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Escribir mientras se escucha la muerte
Cultura | Este País | Galaxia Gutenberg | Miguel A. Moreta- Lara | 01.04.2014 | 0 Comentarios

Olga García-Tabares,

Si con la muerte muriera,

Fundación Juan Rulfo,

México, 2013.

 

Olga García-Tabares, quien ya había dado varias muestras de su quehacer en trabajos de periodismo cultural y en alguna publicación de investigación (Andalucía en México: La presencia de andaluces en el México reciente, Junta de Andalucía, Sevilla, 2006), nos acaba de sorprender con su reciente libro Si con la muerte muriera. Son diversos los motivos de asombro. En primer lugar, cuando uno ingresa a esas páginas se siente prendido por los pegajosos hilos de un dolor que viene de lejos, un lento destilado del sentimiento de la pérdida (nunca del llanto, ese sentimiento de la banalidad canalla). Luego, está el desconcierto ante un texto de complicada clasificación genérica, al que podríamos considerar como transgenérico o transtextual: ¿coplas a la muerte del padre?, ¿cartas más allá de la vida, de la muerte? (aquí no puedo evitar recordar un verso del soneto quevediano “¡Ah de la vida! ¿Nadie me responde?”), ¿etapas de un viaje interior?, ¿crónicas del dolor? Una tercera sorpresa viene provocada por un objeto libro de muy bella factura (para mí todavía virtual): esta es una extrañeza bien grata ante el diseño letrista de sus páginas pares, todo un acierto aportado por Juan Pablo Rulfo.

“Si con la muerte muriera”, el octosílabo que da título al libro, tiene resonancias de la poesía mística. Alguien lo ha filiado con Juan de la Cruz (1542-1591), incluso la autora mencionó la inspiración del “muero porque no muero” de Teresa de Ávila (1515-1582), aunque a mí me trajo el eco de una estrofa de Juana Inés de la Cruz (1651-1695):

¡Oh! ¡Quién con vida se hallara

y a vuestros pies la pusiera,

que yo por vos me muriera

aunque nadie me matara!

 

En cualquier caso, símbolos y metáforas muy definitorios de la mística erótica no son ajenos —nuevamente reformulados— al libro de García-Tabares (“Usted me esperaba al final de esta noche cerrada”), así como alusiones a la elegía clásica manriqueña (“Hay hombres a los que se les pasa la vida y se les viene la muerte”), pero en el caso de la colombiana, claro, es muy del siglo xxi: elementos de la cotidianeidad urbana (impuros para cualquier teoría poética: el café, el carro que chocó en la esquina, la casa sucia, etcétera), los residuos autobiográficos (nombres de personajes, a veces velados tras una inicial), el tono dialogado (nada imprecatorio, como cabría temer de un texto tan melancólico) y la controlada retórica (aunque con imágenes y hallazgos muy nuevos) convierten lo que dice este texto en una experiencia muy auténtica, muy realista, muy vivida (vívida, ¿vi vida?).

Lo que fascina en esta honda lamentación de García-Tabares (así llamaremos al sujeto que se expresa en su libro) es, por un lado, el candor, la inocencia (con los ojos abiertos de la niña), la serenidad de esa narradora ante la Huesuda y, por otro, el lento discurrir con que, sin duda, se fue haciendo esta obra. Las tres partes en que se estructuran sus cuarenta fragmentos/poemas/cartas (Destiempo-Laberinto-Escribir) así como la datación y ubicación de cada uno (desde agosto de 2002 hasta enero de 2006, en ciudades de México, Colombia y España) apuntalan cada hito de un viaje vertical al interior del lacerado sentir de la escritora. De suerte que todo el texto avanza como en oleadas hacia el autoconocimiento para, tras la entrega al silencio (a la soledad, a escuchar el corazón azogado, a la sufrida sensualidad de la muerte), llegar a la toma de una decisión muy meditada: la de escribir (para así pervivir) y escribirse (para así entregarse, darse).

A pesar de lo que amargamente confiesa el personaje del Maestro (“en el alma y en la literatura no pasa el tiempo”), esta obra es la mejor prueba de todo lo contrario. Se trata de un cuaderno en el que se va anotando, fragmento a fragmento, piedras blancas y negras, señales como cuentas de un rosario, marcas en la carretera de las emociones. Pareciera estar reescribiendo aquella definición de poesía que dio Antonio Machado (1875-1939), “palabra esencial en el tiempo”, como “emoción esencial en el tiempo”, porque la poeta, en un infatigable ejercicio de mudar de emociones, va rescatando memoriosa (“no soy más que un montón de recuerdos”), reconstruyendo detalles de una historia: una sonrisa, una flor (“¿La recuerda? Era roja”), una cita a mediodía, una duda (“¿lo amaba?”), un poema de Li-Po, una tumba, un recuerdo de infancia, un manuscrito, una voz, unos ojos, un amanecer, un aniversario casi olvidado, una renuncia, el musgo que el sol empieza a quemar en la pared, un hombre misterioso de gafas redondas, un cuerpo desnudo martirizado, la contemplación de la bella lluvia… Hasta fijar un programa de emociones encontradas:

Río mientras me abandona la esperanza,

bailo mientras lloro,

y escribo mientras escucho la muerte.

