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Avatares de la raza: Frida Kahlo y Diego Rivera en Dublín
Cultura | Este País | Bruce Swansey | 01.01.2012 | 2 Comentarios

A raíz de un estudio minucioso de las notas periodísticas de los medios dublineses sobre una exposición de Frida Kahlo y Diego Rivera en Irlanda, Bruce Swansey analiza la importancia de contextualizar apropiadamente a los artistas extranjeros y sus obras, ir más allá de la crónica del evento y lograr, en la medida de lo posible, despojarlos de los estereotipos que resultan de la incomprensión del “otro”.

El 6 de abril de 2011 se inauguró en el Irish Museum of Modern Art (IMMA), con pompa pintoresca y abigarrada, una exposición de Frida Kahlo y Diego Rivera —en ese orden—, que debió haberse presentado en 2008 pero fue pospuesta a causa de disputas legales. Se trata de una exposición itinerante proveniente de Estambul, cuyo Museo de Arte Moderno editó el catálogo.

Unos días después de la plática que di en el IMMA, Carlos García de Alba, embajador de México en Irlanda, me invitó a acompañarlo a una visita guiada por el curador de la exposición. Aparte de las explicaciones proporcionadas en general —provenientes del libro de Hayden Herrera sobre Kahlo—, el curador se detuvo ante uno de los cuadros y, adoptando la postura de un sacerdote azteca en el instante previo a hundir el puñal en el pecho de su víctima, habló de la crueldad de los mexicanos mientras bajaba las manos asidas al puñal invisible.

La representación me hizo gracia porque develaba una especie de grabación interior que, apenas echada a andar, debía proseguir en automático un discurso empapado de estereotipos cuyo conjunto define la percepción imperante acerca de México y los mexicanos. El curador uniformado como tal (traje gris hecho con tela brillosa y camiseta negra haciendo juego con los zapatos en cuyas puntas erguidas faltaban cascabeles) adquiría la relevancia de un caso de imagología.

Pedí a la encargada de información del museo un dossier de prensa sobre la exposición de Kahlo y Rivera, que por cierto fue un éxito en términos de difusión, asistencia de público e incluso sirvió de inspiración para cierta modista que diseñó —como antes lo hiciera Elsa Schiaparelli— atuendos inspirados en la ropa de Kahlo. Semejantes variaciones daban pena en el sentido de conmiseración aunque tenían cierta comicidad involuntaria: la modelo evocaba a Frida pero en una versión que, para ponerlo en el vocabulario de Kahlo, semejaba un pambazo crudo, lánguido y traslúcido, envuelto en trapos de colores reventones y con alguna que otra flor detonante encajada en el cráneo.

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Homenaje y caricatura, la imagen me hizo pensar en algunas de las diferencias que nos identifican. Mientras Frida aparece siempre erguida, cuidadosamente peinada y adornada; la modelo carecía de columna vertebral, el cabello precariamente sujeto y los adornos que acompañan a un repollo hervido. Mientras Frida hace que el mundo gravite en torno a su mirada, la variación se ofrece ciega, un objeto frágil para ser mirado lo que dura un parpadeo. Es la diferencia que existe entre el sujeto que mira y el objeto ofrecido a la mirada.

Lo que resalto en este contraste es el aplomo de quien se construye a sí misma consciente de cómo evitar ser asimilada dentro del canon occidental al que se resiste oponiendo la gravedad irónica de su rostro. Como los ídolos, Kahlo ha destilado la forma que exige veneración.

La recepción periodística de la exposición de Kahlo y Rivera gira sobre un par de anécdotas repetidas ad náuseam, lo cual revela la pobreza de la prensa para ser algo más que un instrumento secundario de la publicidad y un espacio para intercambiar halagos. Pero a pesar de lo previsible que resulta el trabajo de los periodistas, su cotorreo perezoso proporciona materia para examinar el discurso que el espejo imagológico hace pasar por “mexicanidad”.

En una muestra de ingenio culinario, el 2 de enero Tribune promueve la exposición anunciándola como “una cita para los aficionados a quienes les gusta su pintura picante”. Ya se sabe que los mexicanos comen chile con alguna otra cosa y beben tequila, dan alaridos que es imposible definir si expresan alegría o tristeza, y en todo caso manifestaciones, si no salvajes, por lo menos vigorosas. La misma revista añade que la pareja formó un matrimonio “tan tempestuoso como su arte”. ¿Y qué sería la otredad si no fuera “tempestuosa”? Sería como la violencia que en España cobra diariamente la vida de una mujer.

