En esta segunda entrega de la serie que estamos dedicando, junto con el Imdosoc, al análisis de los resultados de la Encuesta “Creer en México”, el autor se vale de la información estadística para intentar explicar —con una visión empapada de filosofía y humanismo— las contradicciones y el carácter de la sociedad creyente y católica mexicana.
Los que me han precedido en el análisis de la Encuesta Nacional de Cultura y Práctica Religiosa “Creer en México”, realizada por el Instituto Mexicano de Doctrina Social Cristiana (Imdosoc) a lo largo y ancho de la República mexicana —mediante la contratación de compañías prestigiadas y científicos sociales expertos—, han ponderado la seriedad de esta investigación; sin duda, una aportación que dejará huella en la sociología de la religión.
Como me considero fundamentalmente un católico escritor cuyo trabajo da constancia de la problemática de creer o no creer, del vacío creciente que advierto en el hombre y la mujer contemporáneos, del misterio de la gracia, del silencio y de la presencia de Dios, quiero detenerme en una paradoja: más de 90% de los encuestados se consideran católicos, y si sumamos el número de creyentes, el universo de ateos es, prácticamente, insignificante. Como el porcentaje de los involucrados en las prácticas religiosas —la frecuentación de la misa y de los sacramentos está muy lejos de ese 90%—, deduzco que para los mexicanos ser católico es una parte esencial de su cultura, o sea, un modo de vivir que determina sus referentes. Pero la cultura es un sistema de ideas y de creencias, y como las creencias son más duraderas y poderosas que la vida puramente intelectual, podemos entender, por ejemplo, la Cristiada como un movimiento popular: si se amenaza la tradición viva, el pueblo no necesita líderes para contestar.
Han pasado muchos años, acaso demasiados, desde aquel movimiento defensivo en que la mayoría de pobres de este país —un país de pobres para ricos— no buscaba el poder, sino seguir siendo ellos mismos. (A este respecto, y comparando con otras naciones tradicionalmente católicas del primer mundo, como España, podemos observar que aquí las iglesias que se llenan domingo a domingo son las de las barriadas populares, urbanas, rurales o semirrurales, en tanto que la asistencia a los templos en las colonias de los ricos no ha hecho sino bajar.)
La encuesta señala que el porcentaje de creyentes que cree en otra vida es relativamente bajo, apenas 56%, y nos muestra también algo que habían constatado investigadores internacionales, a saber, que el porcentaje de mexicanos que vive satisfecho con su vida es altísimo. (Nótese: esto a pesar de la inseguridad, de que nuestros funcionarios públicos no dan prioridad a hacernos la vida más fácil, sino que nos llenan de incomodidades: el no por delante, multiplicación de trámites, pésimas condiciones de atención, etcétera.)
Asimismo, la encuesta nos hace ver que en ese más de 90% de la población se cree en un Dios personal, alguien a quien se le habla, de quien se espera el socorro, en cuya presencia se vive. Dicho de otro modo, aquel poema de fray Miguel de Guevara —“No me mueve, mi Dios, para quererte / el cielo que me tienes prometido, / ni me mueve el infierno tan temido / para dejar por eso de ofenderte […]”— cobra su plena significación no en místicos ni ascetas, sino en un número considerable de mexicanos. En realidad, estos resultados enlazarían el sentimiento religioso de los mexicanos con el quietismo oriental, con una radical humildad frente al Absoluto.
En efecto, es San Pablo quien escribió que si Él no hubiese resucitado nada tendría sentido. La resurrección de Jesús es la promesa de la nuestra, que no es un integrarse en la energía del cosmos, una pérdida de la identidad que construimos en la Tierra, sino ser resucitada la persona para la vida eterna en una nueva realidad que es un misterio y que no podemos, siquiera, imaginar. Es la fe en la palabra del Cristo que fue un acontecimiento en la historia, un parteaguas de donde se desencadenarían las luchas por la igualdad, los derechos humanos, la justicia social sin distinción de raza, credo, nacionalidad, etcétera.
En rigor, a lo largo de los siglos los cristianos han dado muestras fehacientes del compromiso con los más necesitados, de la atención a los apestados y marginados, desde las primeras comunidades cristianas —que por ello mismo propiciaban las conversiones de gentiles y paganos— hasta llegar a Teresa de Calcuta, pasando por Juan de Dios, que acogía a los mutilados de las guerras, por Vicente de Paúl y por Luisa de Marillac. Aún recuerdo en París el “Au Secours Catholique”, un edificio destinado a alojar, alimentar y proveer de un dormitorio a los tantísimos refugiados que llegaron a Francia después de la Segunda Guerra Mundial, que ni siquiera tenían papeles que acreditasen una nacionalidad y con quienes se comprometían los padres para conseguirles un documento llamado “Document de l’apatride” que les daba los derechos de los ciudadanos de Francia, excluido el del voto. Y todas esas acciones movidas, inspiradas, justificadas por el sacrificio de la Cruz, por Aquel que en franca agonía —lucha—, lamentando el abandono del Padre, mira a los ojos al buen ladrón y le promete el Paraíso. Nada, escribe San Pablo, tendría sentido y mi fe sería vana si Él no hubiese sido resucitado. Y, sin embargo, viendo al Padre a través de Jesús, el 56% de los creyentes no cree en una vida después de la muerte, humildad suprema, sorprendente, conmovedora.