 

El amor y la literatura son las dos ruedas con que se mueve este artefacto construido con exquisita finura por García-Tabares. La ternura constante, la ceniza perdurable del amor (“Hoy quiero un amor que envejezca como el pan. / Que se haga duro para que aguante la guerra”) aquí van de la mano —un contraste que no deja de ser irónico— con reflexiones sobre la pasión literaria (“Añoro una belleza que la vida no posee, ajena al amor, / no quiero vivir en el consuelo que da ese sentimiento”), porque la escritura es lo único que trasciende la belleza, el amor, la vida y la muerte:

Maestro, su condena fue la escritura;

la muerte, ¿lo liberó de ella?

Y, mientras interpela, no deja de beber con deleite de náufraga en el desierto las muchas frases del Maestro (ser divino, oráculo, faro, presencia luminosa: “usted da lumbre a mi día”), cuyas palabras “eran como gajos de naranja en verano”.

El ritmo viene marcado por las repeticiones (una galaxia de los campos semánticos de la muerte, la memoria, el tiempo, la mirada, la voz y la escritura) y por los silencios. Esta es una de las palabras clave a lo largo de todo el libro. Pero me quiero referir no a esta evidencia sino a lo no dicho, a las ausencias, a lo sugerido:

Guardé tanto este silencio, éste,

no el que gasto entre hora y hora.

[…]

Regresé al silencio. Quiero aprender la lengua de los muertos.

[…]

Yo tardé muchos años para tenderme en el silencio.

[…]

En la hora más alta de la noche

me entrego al silencio con una mansedumbre insospechada.

[…]

Regresé al silencio de las piedras del río.

 

Susan Sontag (1933-2004) dejó dicho que los elementos más poderosos de una obra de arte son, con frecuencia, sus silencios. Y García-Tabares siembra su obra de silencios rodeados de calma y de horas (otra palabra tótem): horas muertas, últimas horas, horas en el vacío, horas lentas, hora más alta de la noche, horas tan delicadas… Adentrarse en estas páginas provoca en el lector un efecto musical de quietud y rendimiento:

Vivimos un mundo de escasas serenidades.

Esta noche encuentro alivio en el correr monótono

de mi sangre.

[…]

Sospeché sus pasos silentes,

su presencia en mis horas y el verde durazno

de la tarde en que lo conocí.

 

Además de la reflexión sobre el vacío de la muerte, tan presente desde el mismo título, este texto es un hermoso tratado de amor y homenaje (de la mirada y de los ojos y del cuerpo). Pero también es una novela donde se narran (se revelan) las frases, las palabras dichas, grabadas, re-memoradas. Y no deja de ser, sobre todo, una carta obsesiva (la escritura, el escribir, la literatura que, a la postre, salva a todos: a quien escribe, lo que se escribe y al destinatario, el Maestro muerto y nosotros lectores). El poema/novela/carta (¿el poema no ve la carta?) vive y respira, transparente, calmoso. La autora (quiero decir, su álter ego lírico) escribe, vive en poesía. Pero no solo escribe, sino que se escribe y le escribe: “sé que usted lee con sus ojos muertos”. En definitiva, Olga García-Tabares canta/cuenta en este libro una historia (con la que seduce a muertos y a vivos): la belleza de la vida, la belleza de las relaciones armoniosas entre las personas, incluso de las ya idas. Y para ella, como diría el Maestro, leer es un acto de humildad, de devoción, de reverencia. ~

________

MIGUEL A. MORETA-LARA es filólogo y catedrático de lengua y literatura. Ha sido profesor en universidades de Marruecos y Hungría y Consejero de educación en las embajadas de España en México y Colombia. Fundador y director de la revista Transatlántica de educación (México) y miembro del consejo de redacción de Aljamía y Cuadernos de Rabat. Ha coordinado proyectos conjuntos de instituciones educativas de España con Marruecos y con diversos países europeos e iberoamericanos. Es autor de numerosos libros y de artículos aparecidos en publicaciones de España, Marruecos, Hungría y México.

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