manera directa. Lo que funcionó en una ciudad puede no funcionar en otra: pequeñas diferencias demográficas, geográficas e incluso de las características de los delincuentes y de las instituciones de seguridad pública pueden minimizar o eliminar la efectividad de una solución específica, incluso en el mismo país. (Es posible también que la solución, aunque aplicable, resulte demasiado costosa para ser viable.)

A esto debe sumarse el problema de que muchas veces no hay suficiente evidencia para aislar el impacto de las acciones que se realizaron del de otros factores que podrían haber contribuido a resolver un problema. Una reducción en los homicidios atribuida al incremento en el número de policías o a las intervenciones agresivas contra pandillas juveniles, por ejemplo, podría estar vinculada también con un cambio en los patrones de consumo de drogas o con la dinámica del tráfico internacional de armas, y esto no quedaría registrado ni sería replicable. La falta de evidencia “dura” sobre el impacto de una estrategia o un programa específico no solo dificulta el diseño de nuevas acciones, por la falta de precedentes, sino que también podría afectar la evaluación de lo que se termine implementando. En caso de éxito, la tendencia natural es atribuirlo de manera directa a las decisiones que se tomaron, sin atender otros factores que podrían haber contribuido. (Suele ocurrir también que ante el fracaso de una estrategia o un programa, el responsable identifique automáticamente cualquier cantidad de factores externos que contribuyeron a que no funcionara.)

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El reto para la evaluación de las políticas de seguridad pública es, pues, doble. Por un lado debe determinar, con base en precedentes necesariamente incompletos, si el diseño de las políticas de seguridad pública de la autoridad tiene en principio sentido. Fuera de lo abiertamente ilegal —por ejemplo, detener a toda persona sospechosa por tiempo indefinido— o lo que excede el presupuesto disponible, hay pocos parámetros objetivos para determinar si la propuesta es viable o no, o para proponer alternativas. Por otro lado, es posible que los resultados obtenidos no estén directamente relacionados con la estrategia aplicada o sean atribuibles a otros factores, y concluir entonces que los recursos utilizados podrían haberse aplicado de manera más eficiente.

Estos retos, empero, son comunes a quien está diseñando e implementando las políticas y a quien lo está evaluando. Y esto brinda una oportunidad de cooperación que puede fortalecer a ambas partes. Las herramientas que se desarrollen para evaluar las políticas públicas en materia de seguridad pueden integrarse en los procesos de planeación e implementación de las instancias de seguridad pública y procuración de justicia, lo mismo que la información que requieren ambas partes. Esto implica generar estándares y capacidades comunes mínimos que permitan la comunicación y el intercambio de información. Los evaluadores no pueden ser receptores pasivos de la información de las instituciones, sino que deben promover nuevos mecanismos de seguimiento y recopilación de información al interior de estas, además de fortalecer los ya existentes. De la misma forma, los evaluadores deben desarrollar las capacidades para comprender e incidir en los procesos de planeación e implementación de las instituciones, y proveer herramientas y mejoras que permitan robustecerlos.

Fortalecer el diseño y la evaluación de las políticas públicas en materia de seguridad es extraordinariamente complejo y tomará tiempo, pero el proceso se beneficiaría de un esquema de aprendizaje compartido. Un lenguaje común es un primer paso. Otro es la capacidad de generar alternativas de política pública. Ambos son indispensables ya. 

___________

JAIME LÓPEZ-ARANDA TREWARTHA es especialista en políticas públicas. Fue titular del Centro Nacional de Información del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública.

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