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Mi homenaje a Carlos Mijares
Cultura | Este País | Fernando González Gortázar | 01.07.2014 | 0 Comentarios

javier carral

Uno tiene pocas oportunidades de expresar su homenaje a alguien como Carlos Mijares Bracho; entre otras cosas, porque no hay muchos como él. Voy a decir algunas palabras sobre el amigo al que quiero, y el creador, pensador e investigador al que admiro. En el panorama de nuestra cultura, Carlos es un caso único: un arquitecto al margen de toda corriente, de todo grupo de poder o de amiguismo, que brilla con una luz intensa, propia y distintiva.

Yo nunca dejo de aprender de su genio para concebir espacios maravillosos y maravillantes, nunca dejo de aprender de su talento para entender la luz específica del sitio, para saber que a diferente luz debe corresponder distinta arquitectura, y para dar a esta un uso sapientísimo que explota todas sus posibilidades.

Nunca dejo de aprender de su genio para resolver con sentido común, belleza y sabiduría constructiva, la envolvente de ese espacio, y la pantalla —sean muros, techos, contrafuertes, botareles, e incluso el sabio ornamento con el que a veces da toques de gracia sin miedos ni trivialidades— que recibe dicha luz. Carlos parece haber introyectado, hasta hacerse uno con ellos, la forma en que trabajan los materiales, las líneas de esfuerzo de una estructura, lo que cada forma necesita para estar edificada y trabajar con comodidad, por así decirlo; lo percibe, lo siente, lo entiende, lo palpa, lo resuelve como si fuera parte de sus genes y tuviera un sexto o un centésimo sentido con el que es capaz de ver más allá de lo que vemos todos.

Lo mismo puedo decir de su material de adopción: el ladrillo, el block de barro cocido. Nunca dejo de aprender de la hermandad que ha establecido entre autor y material, como si el ladrillo comprendiera las necesidades funcionales y expresivas de su modelador, y este último los límites y riquezas que tiene su material, para no forzar los primeros y exprimir al máximo las segundas.

Nunca dejo de aprender de su modestia para encastrar un edificio dentro del tejido urbano, con una discreción que no disminuye su calidad, sino que lo hermana responsablemente con un contexto, con los edificios vecinos, los árboles, las nubes, y por supuesto los usuarios reales de carne y hueso.

Nunca dejo de aprender de su forma de mirar, y de su capacidad de convertir esas sensaciones en palabras para luego transmitírselas a otros, y de este modo compartir, entregar con prodigalidad de manirroto. No he tenido oportunidad de conocer sus Recorridos arquitectónicos, pero estoy seguro que allí también aprenderé que la arquitectura se ve en movimiento, que es un trayecto, una suma de sensaciones, imágenes y sorpresas, y que es esa sucesión infinita lo que produce la experiencia de vivir la arquitectura y su hermano mayor: el urbanismo.

Nunca dejo de aprender de su capacidad de reflexión y de análisis acerca de múltiples asuntos, empezando por las incógnitas, las ambigüedades, las muchas dudas y temores que, al menos en mí, provocan un oficio tan complejo, difícil y lleno de responsabilidades como el nuestro.

Nunca dejo de aprender de la curiosidad inagotable de Carlos Mijares, de su permanente búsqueda de preguntas trascendentes (incluyendo las que sabe que no tienen respuesta), de su inquietud intelectual y de su conciencia indagadora y aguda que no admite reposo.

Nunca dejo de aprender de su congruencia, de su honestidad intelectual y personal, de su sentido del deber, de su integridad sin fisuras.

Nunca dejo de aprender de su capacidad para dejarse tocar y conmover por arquitecturas de muchos tiempos y geografías, desde los mongoles hasta los bizantinos, los árabes, los románicos y góticos, los conventos novohispanos del siglo xvi, hasta múltiples arquitecturas vernáculas, nuestras y ajenas, para luego asimilarlas, convertirlas en alguna parte de su propia alma y rehacerlas, recrearlas, transfigurarlas en ese trabajo magnífico e intransferible que es el suyo.

Nunca dejo de aprender de su empeño por documentar, analizar, descifrar el contexto físico, biológico, humano, social y cultural de tesoros arquitectónicos que están por desaparecer, y que gracias a su visión y sus esfuerzos quedarán en nuestra memoria para siempre. El libro sobre La Petatera de Colima es, en muchos aspectos, ejemplar e invaluable. Nunca dejo de aprender de su solidaridad con los grupos humanos para los que trabaja, ni de su tenacidad en crear foros de reflexión colectiva y de hacer pensar y hablar a otros.

Nunca dejo de aprender de su lealtad y solidaridad para sus allegados y sus amigos, que siempre encontramos en él un puntal que no falla, un asidero y un confidente fiable y cariñoso, un punto de referencia y una brújula que nos orienta.

Nunca dejo de aprender de su generosidad para transmitir a otros su sabiduría, de ir por la América nuestra formando nuevas generaciones, sabiendo que somos el eslabón de una cadena sin fin, y que ese eslabón debe ser fuerte para garantizar que los cambios generacionales, cabe decir culturales, se hagan con amor y fluidez, sin mezquindades.

