El mapa geopolítico internacional está en plena metamorfosis. De la lectura que México haga de esta recomposición dependerá nuestro futuro. Este ensayo fue leído el 31 de mayo pasado como parte del ciclo de conferencias sobre política exterior que organizó El Colegio de Jalisco.
El propósito de este breve ensayo es compartir con los lectores algunas reflexiones personales sobre lo que estimamos podrían ser las bases más adecuadas para diseñar la política exterior de un país con las características de México, enfrentando, como lo tienen que hacer todos los países miembros de la comunidad de naciones, los retos que nos plantea un mundo cada vez más complejo y distinto al que vivimos hace 20 o 30 años.
A propósito de esta inquietud que seguramente comparten muchos mexicanos, el distinguido jurista y diplomático mexicano don Antonio Gómez Robledo nos recordó en uno de sus muchos trabajos inéditos lo siguiente:
De lo circunstancial y de lo permanente, de la sabia dosificación entre ambos factores, se nutre en general toda política, y señaladamente la política exterior. El estadista —nos recordaba don Antonio— debe estar bien atento a los cambios que tienen lugar en la composición de las fuerzas mundiales o regionales, y no aferrarse nunca a esquemas preconcebidos, cuyo peso en la conducta puede en cierto momento resultar fatal.
En Francia, por ejemplo, continuaron pensando hasta 1870 que el enemigo tenía que ser siempre Austria, y cuando se dieron cuenta que era Prusia, era demasiado tarde. A su modo también, la política exterior es, como dijo Bismarck de la política en general, el arte de las posibilidades. Mientras mejor las perciban los gestores de la diplomacia, con mayor acierto sabrán aprovecharlas para dar al Estado que representan un puesto de dignidad y prestigio en el concierto de las naciones.
A estos requerimientos de la política internacional ha respondido México, en el curso de su accidentada historia, unas veces más y otras menos, al igual que otro país cualquiera; pero en el gran fresco dramático que es nuestra historia, la política exterior mexicana, pese a ciertos errores y a algunos lamentables deslices, tiene en conjunto un sello de gran dignidad moral y ha estado guiada por altos principios.
La premisa de cualquier consideración en este tema es definir con certeza lo que significa la inserción de México en el nuevo mundo que vivimos, dentro de una clara interdependencia, en una comunidad cada vez más multipolar y con efectos aún no muy claros para la comunidad de naciones.
La inoperancia del mapa político en el que nos formamos; la obsolescencia de los atlas geográficos que definían Estados y fronteras; la desaparición de las fronteras físicas e ideológicas que dieron fisonomía y un alto grado de predictibilidad al orden que imperaba en el mundo, todo ello nos lleva a la necesidad de analizar la orientación que debemos dar a la diplomacia mexicana frente a los cambios, lo que incluye la necesaria e inaplazable urgencia de fortalecer el Servicio Exterior Mexicano de carrera y las condiciones en que trabaja y se retira ese grupo de profesionales, que no llegan a mil 200, distribuidos en 75 embajadas y más de 50 consulados, la mayoría en Estados Unidos, olvidados en los programas de modernización gubernamental que han emprendido distintos gobiernos de nuestro país —aunque reconozco que tengo muchas esperanzas, basadas en las declaraciones que hizo durante la Primera Reunión Anual de Embajadores y Cónsules celebrada al inicio de esta administración, de que el señor presidente Peña Nieto, y por lo tanto su eficiente secretario de Relaciones Exteriores, el doctor Meade, piensan y planean cambiar pronto esa situación.
Es claro que no son de nuestro agrado ni todas las transformaciones que sufre la comunidad internacional, ni todas las posibilidades que encierra la actual coyuntura, pero sería irresponsable simplemente cerrar los ojos y negar que existan; mantenemos nuestra voluntad y nuestro compromiso de transformar aquellas que se oponen al pleno logro ya de nuestros objetivos nacionales fundamentales, ya de las metas de justicia y paz internacional a las que aspiramos, no solo porque corresponden con nuestros intereses, sino por un profundo sentido ético universal.
Esas dramáticas transformaciones ameritan indudablemente atención especial de nuestra parte, si no por otra razón por el hecho de que las premisas bajo las que se rige el comportamiento de los principales actores internacionales están siendo significativamente modificadas, lo que indudablemente abre, para países como el nuestro, espacios a la acción internacional, generando nuevas posibilidades y también nuevos desafíos.
Sin embargo, el nuevo mundo que está surgiendo ante nuestros ojos será el resultado no solo de los cambios que tienen lugar en la dimensión político-estratégica, sino también, y de manera fundamental, de aquellos otros que han tenido lugar en las esferas de las relaciones económicas internacionales, de la revolución tecnológica, de la evolución del concepto de gobernabilidad a nivel mundial y de otros fenómenos a los que hasta ahora tenemos que enfrentarnos.