Pues bien, otro dato importante, revelador, es que después de la Marina y del Ejército los mexicanos confían en la Iglesia católica y que, como se comenta en el informe, dado que la diferencia no es mucha, hay que tomar en cuenta que en los tiempos de inseguridad en los que nos movemos, la referencia a las fuerzas armadas, pero no a las policías, es natural. El Ejército mexicano, desde hace ya no pocos años, y lo mismo la Armada, han desarrollado centros de estudio de alto nivel, una conciencia profesional que se suma a la disciplina que les es connatural.
Esas tablas referidas a instituciones nacionales nos hacen ver algo que podemos constatar por la observación de los otros y por nuestra propia experiencia: la desconfianza casi absoluta que se experimenta no solo con las policías, sino con diputados y senadores, que están en lo más bajo de la escala. Lo mismo sucede con los políticos, los jueces, los funcionarios públicos. Después de todo, en un pueblo que aborrece los extremos —dicen que en México el que suena asusta y, como afirmó un tristemente célebre cacique de los obreros: el que se mueve no sale en la foto—, es interesante corroborar cómo la mayoría sostiene posiciones centristas y rechaza tanto a la extrema izquierda como a la derecha extrema. La tendencia estadísticamente considerable de que los católicos consideran que la Iglesia debe combatir con decisión la pederastia de los clérigos, contrasta con la confianza básica que tiene la mayoría en los sacerdotes. Sucede, pienso, que los curas, a lo largo de la historia, no han prometido un mundo feliz; estamos en un valle de lágrimas y la imitación de Cristo invita al dolorismo o, más bien, es algo que muchos sacerdotes han transmitido desde los tiempos lejanos de la Conquista. Y en aquellos tiempos fueron los frailes de las órdenes mendicantes primero, y los jesuitas después, los defensores del pueblo llano frente a la avaricia y la opresión de los conquistadores.
Por otra parte, conviene recordar que los frailes aprendieron las lenguas de los indígenas y alentaron a estos a seguirlas usando, de modo que el español fuera, exclusivamente, la lengua franca que permitiera la comunicación entre las diversas etnias que poblaban Mesoamérica. Los autos sacramentales del Siglo de Oro en lenguas vernáculas fueron otra de las gracias de los curas y, desde luego, el haber luchado porque se sustentasen las repúblicas de indios fundadas por Cortés y el haber procurado el “a cada quien según su trabajo y según su necesidad”, es decir, el cooperativismo cuya gran figura fue el Tata Vasco; la aplicación del principio de analogía que nos dice, y les dijo, que todos los hombres son iguales en naturaleza, y los ritos propios de las culturas originales, siempre y cuando no contrariasen las esencias del cristianismo.
Así se llegó a un sincretismo cultural, a un mestizaje que en las artes dejó muestras de una belleza esplendente y trascendental, como da testimonio vivo el templo de Tonantzintla. Los curas no prometieron el reino de la libertad sino la confianza en la Providencia y la primacía de la vida comunitaria. Y no puedo dejar de lado el cómo las redes familiares y las establecidas en las pequeñas comunidades han sido el asiento de la solidaridad, de una confianza básica entre los pobladores, y que en el núcleo vital de esas redes solidarias está la Iglesia como la iluminadora de sentidos. La Iglesia, al fin, y luego de no pocas reticencias, reconoció el misterio de María de Guadalupe que devolvía a los indios a la madre Tonantzin, la consoladora, la que estaría siempre con ellos, quien fuera decisiva en la superación de los sentimientos depresivos de quienes habían sido despojados de sus tradiciones y de su cosmovisión. De nuevo, el principio de analogía.
Pero ahora tenemos que atender un fenómeno que es como un corolario y una coronación de lo que hemos venido exponiendo. El Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad ha significado, como Guadalupe antaño y hoy, la recuperación del sentido. También el encuentro en el dolor. Todo surge del grito de un hombre al que le habían asesinado a su hijo, un hombre del que muy pronto se dieron cuenta los más humildes y victimados que no era un político, a quien sintieron como uno de ellos, que les devolvía la voz y los sacaba del anonimato y, así, sus desaparecidos, sus muertos aparecían con su identidad en el escenario: no eran un número, eran personas. Javier Sicilia era el consolador que pedía ser consolado, que no temía a los hombres y mujeres que ostentaban el poder, que no les teme, que les dice lo que cada uno de aquellos sufrientes mexicanos quería decir y sentía que no podía, que no sabía cómo, que todas las puertas estaban cerradas.