Nunca dejo de aprender de su capacidad para entender la tradición como un fenómeno dinámico y un cambio constante, para amarla, entenderla, aprender de ella, y luego renovarla, hacerla mutar, convertirla en una obra llena de ecos pero, como ya dije, de una novedad absoluta. Carlos, pues, es un Maestro con mayúscula y en la más amplia acepción de la palabra. Es mi enseñante, es mi amigo, es mi ejemplo.

Es un arquitecto de inmensa originalidad y altísimos vuelos, un pensador profundo, un militante social que asume con alegría y compromiso sus responsabilidades, un amigo sin par, un hombre de la historia y de su tiempo. Aníbal (o quizá Séneca) dijo: “Encontraré el camino o haré otro”. Como todo verdadero y gran creador, Carlos Mijares lo encontró e hizo otro, el suyo propio, que es un tesoro de todos.

Es también un hombre de enorme entereza y valentía intelectuales, siempre dispuesto a tomar los riesgos de la independencia, de la individualidad y la interioridad, de la propuesta que pone en tela de juicio los lugares comunes, y enfrenta inercias y perezas mentales.

Carlos nació en 1930, y sus años de estudiante en la Facultad de Arquitectura de la unam coinciden exactamente con el sexenio en que gobernó el país Miguel Alemán. Después de la Segunda Guerra Mundial, México vivió un periodo de relativa prosperidad, empezó a industrializarse, la sociedad (al menos la urbana) empezó a cambiar, esta capital se convirtió en un centro cosmopolita lleno de intelectuales variopintos, artistas, exiliados, nobles arruinados, delincuentes que huían de la justicia de sus países, miembros del incipiente jet set que todavía no se llamaba así, gigolós internacionales, excéntricos de todo tipo…

Esto, mientras la distribución de la riqueza se hacía más injusta, el ingreso per cápita de la mayoría de nuestra población se reducía aunque el producto interno bruto aumentara, cuando la inequidad social, el latrocinio y saqueo escandaloso de las arcas públicas, y el abuso de poder, se convertían en vergonzosas señas de identidad nacionales, y se borraban y enterraban para siempre los vestigios de los altos ideales de la Revolución mexicana, todavía muy cercana, la cual se volvió un títere de la demagogia oficial y de mil manipuladores y oportunistas.

Entonces existió entre nosotros la ilusión de estar accediendo al primer mundo de la mano de Estados Unidos, y un proyecto de modernización nacional que no sabíamos bien lo que significaba, compartido por el gobierno, los mexicanos poderosos, las clases medias que empezaban a fortalecerse, y también por la mayoría de los arquitectos. Fue la época de oro del movimiento moderno en nuestra arquitectura. Y cuando hablo del movimiento moderno, del funcionalismo-racionalismo que era el signo arquitectónico de los tiempos, por lo menos en el Distrito Federal, lo hago sin ninguna intención peyorativa: aquí tuvo grandes representantes, y admiro enormemente a muchos de sus hacedores y productos.

Esa arquitectura tenía una fe ciega en el progreso, en la tecnología, en la razón lógica, y en ciertos materiales que parecían inherentes a ella, especialmente el concreto, el acero y el cristal. Se creía en paradigmas de pretendido valor universal, simbolizados centralmente por Mies van der Rohe y, en menor grado por ser mucho más difícil y complejo, por Le Corbusier.

Y es precisamente en tal escenario político, económico, social y cultural, en el que el joven Carlos Mijares inicia ese acto de rebeldía que significa su trabajo y el material que ya para entonces, incipientemente, era su bandera e inspiración: el ya mencionado tabique de barro, un material humilde, térreo, atecnológico (si así puede decirse), atemporal y eterno, y sus técnicas constructivas asociadas, artesanales, usadas casi sin cambios a lo largo y ancho de la historia humana a partir de los etruscos.

Pocos años antes, Luis Barragán había hecho propuestas de similar tenor espiritual, y ambos, Carlos y él, irrumpieron en el panorama de nuestra arquitectura como auténticas rarezas, con un repertorio y un lenguaje formal desconcertantes que, al menos en apariencia, no tenían nada que ver con la modernidad y las vanguardias: ambos genios se encargaron de demostrar que no era así, que un bloque de tierra o una viga de madera pueden ser tan de hoy como el vidrio y el acero, que las rutas de la cultura son infinitas, que no existen recetarios, y que el talento inventivo hace milagros.

Por cierto, en mi opinión, su carácter subvertidor de modas, modos y clichés es el único punto de contacto entre Barragán y Mijares, dos arquitectos personalísimos que en casi todo lo demás son diferentes. Se necesita tener el alma muy en su lugar, una valentía y una convicción a prueba de todo, para resistir en solitario y a cuerpo limpio la avalancha de una moda no solo prestigiosa, sino también “oficial”, dentro de la que se daban los encargos y los contratos públicos, y que marcha justo en dirección contraria a la que tú has escogido o, como tal vez diría Borges, la que te escogió a ti.