Gran parte de las “noticias” del dossier se reducen a meros anuncios que reproducen la ceja en forma de alas, el bigotillo y una incipiente patilla que enfatiza la ambigüedad genérica por la cual la imagen de Kahlo resulta escandalosa. En la fotografía del 6 de marzo en el Irish Times aparece Frida como figura de Modigliani de vacaciones en el trópico feraz, donde evidentemente no hay navajas de rasurar. Aunque la exposición es una de las actividades que el periódico recomienda, la descontextualización de la imagen enfatiza su diferencia “exótica”, un adjetivo inevitable por más que la corrección política procure enmendarlo.

El primero de abril, The Irish Independent destaca la condición “icónica” de los autorretratos de Kahlo, enfatizando los escalofríos que tales imágenes producen. Se trata de un elogio coherente con las imágenes de México, país capaz de suscitar emociones opuestas. Horror sublime que produce, literalmente, efecto de “carne de gallina”.

Al día siguiente, The Irish Times incluye una fotografía de Frida y Diego y, aunque se trata de dos pintores, se refiere a ellos como a uno solo y “el más singular del siglo XX”. Sin duda así debe ser si dos personas se con-funden en una identidad hermafrodita. Semejante imagen acaso hubiera hecho gracia a la Kahlo, admiradora de los “senos” de Diego.

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El 3 de abril, el Wall Street Journal define su calendario cultural con el retrato que Diego pintara de Natasha Gelman insistiendo en la condición “icónica” de los dos maestros de la modernidad mexicana. La insistencia en semejante cualidad anacrónica enfatiza su condición de muletilla para salir del paso ante imágenes que, consagradas e imantadas con atributos extraestéticos, las convierten en objetos de veneración. El martirologio mórbido de Kahlo conserva su poder intacto. Su carácter “icónico” quizás aluda a la intimidad que evade el adoctrinamiento al que con singular entusiasmo se dedicó Diego, pero con la perspectiva temporal desde la que el Wall Street Journal acuña su promoción, ésas y otras diferencias son insignificantes.

El único artículo que la prensa irlandesa dedica a la exposición hasta el 5 de abril aparece en The Irish Times, firmado por Arminta Wallace. ¿Qué aspectos elige? El primero es que Kahlo y Rivera fueron “celebridades en la aurora de la era de la celebridad” (sic), inscribiendo su vida en las páginas lustrosas que dan cuenta de una infame turba de desconocidos cuyas miserias se juzgan relevantes por un público orgullosamente ajeno a los libros.

Siguiendo el patrón de la banalidad consagrada por los reality show, la señora Wallace da un paso más en su sesuda divagación: la obra expuesta en el IMMA es el escenario de un “desacuerdo marital mayúsculo”. Lo que importa es la “verdadera” historia constituida por adulterios, el “aspecto humano” detrás de los cuadros, es decir, la anécdota que renueva el aspecto “pasional” que impulsa la obra y forma parte esencial del trópico ardiente del que proviene (y con seguridad —se habrá dicho a sí misma la perpleja Arminta— iconoclasta y pagano).

La señora Wallace acude a Sean Kissane, el curador que representa al sacerdote azteca sanguinario, chiflado por las joyas de Natasha que son “auténticas”. Para redondear su perspicaz artículo, la periodista aprovecha la admiración que suscita en Kissane el aspecto de “estrella cinematográfica” de Natasha vista por Diego para oponerlo al retrato que hiciera Kahlo de la señora Gelman que, según Kissane, representa a la bella seductora como Medusa cornuda.

Aparte los “trapos” ventilados bajo la luz plateada del lavadero irlandés, Wallace pregunta al curador qué conclusión sacar frente a los autorretratos de Kahlo cejijunta con todo y bigote y changos que la acompañan. Vuelta a activar, la cinta corre explayándose sobre el autorretrato titulado Diego en mis pensamientos, al que compara con los que se hacían de las monjas coronadas y, para subrayar el misticismo que emana de esta imagen, la relaciona con la historia de Parvati, una diosa india asociada con el autosacrificio.

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No es casual que el curador recurra a la mitología india. Además de un par de piezas de Kahlo, sólo así puede aproximarse a la otredad irreductible que debe domesticar transformándola en una narrativa despojada de complejidad y digerible para el público irlandés. Entre los mitos y creencias de los indios a ambos lados del océano no hay diferencias de fondo. El curador puede inscribir el trabajo de Kahlo bajo la bandera new age de la espiritualidad que hunde sus raíces en las culturas indígenas, previas a la Ilustración y estacionadas ritualmente en algún recoveco del tiempo.

La conclusión de la señora Wallace ondea en el título de su artículo que sintetiza la visión mediante la cual Kahlo y, por extensión, Rivera son asimilables. Como en cualquier tabloide cuya supervivencia en el mercado depende de sus “revelaciones”, las que nos depara Wallace son “celos, infidelidad —y gran arte.” Es una exposición cuyo signo primordial es la pasión entre “amantes guerreros” que se disputan la atención del espectador.

