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Nuestra Señora de las Letras
Cultura | Este País | José Antonio Lugo | 01.07.2014 | 0 Comentarios

Javier Carral 1

Yourcenar —anagrama de su apellido original: Crayencour— es una de las luces más brillantes de la literatura francesa. Además de su extensa obra poética y sus imprescindibles novelas, fue una gran traductora. Ejerció implacablemente su oficio y alcanzó la sabiduría a través de él, como nos relata el autor de este ensayo.

Marguerite Yourcenar nació el 8 de junio de 1903 en Mont-Noir, Bélgica, y murió en Maine, Estados Unidos, en 1987. Creadora de una obra rica en matices y poseedora de una mágica y profunda sabiduría, era, además, un espléndido ser humano. La coexistencia de ambos elementos —una artista excepcional y una mujer admirable— no tiene por qué ser —de hecho no lo es— una necesidad o un ejemplo a seguir. Pero esta coincidencia feliz de talento y bondad ejerce sobre mí una atracción irresistible hacia Nuestra Señora de las Letras, como en una plática la llamó mi amigo Fernando Solana Olivares: Notre Dame des Lettres.

A un escaso mes de haberse cumplido los primeros ciento once años de su nacimiento, espero que estas líneas sirvan como homenaje en el sentido celebratorio de Tournier, de gozoso recordatorio para quienes la hemos leído y, con suerte, sean asimismo la puerta de entrada a nuevos lectores, que descubrirán en ella el brillo áureo que distingue su obra y su vida.

En Los ojos abiertos, la larga entrevista que concedió a Matthieu Galey —que se publicó como libro, tanto en francés como en español—, Yourcenar menciona que no tuvo madre —murió a los diez días de su nacimiento, de fiebre puerperal, como se llamaba entonces— ni escuela —su padre, Michel de Crayencour, le procuró una sólida educación con maestros privados. Y, afirma Yourcenar, la madre y las escuelas son quienes educan a los hijos y a los alumnos en la prohibición, en la lista interminable de lo que no se debe hacer… de modo que ella se crió como un espíritu libre.

No repasaré su biografía —para ello tenemos la que realizó Josyane Savigneau, estupenda— ni el conjunto de su obra. Me detendré en cuatro textos que para mí son los cuatro peldaños que fue escalando hasta alcanzar la plenitud y la sabiduría. Soy consciente de que la palabra sabiduría parece al borde de la exageración; espero demostrar que solo estoy siendo preciso.

Antes de su primera obra maestra, Memorias de Adriano, Yourcenar publicó poemarios de autor —Las caridades de Alcipo—, libros de cuentos —Cuentos orientales, donde se encuentra uno de mis relatos favoritos: “Cómo se salvó Wang-Fo” y “La muerte del príncipe Genghi”: el final que imagina del personaje de la novela de Murasaki Shikibu, La historia de Genghi Monogatari, novelista a la que llamó, ni más ni menos, “la Marcel Proust del Japón feudal”; así como Fuegos, relatos en prosa poética—, una novela epistolar: Alexis o el tratado del inútil combate, y la novela El tiro de gracia, entre otros textos. Vivió los años veinte y treinta —de su vida y del siglo— en Europa con absoluta libertad, sin saber que esa libertad era el canto del cisne. La Segunda Guerra Mundial acabó con esa Europa y la obligó a emigrar a Estados Unidos, donde se instaló con su compañera Grace Frick en Petite Plaisance, una casa al norte de Maine. Allí escribió su primera obra maestra, el primer peldaño de su asombroso camino hacia la sabiduría: Memorias de Adriano.