Pues bien, la encuesta nos dice que 66% de los entrevistados declara que nunca dejarían de ser católicos. Como decíamos al iniciar este artículo, la catolicidad es parte íntimamente ligada a la cultura de los mexicanos, del norte, del altiplano, del sur; el espíritu de obediencia a la tradición que empieza a conformarse cuando los distintos pueblos de Mesoamérica se asumen en una unidad superior que acabaría siendo México. El espíritu de obediencia que llevara a los cristeros, en muchos casos a su pesar, a entregar las armas. El mismo, en fin, que encontró un padre en Samuel Ruiz porque este no prometía la revolución sino la revuelta, el regreso del pueblo a sus esencias, como en otro tiempo el guadalupano Emiliano Zapata. Ese pueblo que hizo dar marcha atrás al subcomandante Marcos, que debuta en la historia con un discurso marxista-leninista, un discurso en la tesitura de Fidel Castro, y termina dejando atrás sus lecturas formativas de la moda parisiense del estructuralismo marxista —lo que es una contradicción porque el marxismo nunca dejó de lado sus raíces historicistas hegelianas— para parecer un émulo de Gandhi, de Lanza del Vasto, de Luther King. Marcos dejó el escenario, pero el Tatic sigue estando presente en las etnias de Chiapas.
En rigor, los grandes movimientos que culminaron en la independencia de México tuvieron sus precursores en los jesuitas, muy señaladamente en Clavijero, luego en el padre Hidalgo, el padre Morelos y el padre Matamoros; la virgen de Guadalupe fue la bandera de Zapata y al grito de Viva Cristo Rey acompañó a los ejércitos de la Cristiada. Pero es un catolicismo que nada tiene que ver con los falangistas de Franco, con la falange de los rumanos que lucharon por los nazis, con la austeridad puritana de Oliveira Salazar, que rechazó a tecos y conejos, muros, yunques y a todos los integristas. La encuesta nos hace constatar, como ya dijimos, que hay un rechazo al tono mayor, al do de pecho, a los radicales de todo tipo. ¿Una prueba más? La apertura hacia los gays, hombres y mujeres, que ahora se muestran; las matizaciones sobre la cuestión del aborto —hay un rechazo de principio en la mayoría pero una comprensión a las mujeres que en circunstancias extremas han abortado. Al modo de Francisco de Asís, los hombres y las mujeres de este país, en un número considerable, desconfían de la visión globalizadora del bosque y se detiene ante cada árbol. ¿No hay en la raíz de esta actitud una remembranza, una presencia viva de Vasco de Quiroga? La encuesta muestra que, en este país, se tiene como una evidencia que hay que dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios, pero, ¡ay!, qué difícil es entender esto para los herederos de la Ilustración. Un país en que los hombres más humildes se reconocen como católicos y donde no hay lugar para los antis, donde ha sido espontáneamente rechazado el antisemitismo, donde el judío ha sido acogido como un hermano. “Creer en México” parece confirmar la vigencia de la virtud de no juzgar, el rechazo al espíritu de: o lo uno o lo otro.
Sin embargo hay una violencia creciente en México, seca, sórdida, sádica. Esa misma que se vivió durante la Revolución, esa que recordamos en el asesinato de Madero y de Pino Suárez, y aun antes la del cura Hidalgo, las atrocidades de Garrido Canabal. Esa que se ha ensañado con las mujeres, con los niños, esa que ha sido cómplice de la trata de jóvenes, hombres y mujeres. Esa otra de la guerra del narco, de las pandillas que asuelan a Michoacán y Tamaulipas. Es una violencia que parece afincarse en el resentimiento, en la pérdida progresiva de las redes comunitarias, en el vacío cultural y educativo de los medios de comunicación, en la progresiva pauperización de la educación y el fin del humanismo en los estudios universitarios. A esto, claro, habría que dedicar otros trabajos; habría que emprender otras pesquisas, pero no solo aquí, porque estas situaciones van también de la mano con la sociedad global: la anomia que pasajera o sustancialmente le es connatural, con sus secuelas de depresión, suicidios, asesinatos a sangre fría y sin causa aparente. Si esto hoy es así, uno tiembla ante la posibilidad de que el ateísmo o aun el agnosticismo terminen por echar raíces en México. Es bueno, para nosotros y para todos los demás, evocar a Iván Karamazov: “Si Dios no existe, todo está permitido”.
El encuentro de los contrarios, empero, que campea en la cultura y las culturas de la India, lo podemos encontrar también entre nosotros. También, el pragmatismo reverencial de los chinos, y el culto a las tradiciones y a los rituales de los japoneses. Todo lo que el mexicano inmigrante ha llevado al otro lado del Bravo y que tan bien entendieron aquellos frailes agustinos, dominicos, franciscanos, empezando por el espíritu sutil de Sahagún, pues él mismo conoció la conversión a otra patria en muchos sentidos más suave que la española. Impregnado de la sensibilidad de los mesoamericanos, Sahagún, sin heterodoxias, fue un católico verdaderamente ecuménico.
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FRANCISCO PRIETO es dramaturgo, narrador y ensayista. Ha colaborado en los principales suplementos y revistas culturales del país. Miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte, en 1997 obtuvo el Premio Nacional de Periodismo. Sus obras más recientes son Crímenes en el crepúsculo (Jus, 2009) y El calor del invierno, de próxima publicación.