En el despliegue de fotografías que acompañan las cavilaciones estéticas de Arminta, los pies de foto enfatizan la presencia de la Frida “real” cuyas contradicciones le confieren paradójicamente la cualidad metamórfica del camaleón, que por cierto forma parte de una fauna excéntrica.

Ese mismo día, el Irish Daily Mail promueve la exposición con titulares enormes que subrayan la pasión “ardiente” que definió la relación entre Frida y Diego, cuya exposición amerita una fiesta abundante en condimentos.

A medida que el 6 de abril se aproxima, la revista Image incluye el retrato que Diego Rivera pintara de Natasha Gelman. Como parte de una agenda de actividades culturales, define el trabajo de Kahlo y Rivera como “iconoclasta” (sin duda porque la “otredad” suele serlo, envidiosa y resentida de las imágenes que la han vuelto subalterna) y centra la atención en que “Kahlo y Rivera compartieron una pasión tumultuosa, una unión caótica fincada en el arte, la pasión y la revolución”. Image sintetiza el trabajo de ambos artistas en un enunciado comercial que enfatiza el aspecto “tumultuoso” tan ad hoc con ese otro tumulto llamado revolución que parece haber sucedido alguna vez en un tiempo inmemorial. A pesar de la brevedad, el periodista logra moralizar su comentario juzgando la “pasión” artística y revolucionaria de Kahlo y Rivera como una “unión caótica”. El caos de todos los católicos tan temido porque atenta contra el matrimonio, antípoda de toda pasión y sobre todo si ésta es tropical.

Este retrato es el que suscita mayor admiración por la anécdota que el curador del IMMA repite infatigablemente: las joyas que Natasha luce son obsequio de Jacques, quien no quería que su mujer posara con piedras regaladas por sus predecesores. La estética hollywoodense del retrato seduce con facilidad a los espectadores, siempre inclinados a disfrutar mejor una imagen glamorosa que se presta a ser reducida a nivel anecdótico.

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El 7 de abril, el Metro Herald promueve la exposición en grandes titulares como “Matrimonio de ídolos”, donde vaticina que su popularidad superará la retrospectiva de Andy Warhol (160 mil visitantes) y la de Lucien Freud (157 mil). La nota se explaya en el rosario de temas a la disposición del curioso lector: la vida interior de la artista femenina y los traumas que debió enfrentar a causa del carácter animado de su marido, “el famoso muralista y héroe folclórico comunista”.

La nota del Metro Herald acentúa la extrañeza de los artistas, deshumanizados mediante su identificación con ídolos que, como sabemos desde las crónicas de la Conquista, eran el centro de un culto sanguinario, aspecto que explica su naturaleza desapacible y tempestuosa que, para colmo, es “roja”. Pero la nota también destaca un aspecto en la pintura de Kahlo que atrae la presencia de Judy Chicago, célebre artista feminista, que el domingo 12 de junio dialoga con la directora de la Hugh Lane Gallery of Modern Art y con quien esto escribe para refrendar el feminismo de la obra de Kahlo, cuyo trabajo debe separarse de las anécdotas biográficas que, según ella, impiden comprender su obra. “Es como si se analizaran ciertos cuadros de Pollock diciendo que antes de empezar a pintarlos había tenido una reyerta con su esposa —dice—, y esto nunca se hace con la obra de los artistas pero sí a menudo con la de las mujeres cuya creación aparece trivializada.” Kahlo emerge como icono feminista, emblema de batalla de una hermandad militante.

Le Cool del 15 de abril insiste en la celebridad del matrimonio Kahlo-Rivera y contrasta la cualidad íntima y visceral de la primera con la expansiva representación del país en el segundo, tema que sirve como preámbulo al único artículo capaz de reflexionar sobre la exposición.

El 16 de abril en The Irish Times, Fintan O’Toole se concentra en la mirada de Kahlo: “Es decepcionante ver en las fotografías que la mirada es real, que no la ha inventado como parte de una estrategia estética. Si lo hubiera hecho, sería una de las grandes invenciones de la cultura moderna”.

Tal elogio es irónico porque sitúa a Kahlo como una pintora realista que no hizo más que mirarse a sí misma y traducir sus rasgos a la pintura. O’Toole desmiente el aspecto “icónico” que la prensa ha repetido como una especie de mantra, señalando que todo en ella implica la creación consciente de una imagen —mostachos incluidos.

El arte clásico y el folclórico confluyen junto con sugerencias religiosas que expresan un misticismo sincrético que reúne madonas, santos y diosas como parte de una iconografía que desemboca en la mirada de Kahlo. Según O’Toole, tal mirada expresa autocontrol y es “la mirada más novedosa de la cultura moderna”.

