Otoño
De la plenitud de las horas queda en algún recoveco de la memoria el instante en el que somos más ligeros, como las hojas al caer del árbol.
Fantasma
La distancia crece. El paisaje se aleja. Nada se mantiene en su ser. Cava más hondo la tumba en la que habita desde hace tiempo, mucho antes de percatarse que fue asesinado.
El espejo
El 31 de octubre regresé a casa con ganas de estar en otra parte. Recuerdo la fecha porque el año anterior un grupo de niños me pidió dulces. Como no pude darles nada, apenas cerré la puerta una piedra hizo añicos la ventana que da al jardincillo delantero. Al acercarme, una segunda piedra me alcanzó en la cabeza mientras la puerta de entrada amenazaba ceder ante golpes cuya fuerza no hubiera creído posible en niños todavía pequeños.
Después lo único que recuerdo es el sonido de la ambulancia.
Por eso al año siguiente tuve cuidado de ir a la tienda. Dejé sobre la mesa la bolsa con chocolates surtidos y caramelos rezando para que aquello pasara rápidamente. Me preparé una infusión y fui a sentarme en mi sofá preferido al lado de la ventana.
El árbol rasguñaba tímidamente los cristales y en el jardín se desprendían las hojas cayendo en crecientes pozos de oscuridad. Al cabo de un rato el repiqueteo de las ramas secas en la ventana se hizo cada vez más rápido y enérgico. Volteé al jardín donde un círculo de hojas secas giraba frenéticamente y encendí la lámpara. Me costó trabajo creer que apenas eran las seis.
Al otro lado de la habitación colgaba el espejo en su marco dorado sobre la chimenea en cuya repisa de mármol había un florero con crisantemos. Por contraste con el jardín, el interior permanecía en calma inalterable.
Aunque los esperaba, su risa llenó repentinamente la casa de gorjeos que me sobresaltaron. Me apresuré a la cocina para traer la bolsa con golosinas pero había desaparecido. Cada instante más inquieto lo revolví todo incluida la alacena. Nada.
Regresé con las manos vacías a la sala donde me esperaban en la superficie cristalina del azogue esqueletos, brujas, hadas y magos y seres híbridos con cabezas de animales o de calabazas. Había también algunos demonios, cadáveres que acarreaban bajo el brazo sus cabezas y momias a punto de desintegrarse. Aunque impacientes, todavía esperaban alargando sus sombras sobre la pared.
—Un dulce o cruzamos —dijo un hada rubia y delicada.
—Un caramelo o te arrastramos sobre ortigas —bramó un demonio empuñando su tridente a punto de pincharme la barriga.
Intenté hablar pero no me escucharon.
—¡Mentiras!
Entonces alargaron sus manitas fuera del espejo. El florero cayó haciéndose añicos, cosa que festejaron con carcajadas angelicales. La casa retumbó con su risa.
—¡Te lo advertimos!
Cruzaron el azogue rodeándome. Algunos recogieron pedazos del cristal roto y con ellos me amenazaron. La taza de porcelana cruzó el espacio y se estrelló contra la pared, lo cual renovó una hilaridad histérica. Lo mismo ocurrió con el plato y los retratos de mis padres y de mi hermana, sobre los que bailaron una danza infernal.
Para protegerme debía esquivar los objetos y agacharme. Así fue como me rasguñaron los brazos y el rostro y luego me estrellaron la tetera en la cabeza. Los ruidos en la cocina los distrajeron y allí acudieron en tropel.
Las tablas que segaban una de las ventanas fueron desprendidas y por el boquete de luz mortecina entraron.
—Buena onda, ¿no? —dijo el que los conducía.
—Simón maguey.
Tenían la apariencia de una tribu arcaica, el cabello hirsuto y vestidos en garras. Olían a humedad y a mugre y también a alcohol rancio. Llevaban botellas y una cachimba de la que se desprendían volutas de humo apestoso. Pero estaban vivos y quise advertirles del peligro que corrían aunque no me hicieron caso confundiéndome con una alucinación. En cambio juzgaron que los niños que los rodeaban cantando con sus vocecillas tenues eran reales y empezaron a jugar con ellos.
—Chidos sus disfraces, hijos. ¿Se los hizo su mamá de ustedes? —dijeron desvaneciéndose de risa mientras los espectros cerraban el círculo.
Las autoridades atribuyeron su muerte a una sobredosis y así lo confirmó la prensa señalando que los programas de rehabilitación no hacen más que encadenar a los adictos a otra fase de consumo. Desafortunadamente no fue así. Allí están esperando la oportunidad de renovar el horror pero el espejo tiene pasillos por los que, para no contemplar sus crímenes, he aprendido a transitar.
Asedio
Asediado por los fantasmas enciende la radio. Así le llegan sus voces más nítidamente.
El primer día
La madrugada se arrastra sobre la nieve sin desprenderse de la noche. Da igual saber la hora. Cualquiera es buena para incorporarse y ejecutar mecánicamente las pequeñas acciones que asocia con estar vivo. Desnudos, los árboles ennegrecidos recortan sus siluetas. Más tarde advierte el helado fulgor de las estrellas. Ellas también están muertas. En el primer día de la eternidad suspira echándose de menos.
Recuerdo
Una habitación cambia incluso si permanece intacta. Será el polvo. Lo viejo y lo podrido se ayuntan y solo Dios sabe cuándo los muertos van a descansar. La única fuerza que les resta los hace más decrépitos. Todo es distinto menos los objetos puestos enfrente, cosas tristes por la edad, aisladas en el cerco de la memoria y por el recuerdo exangües.
Quemamos lo que nos pertenece. Es el fuego de la memoria.
La memoria amenazada
Abre la revista sin más propósito que matar el tiempo y encuentra una fotografía en la que ella aparece. Está sentada en una butaca en el estadio enorme y tiene el aspecto de hace treinta años. La fotografía se anima. Ella se incorpora a la par de la multitud anónima, la cabellera larga y ondulada flota en el viento y, a medida que se yergue, su imagen comienza a desvanecerse hasta que en su lugar aparece una desconocida.
Angustiado, vuelve a la página anterior para renovar el mecanismo pero es imposible: su imagen ha desaparecido. Así sobrellevamos a quienes hemos perdido, ansiosos por terminar de perderlos. Lo que permanece es el abandono y la precipitación de nuestra memoria amenazada. Lo único real es la ausencia. ~
Fotografía tomada de www.flickr.com/photos/psovart
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BRUCE SWANSEY (Ciudad de México, 1955) cursó el doctorado en Letras en El Colegio de México y el Trinity College de Dublín, con una investigación sobre Valle-Inclán. Ha sido profesor en esta institución y en la Universidad de Dublín. Es autor de relatos y crítico de teatro.