Como muchos lectores saben, las Memorias… están escritas desde la perspectiva de un hombre que avizora “el perfil de su muerte” y que tratará, en la última frase de la novela, de entrar a ella “con los ojos abiertos”. En ese intervalo, esta carta, dirigida a Marco Aurelio, futuro emperador y filósofo estoico, describe la vida de un hombre que alcanzó el máximo poder al que se podía aspirar en su época y, también, al máximo conocimiento. Adriano leyó más de mil quinientos libros y era un hombre interesado en el saber y la reflexión que deriva de él. Esos libros los leyó Yourcenar en griego “para pensar como él”. Por eso, cuando Bernard Pivot, el gran entrevistador de la televisión francesa, le preguntó si ella podía afirmar “Adriano soy yo”, como Flaubert dijo de Madame Bovary (“Madame Bovary c’est moi”), ella respondió: “Non, je suis devenue Hadrien” (“No, me he convertido en Adriano”). Yourcenar eligió, como el primer gran personaje de su obra literaria, al hombre que tenía todo el poder y todo el conocimiento.

En 1968 publicó su siguiente obra maestra, Opus Nigrum (L’Oeuvre au Noir). Se le llamó, con acierto, con el título en latín en la edición en nuestra lengua, porque en español “obra negra” se refiere a una obra en construcción, mientras que en esta novela se refiere a uno de los tres pasos de la alquimia: Nigredo, la obra negra; Albedo, la obra blanca y Rubedo, la obra en rojo. La obra negra es el paso de la disolución. El personaje principal es Zenón: médico, alquimista, astrólogo y escritor de libros considerados heréticos. Ejerce cada una de sus profesiones pero no se detiene allí; busca, como le dijo a su primo Henri Maximilien, “morir menos necio de lo que nací” y pretende “no morir sin haber dado la vuelta a la prisión”. Es la misma actitud que tiene con sus amores y preferencias sexuales. Zenón prueba, aprende, siente, pero no se deja atrapar por nadie, ni por el dinero, el sexo, la fama, la rebeldía, ni por un afán de conocimiento que lo lleve a la hoguera, como a Giordano Bruno. Adriano tenía el poder y el conocimiento, y era un hombre de “síes”; Zenón tiene el conocimiento y es un hombre de “sí, pero después no”. Esa convicción, la de mantenerse libre siempre y no dejarse atrapar lo conduce, en una época de intolerancia, a ser víctima de quienes no lo aceptan ni lo comprenden. Zenón se quita la vida momentos antes de que, a raíz de su condena, se la quiten a él, para ser hasta el último momento dueño de sus decisiones. Esta novela, ubicada en el Flandes del siglo xvi, se convirtió en un estandarte en el 68, y la primera reseña que apareció sobre ella la escribió un joven diputado francés: François Miterrand.

Después, Yourcenar escribiría una enorme trilogía familiar que describe sus raíces maternas y paternas: Recuerdos piadosos, Archivos del Norte y ¿Qué? La Eternidad. Para entonces ya había sido aclamada por la crítica y electa para ser la primera mujer que ocupara un sitio en la Academia Francesa, un espacio que ella no solo no buscó sino que, incluso, el hecho de vivir en Estados Unidos, alejada de los círculos literarios franceses y habiendo adoptado la ciudadanía estadounidense —nunca dejó de tener las ciudadanías belga y francesa—, no la hacía precisamente agradable a los ojos de muchos. Sin embargo, nadie dejó de reconocer la grandeza de su obra, con excepción de algunos, como Lévi-Strauss —el gran antropólogo al que tanto admiró Octavio Paz—, quien, al saber que ingresaría a la Academia Francesa, que en trescientos años no había permitido que ninguna mujer franqueara sus puertas, dijo: “No se cambian las costumbres de la tribu”.

Más allá de esa saga, su siguiente gran obra maestra es una pequeña nouvelle titulada “Un hombre oscuro”, que se encuentra dentro del libro Como el agua que fluye. En ella, el personaje, Natanael, es un hombre oscuro, anodino, cuya vida es similar a la de cualquier ser humano y, sin embargo, en la existencia de un hombre como él, común y corriente, se encuentra la riqueza de cualquier vida humana. Es curioso, lo mismo hizo Flaubert en Un corazón simple, donde la criada Felicidad es, desde su miedo y su compasión, desde sus pequeñas alegrías y su ignorancia, un ser humano valioso por ser único. En este tercer eslabón vemos cómo Natanael no solo ya no es el hombre del poder y el conocimiento, como Adriano; ni el hombre del conocimiento, como Zenón, sino un hombre oscuro —como el título de la obra— que vive y muere después de haber pasado por los aprendizajes de casi cualquier transcurso vital.