En otras palabras, no somos nosotros quienes vemos a Kahlo como si examináramos una mariposa disecada sino que es ella quien nos observa. La conclusión interesa porque O’Toole es el único periodista que rescata la obra de Kahlo como un objeto estético que vale por sus propios méritos y no por los avatares melodramáticos y picantes que la oligofrenia de los tabloides enfatiza y porque no moviliza los estereotipos mediante los cuales los mexicanos somos concebibles a condición de ser criaturas exóticas e impredecibles, pasionales y tumultuosas, ardientes y picantes.

La popularidad de la exposición en el IMMA tuvo una resonancia no sólo estética sino que el affaire Kahlo-Rivera sirvió también para destacar la importancia de las instituciones culturales irlandesas para atraer exposiciones de calibre universal y, con ella, el patronazgo corporativo.

Uno de tales ecos sella como epitafio la percepción acerca de México y los mexicanos cerrando el círculo iniciado con una metáfora culinaria. El 2 de junio el Tribune invita a sus lectores a visitar la exposición en el IMMA: “es ideal para los aficionados a quienes les gusta su pintura picante como el chile y para quienes desean ver un arte tempestuoso como lo fue el matrimonio Kahlo-Rivera”.

Durante días he pensado en el valor de los estereotipos que nos definen como una de las manifestaciones más extremas de la “otredad”. Si algo nos distingue es que somos diferentes de los estereotipos con los cuales la cultura occidental legitima su identidad protagónica y que provienen del desarrollo industrial, de la ética protestante que Weber proponía como muro entre el mundo católico rezagado y la modernidad, entre las dictaduras bananeras y la democracia que, con el mercado, más allá de los Estados nacionales, establece la Arcadia del consumismo igualitario, es decir, con una serie de espejismos fragmentados que pretenden proporcionar la esencia y la totalidad del mundo desarrollado que es blanco y habla inglés.

De nada ha servido que el huracán Katrina revelara que dentro del primer mundo hay tercer mundo ni que la quiebra económica de varios países europeos —encabezados por Grecia e Irlanda y seguidos por Italia y España— confirme la existencia de dos Europas (para no hablar de una tercera que se convulsiona permanentemente en la zona de los Balcanes). Nada más fiel que los estereotipos ni más difícil de modificar que la inercia que arrastra la percepción.

La crueldad del azteca es un estereotipo que, junto con el de quien reposa bajo la sombra del nopal diciendo que mañana hará el trabajo que debió haber terminado anteayer, con el de quien cruza la frontera, y —desafortunadamente— con el del traficante de drogas, define cuatro estadios del “mexicano”: orígenes sanguinarios, pereza de los colonizados, desesperación que apunta a la incapacidad del mestizo a gobernarse y ser auténticamente independiente, y desintegración del país en una violencia que parece, por motivos muy distintos, sugerir un eterno retorno a la sangre, aunque esta vez lo que se valora no sean corazones sino, siguiendo la tradición del tzompantli, cráneos.

Una frase que he escuchado muchas veces en Irlanda al mostrar los autorretratos de Kahlo es: “¡qué fea!”. Para las chicas educadas en el modelo Barbie y que sueñan con ser talla cero —por más que la Guinness y las papas fritas rociadas con vinagre y sal se opongan—, Frida es un fenómeno (aunque en realidad sea un monstruo). La ceja que se prolonga enfatiza la fuerza de una mirada frontal que transforma al espectador en espectáculo y los bigotillos ajenos a la depilación subrayan los labios sensuales y apretados, creando un efecto perturbador porque ese exceso capilar reta la eficacia de las diferencias que separan lo femenino de lo masculino.

Ante las fotografías de Murray que acompañan la exposición, alguna espectadora compasiva comenta: “pero si no era tan fea”, pensando que con semejante solidaridad hará más digerible lo que Breton definió como una bomba rodeada por un listón. La capacidad transgresora de la obra de Frida no ha envejecido pero tampoco los avatares de la mexicanidad todavía reconocible por los estreotipos que determinan la percepción acerca de México.  ~

——————————
BRUCE SWANSEY (Ciudad de México, 1955) cursó el doctorado en Letras en El Colegio de México y el Trinity College de Dublín, con una investigación sobre Vallé-Inclán. Ha sido profesor en esta institución y en la Universidad de Dublín. Es autor de relatos y crítico de teatro.

2 Respuestas para “Avatares de la raza: Frida Kahlo y Diego Rivera en Dublín
  1. brisa dice:

    porque es para el colegio

  2. brisa dice:

    Como se llama la pintura de la chica que aparece como acostada
    ???necesito saber pronto

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