En este plano vemos también complejos procesos que llevan a la actividad económica internacional en el sentido de una globalización no solo cada vez más intensa, sino también más inmediata. Las prácticas cotidianas de los actores económicos internacionales, tanto gubernamentales como privados, son un reflejo de los alcances de este nuevo orden o desorden económico crecientemente global en su alcance.
Este proceso de globalización económica enfrenta hoy, sin embargo, cuestionamientos serios y concretos. En particular, respecto a la tarea de reglamentar la actividad económica internacional: gana credibilidad el riesgo de que en el futuro cercano la ya lejana época de la Guerra Fría sea reemplazada por “guerras comerciales”.
Es, de hecho, muy posible que en el futuro inmediato el proceso de globalización continúe disgregándose en espacios regionales más limitados. No ya el proteccionismo a un nivel estrictamente nacional, sino el surgimiento de un claro potencial de proteccionismo regionalizado que, de ocurrir, se constituiría en motivo de preocupación fundamental para países como el nuestro, cuya política exterior se ha convertido o se está convirtiendo en un instrumento activo y fundamental de nuestro desarrollo económico.
Dado el compromiso que nuestro país tiene con una estrategia de desarrollo en la que la promoción de nuestras exportaciones ocupa un lugar central, esta posibilidad resulta particularmente preocupante para nosotros. En nuestra opinión, México debe aspirar a vincularse crecientemente con todos los polos dinámicos del sistema internacional, como en efecto lo está haciendo el Gobierno mexicano, sobre todo en esta administración. Por ello, debemos sujetarnos a una de las más relevantes lecciones del cambio que hoy se opera en el contexto internacional, y que podemos definir señalando lo siguiente: separar tajantemente las dimensiones económica y política de la acción internacional de un país como el nuestro constituiría un error de consecuencias profundas. En ese contexto, quisiéramos ver que se pusiera un mayor énfasis en las contribuciones de México en la búsqueda de soluciones a los problemas que afectan o pueden afectar la paz mundial, basándonos en una tradición y una experiencia diplomáticas que mucho nos enorgullecen.
En un mundo donde los elementos económicos y políticos del poder nacional de los más importantes actores del sistema se entrelazan para constituir unidades complejas e interrelacionadas, resulta imprescindible para nosotros acompañar cualquier iniciativa que se tome en el nivel económico con acciones que la promuevan y refuercen en el político, y viceversa, o como señala el famoso politólogo Zbigniew Brzezinski, consejero de Seguridad Nacional en tiempos del expresidente Carter, en su más reciente obra, Una visión estratégica: Estados Unidos y la crisis del poder global: “El mundo es ahora interactivo e interdependiente […], el cambio en la distribución del poder y el despertar de una nueva conciencia política aceleran la competencia por recursos naturales, seguridad y ventajas económicas, incrementando así las posibilidades de conflictos internacionales”.
Además, surge un nuevo factor a tomar en cuenta: la definición misma de poder de los Estados es hoy el resultado de la acumulación de variables en relación a las cuales prácticamente ninguno de los actores del sistema, ni siquiera los más centrales, poseen una clara y simultánea superioridad; los poderosos militarmente enfrentan problemas serios en otras esferas, al mismo tiempo que los gigantes económicos aún no han desarrollado una capacidad paralela en las esferas político-estratégicas. La realidad del poder internacional actual incorpora incluso el caso de países que, enfrentando problemas económicos y sociales de primerísima magnitud, tienen aún el control de instrumentos de destrucción masiva, representados por los armamentos nucleares.
En consecuencia —no debemos de engañarnos—, es indiscutible que el poder sigue siendo un componente central de la vida internacional actual; las lecturas excesivamente optimistas e inocentemente simplistas de los cambios operados en el pasado inmediato han sido destrozadas por los complejos acontecimientos que tienen lugar a lo largo y ancho del planeta, y si alguien cree que vivimos en un mundo en paz, basta leer los diarios o escuchar las noticias sobre lo que acontece en el mundo para darnos cuenta de que hay una importante tarea a desarrollar. Para ello, la premisa de nuestro actuar tiene que estar enmarcada en una tradición histórica, con el fin de lograr y conservar nuestra independencia y autonomía, evitando subordinaciones que nos puedan afectar negativamente. Al respecto, observamos con particular interés los legítimos esfuerzos que lleva a cabo el Gobierno de la nación para reafirmar nuestra presencia en el mundo.
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SERGIO GINZÁLEZ GÁLVEZ es embajador emérito de México.