La cuarta obra maestra de Marguerite Yourcenar ya no fue escrita sino seleccionada por ella. Yourcenar solo escribe la introducción de La voz de las cosas. En ella cuenta que, al momento de sostener una preciosa pieza de malaquita hindú —que había comprado con su compañero Jerry Wilson en la India—, esta se resbala de su mano por el efecto de una debilidad postoperatoria y se hace añicos. Yourcenar destaca, en medio de su tristeza, la belleza del sonido de esa destrucción, por eso decide llamar así el libro al que consideraba su “libro de cabecera y reserva de coraje” —coraje en el sentido de valor, no de enojo. Y es que el volumen es un ramillete de frases provenientes de distintas tradiciones y personajes: budismo, cristianismo, taoísmo, hasidismo, confucianismo; Bob Dylan, San Francisco de Asís, William Blake; la mística renana, la sabiduría zen y un largo etcétera. Un ramillete de frases que ensancha el alma. Va una muestra, una frase de “el filósofo desconocido” (s. XVIII): “Hay seres a través de los cuales Dios me ha amado”. El último gran libro de Marguerite Yourcenar fue recopilado por ella; había alcanzado esa sabiduría donde no se necesita ser el autor, porque es igual de valioso compartir lo que nos llega de otras fuentes y toca nuestro corazón.

Por ese entonces, Yourcenar escribió:

Tengo la impresión de ser un instrumento a través del cual pasan corrientes y vibraciones. Y eso vale para todos mis libros, y diría incluso para toda mi vida. Quizá para toda vida, y los mejores de entre nosotros no son quizá más que cristales transversales.

Una muestra más de la transformación de la artista que escribía “huevos de Fabergé” —es decir, relatos perfectos— a la escritora dueña de su arte pero también de los secretos profundos que buscó Zenón —su personaje más querido— son las siguientes frases: A los veintitantos años, en Alexis… escribió: “La felicidad es una inocencia”; casi a los cincuenta, en Memorias de Adriano: “La felicidad es una obra maestra” y, más allá de los ochenta, escribió en un ensayo —publicado después de su muerte— que, cuando estaba en Japón preparando su libro sobre Mishima, sintió “no un instante de felicidad, porque la felicidad no se mide por instantes, sino la súbita conciencia de que la felicidad nos habita”.

Le tomó toda la vida lograr que la felicidad la habitara; le tomó toda la vida volverse una de las mejores escritoras del siglo xx; le tomó toda la vida convertirse en una mujer sabia. Sus cenizas fueron envueltas en el chal que le diseñó Yves Saint-Laurent —no para su muerte, sino para el traje con el que asistió a las sesiones de la Academia Francesa. Su epitafio nos muestra la altura de su linaje, la belleza de su alma: “Quiera Aquel que acaso Es dilatar el corazón del hombre a la medida de toda una vida”. Salve, Marguerite Yourcenar. Salve, Nuestra Señora de las Letras. Gracias por los dones recibidos. Amén.~

________

JOSÉ ANTONIO LUGO (Ciudad de México, 1960) escribió sus tesis de licenciatura en Letras Francesas y de maestría en Literatura Comparada sobre Marguerite Yourcenar. Es autor, entre otros libros, de La inocente perversión: mirada y palabra en Juan García Ponce (Conaculta, 2006), Letras en la astrología (Terracota, 2008) y, en coautoría con Yolanda Meyenberg, Palabra y poder: Manual del discurso político (Grijalbo, 2011).

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