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El precio del olvido
Cultura | Este País | Galaxia Gutenberg | Sergio Téllez-Pon | 01.04.2014 | 0 Comentarios

J.M. Coetzee,

La infancia de Jesús,

traducción de Miguel Temprano García,

Mondadori, México, 2013.

 

La historia de la novela más reciente del premio Nobel de Literatura en 2003, J.M. Coetzee (Ciudad del Cabo, Sudáfrica, 1940) en apariencia es muy sencilla: un hombre y un niño, sin que se cuenten sus historias previas, llegan a una ciudad como refugiados, allí inician una nueva vida, tan nueva que adoptan otros nombres: el hombre se llamará bíblicamente Simón y el niño David. La encomienda de Simón —que él ha tomado sin que nadie se la haya pedido— es encontrar a la madre de David y entregárselo. La ciudad, Novilla, donde se habla español, es un puerto en el que pronto Simón encuentra trabajo en un muelle descargando costales de alimentos de los barcos. Allí traban amistad con el capataz, Álvaro, quien a veces cuida de David y le enseña a jugar ajedrez al avezado niño, y cuando se mudan a una unidad habitacional hacen amistad con una vecina y su hijo, Elena y Fidel.

Sin embargo, detrás de esa aparente sencillez, Coetzee construye con gran maestría un entramado para exponer problemáticas o complejidades humanas. La condición implícita para iniciar una nueva vida es obligarse a olvidar su vida anterior, pero solo Simón, el extranjero, quiere una vida mejor en ese otro y nuevo mundo, algo que a los demás lugareños no parece importarles, habituados como están a esa vida anodina. Una de las máximas de la vida contemporánea es justamente vivir sin cuestionarse (o preocuparse) de lo que sucede a nuestro alrededor, muchos en todo el mundo actual viven así, ¿por qué Simón no lo hace? El narrador omnisciente se pregunta justamente: “¿Y por qué no deja de hacerse preguntas en lugar de vivir como todo el mundo?”.

Finalmente, gracias a su instinto, Simón encuentra —o cree haber encontrado— a la madre de David en la figura de Inés, una mujer joven a la que ven jugar tenis con sus hermanos desde el enrejado que separa un bosque de la exclusiva residencia donde ella y sus hermanos descansan. Pero ¿por qué una mujer habría de aceptar la maternidad así como si nada? ¿Es la maternidad una condición aceptada o impuesta? ¿Por qué Simón habría de tener una mejor vida ahora que se ha despojado de David? ¿Será David feliz con las comodidades de su nueva familia? ¿Extrañará David la amistad con Fidel? Coetzee vuelve en las páginas de La infancia de Jesús a las preguntas elementales del hombre, esas preguntas que desde los tiempos antediluvianos se han planteado los filósofos griegos.

La infancia de Jesús está estructurada a base de diálogos filosóficos en los que se abordan con absoluta naturalidad cuestiones básicas del ser humano: Simón cree que el deseo es natural en el humano, por eso, en tanto hombre, no puede reprimirlo hacia una mujer por mucho que ahora esté en otro lugar, en otra forma de vida y hablando otra lengua, y ya sea esa mujer lo mismo Elena que Inés. Tal vez por esos diálogos filosóficos, quizás esta sea la novela más moral de Coetzee. En algún momento, Simón acude a un instituto de enseñanza y se mete a una clase de filosofía; apenas ha escuchado un poco del planteamiento filosófico que ha propuesto la maestra y él, discretamente, se sale del salón. Simón, es evidente, no necesita más filosofía de la que ya ha planteado varias veces con sus conversaciones ante sus compañeros de trabajo o ante Elena pues, sin duda, como dice un verso memorable de Pessoa en voz de su heterónimo Alberto Caeiro, “Hay demasiada metafísica en  no pensar en nada”.

Sin embargo, Coetzee somete a sus personajes a su habitual deshumanización, a escenas de humillación que caracterizan su narrativa: los habitantes del pueblo son corteses hasta cierto punto, pero es muy fácil pasar la línea de la cortesía a la del gesto repugnante, las malas maneras salen a relucir casi sin cambio aparente. En una de las primeras escenas, Simón y David sufren por la falta de comida, así que tienen que conformarse con comer solo pan con agua y, ante su creciente necesidad de carne, bien podrían pasar a comer algunas de las abundantes ratas. Simón se propone tener buenos amigos en los que, sin embargo, subyace la crueldad, la peor crueldad que es la disfrazada de buenas maneras y, tal como lo ve Simón, el vano trabajo de descargar costales de granos para que las primeras que se alimenten sean justamente las ratas, por supuesto (en cambio las ratas nada hacen por los seres humanos). Inés, por su parte, es hostil en el trato con Simón y esa hostilidad se la contagia al antaño inocente David, que tan encariñado estaba de Simón.

Coetzee presenta en La infancia de Jesús el envilecimiento de la vida humana de una forma más sutil, no tan cruda como en otras novelas suyas, sobre todo la de título kavafiano Esperando a los bárbaros (Debolsillo, 2003), la desgarradora La edad de hierro (Mondadori, 2002) o la no menos cruda Desgracia (Mondadori, 2003). Pero eso no lo excluye de la estirpe de escritores misántropos que han mostrado la vileza humana en sus obras, como Giovanni Papini, Luis Cernuda, E.M. Cioran, el colombiano Fernando Vallejo o los austriacos Thomas Bernhard y la Nobel de Literatura en 2006, Elfriede Jelinek. Si bien no con el mismo temperamento con que ellos lo han hecho, con su obra Coetzee se inscribe en ese exclusivo gremio de geniales y deslumbrantes escritores. ~

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SERGIO TÉLLEZ-PON (Ciudad de México, 1981) es poeta, ensayista, crítico literario, narrador y editor. Hizo estudios en Lengua y Literaturas Hispánicas en la UNAM. Sus colaboraciones (poemas, cuentos, ensayos, reseñas, crónicas y artículos) han aparecido en distintas publicaciones periódicas de México y el extranjero tanto impresas como virtuales. Está antologado en Un orbe más ancho. 40 poetas jóvenes (1971-1983) (UNAM / Punto de partida, 2005 y en El hacha puesta en la raíz. Ensayistas mexicanos para el siglo XXI (Tierra Adentro, 2006).

 

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