El ladrillo, pues, es propuesto y colocado como material de la modernidad. Es claro que esto no implica que Carlos fuera un nostálgico o desconfiara del futuro. Lo que sucede es que sabía que solo por el camino de hurgar en nuestras entrañas se puede alcanzar la universalidad, que es el único éticamente válido, que la forma exclusiva de enriquecer al mundo es el de ser nosotros mismos. Como Barragán, y como Orozco, Tamayo, Álvarez Bravo, Juan Rulfo y otros de nuestros más altos faros, Carlos muestra la falsedad de la dicotomía entre lo nacional, e incluso lo regional, y lo universal. Pero no solo de esa: sería fascinante poder emprender un día el análisis de la manera tan personal y lúcida en que Carlos Mijares resuelve otras intrincadas y aparentemente irreconciliables dicotomías: por ejemplo, moderno versus atemporal, simple versus complejo, tradición versus innovación, culto o cultivado versus popular, rústico versus refinado, íntimo versus monumental y/o grandioso, modesto versus suntuoso, permanente versus perecedero, confinamiento versus fluidez espacial…

El año 1968 fue un parteaguas en la vida social y en la conciencia política de este país; también lo fue en la vida profesional de Carlos Mijares; tuvo entonces una suerte de revelación. Aunque casi desde siempre, como ya dije, usó el ladrillo, en la iglesia de Ciudad Hidalgo, fechada precisamente entonces, Carlos adopta en definitiva ese material y, al hacerlo, descubre su prodigioso lenguaje; quiero decir, ambos: el del tabique y el de su persona. Lo adopta en el sentido en que se adopta un niño: para criarlo, para crearlo y para autocrearse a través de él; para educarlo, para enseñarlo a dar lo mejor de sí mismo. Solo con esta obra ejemplar podría llenarse una vida entera; es de esas piezas magistrales que se dan contadas veces en cada generación, y que la marcan. En este trabajo y en los que siguieron, Carlos maneja el material con la maestría de un alarife gótico, en donde las leyes de la gravedad y la mecánica, el peso y la sustancia del ladrillo son los que engendran las formas y crean un manejo de la luz que las matiza y las enfatiza, que las goza. Aquí aparece el Carlos Mijares lúdico, el que sabe que el juego es la cosa más seria del mundo, el que cultiva el placer de realizar gran arquitectura con la naturalidad de un niño que arma sus castillos de sueños.

Carlos entiende el valor del símbolo, y lo crea con cada una de sus obras. Entiende la grandeza del vacío cargado de vibraciones y entrañas, ese vacío que, desde Teotihuacán y Monte Albán hasta la Ciudad Universitaria y más acá, ha sido una constante en la mejor arquitectura de estas tierras. Mijares sabe de la posibilidad de dar lecturas múltiples a su trabajo inaugural. Carlos Mijares es uno de nuestros grandes clásicos, uno de esos personajes de nuestra cultura que nos han demostrado, con su trabajo, que México no pertenece al pasado, que podemos abrir de par en par las ventanas para que entren todos los aires del mundo, y seguir siendo nosotros mismos; que podemos y debemos convertir el futuro en parte de nuestro corazón. Carlos nos ha mostrado que el futuro será tan cambiante e inesperado como lo es la identidad personal y colectiva, todos los días renovada y distinta, y siempre la misma. Como López Velarde pedía a la Suave Patria, Carlos ha sido fiel a su espejo diario, que es también el nuestro. Como toda arquitectura verdadera, el trabajo de Carlos Mijares asume el azar y el espíritu de aventura, el vínculo fraterno con el usuario, la intensidad, la imaginación y la inteligencia. Y, curiosamente, el asumir todos esos compromisos no resta libertad a su obra, porque justamente los preside el compromiso con la libertad. Yo le digo a mi maestro Carlos, a mi ejemplo Carlos, a mi hermano Carlos, que lo que nos ha enseñado con su obra y con su vida es impagable, que todos estamos en deuda con él. Lo felicito de corazón por este homenaje que merece como muy pocos, y felicito al Instituto Nacional de Bellas Artes por un acto de estricta justicia hacia este altísimo personaje, sin el cual México y muchos de nosotros seríamos otra cosa.

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FERNANDO GONZÁLEZ GORTÁZAR (Ciudad de México, 1942) creció y pasó su juventud en Guadalajara, donde cursó la carrera de Arquitectura; además es escultor, paisajista y urbanista. A lo largo de su trayectoria ha participado en más de veinte exposiciones en el Palacio de Bellas Artes y el Museo Rufino Tamayo, entre otros recintos. Recibió el Premio Henry Moore en 1989, el América de Arquitectura en 2009 y, en 2012, el Nacional de Ciencias y Artes en el área de Bellas Artes. Su más reciente exposición: Resumen del fuego, puede visitarse en el Museo de Arte Moderno hasta el 20 de julio de 2014.

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