El conjunto de iniciativas enviadas el pasado 15 de diciembre por el presidente Felipe Calderón tiene el mérito de haber producido un amplio debate sobre la reforma de las instituciones políticas en México. Además, y a reserva del análisis de su contenido –de sus propósitos, alcances y omisiones– es la primera ocasión en que el Ejecutivo asume la responsabilidad de una propuesta política con cambios significativos para el sistema en su conjunto, con los beneficios y costos que ello implica para quien detenta el cargo.
No hay marco institucional perfecto o ideal y el buen funcionamiento de un sistema depende no sólo de las normas que lo estructuran y lo rigen sino de la distribución del poder político y de la conducta de las fuerzas que lo integran. En otras palabras, no hay marco institucional que resista la falta de voluntad o la disposición para representar los intereses del electorado o para llegar a acuerdos entre los adversarios. Parto también de la base de que no hay forma de garantizar que la toma de decisiones, según el punto de vista de unos o de otros, sean las correctas para satisfacer las demandas ciudadanas o para llevar a una nación a la prosperidad.
Más allá del examen puntual de cada una de las iniciativas y de la propuesta de alternativas que considero más adecuadas, de entre las diez iniciativas presentadas por el presidente Calderón no hay ninguna a la que habría que oponerse por considerar que sus consecuencias negativas sean mayores que las positivas o porque atenten contra la “democraticidad” del sistema. Como he argumentado con anterioridad, el problema con el conjunto de iniciativas no es que sean buenas o malas per se sino que en su mayoría no atienden, desde mi punto de vista, los problemas que dicen están llamadas a resolver: hacer más gobernable, eficiente, responsable y transparente el sistema de gobierno manteniendo o incluso acrecentando la pluralidad política. Veo pocas iniciativas que propicien la agilización del trabajo legislativo, la colaboración en el interior del poder Legislativo, y entre éste y el poder Ejecutivo. Propósitos que comparto plenamente. Tampoco puede afirmarse que estas iniciativas contribuyan mayormente a la formación de mayorías o que tengan el potencial de resolver el desencanto de los ciudadanos con la política, los políticos o con la democracia.
No obstante, resulta difícil entender los fuertes cuestionamientos o incluso la descalificación de que ha sido objeto la propuesta del presidente, porque legisladores, grupos parlamentarios y partidos que hoy la descalifican, han presentado ante el Congreso iniciativas muy similares cuando no idénticas o han planteado en discursos y declaraciones las mismas ideas. A partir de una revisión de las iniciativas en el Congreso desde 1997 a la fecha encuentro decenas de iniciativas de integrantes de cada partido político en la misma dirección Las hay sobre reelección de legisladores (PRI, PAN, PRD, PV, Convergencia), reelección de autoridades municipales (PAN, PRI, PV), reducción del Congreso (PRI, PAN, PRD, PV), trámite legislativo preferente (PRI, PAN), segunda vuelta (PRI, PRD, Convergencia, PV) candidaturas independientes (PAN, PRI, PRD), iniciativa ciudadana (PAN, PRI, PRD, Convergencia), veto (PRI, PAN, PRD, PV), iniciativa a la SCJN (PAN, PRI, PRD).
Es por eso que no puede dejar de pensarse que el origen de la iniciativa, esto es, el hecho de que la haya presentado el Ejecutivo, pueda estar pesando en el ánimo de la discusión.
Reelección
Las bondades de la reelección han sido discutidas ad infinitum: reforzamiento del vínculo entre representante y representado, instrumento de premio y castigo, rendición de cuentas, experiencia, profesionalización y especialización, ventajas derivadas de un horizonte de largo plazo. Estos y otros argumentos pueden leerse en las exposiciones de motivos de la veintena de iniciativas que esperan dictamen en las comisiones de las Cámaras.
Lo que sorprende es que ahora que se ha reavivado la discusión surgen voces de los mismos partidos o de las mismas corrientes que abanderaban la idea, oponiéndose a ella. Unos bajo el argumento de que los políticos son corruptos y no hay que dejarles más tiempo y espacio para sus corruptelas; otros aduciendo la captura de legisladores y presidentes municipales por el crimen organizado. Otros más porque la reelección haría presa a los legisladores de intereses privados o daría mayor poder a los gobernadores produciendo cacicazgos. Incluso otros porque rompe con una “tradición muy mexicana”.
Todas estas cosas, en efecto, pueden ocurrir. Incluso ocurren sin reelección y hablan de la calidad de la democracia y de la profunda desconfianza que existe entre los políticos y de los ciudadanos hacia los políticos. Pero lo que no es admisible es que en lugar de buscar la manera de evitar o de castigar esas conductas ilegales, se conviertan en un impedimento para la reelección y se prive a la democracia de un instrumento importante y a la ciudadanía de un derecho político. El listado de problemas o consecuencias negativas que atraería la reelección consecutiva en el Congreso deben ser solucionados con los instrumentos correspondientes: el combate a la impunidad, la ofensiva contra los privilegios, la regulación del cabildeo, la vigilancia y rendición de cuentas, la mejor formación de los políticos, pero no con la ausencia de reelección.
Otra cosa es que la reelección sea la panacea. No lo es. Por el sólo efecto de la reelección, no vamos a tener de la noche a la mañana un Congreso más profesional, experimentado, transparente o más responsable y “responsivo” a los electores o las ofertas de campaña. Estos objetivos requieren de tiempo y de otras reformas como la creación de cuerpos apartidistas de asesoría profesional, de una mejor organización interna del Congreso, de incentivos para que los legisladores apuren sus trabajos, de la regulación del “cabildeo” y de instrumentos de control del ejercicio del poder político. Tampoco sirve la reelección a los propósitos declarados de formar mayorías, mejorar de manera sustantiva la posibilidad de acuerdos entre los poderes o incrementar la gobernabilidad. Con todo, es un instrumento que tiene más ventajas que desventajas. De acuerdo con el principio de que los derechos políticos sean lo más extenso posible, mi posición es no sólo adoptarla sino extenderla. Si la reelección tiene las ventajas de las que se habla en cada una de las iniciativas presentadas por cada uno de los partidos y por el Ejecutivo, tendría que ser planteada también para los ejecutivos federal y estatales aunque ajustando sus periodos. Al igual que a los legisladores, deberíamos poder premiar y castigar a un buen presidente o a un buen gobernador. Al igual que con los legisladores, se debería fortalecer el vínculo con el electorado. Al igual que en los legisladores deberíamos apreciar la virtud de la experiencia, la profesionalización y el expertise que podría adquirir un titular del Ejecutivo federal o local. No puede seguir viviéndose con el temor de que un gobernante buscará perpetuarse en el poder. En todo caso si ese personaje surgiese no lo detendría la norma constitucional que impide la reelección.
Lo mismo diría yo respecto a los legisladores plurinominales. Algunos de los proyectos de reelección excluyen absurdamente a los legisladores que acceden a sus cargos por la vía de la representación proporcional. La ley no distingue entre derechos y obligaciones de los legisladores en función de su vía de acceso al Congreso. A todos rige la misma ley, a todos impone las mismas obligaciones y derechos. Excluirlos sería tanto como decir que en los sistemas de representación proporcional pura, como España, no debería existir la reelección.
Una nota sobre la reelección de presidentes municipales. Aún cuando la reelección debe pensarse en términos de cualquier cargo de elección popular, es necesario atender al problema de que en muchos municipios la elección para ocupar los cargos municipales se hacen por planilla y no de manera individual. Esta peculiaridad obliga o bien a modificar la forma de integración del gobierno municipal o bien a buscar una alternativa a la reelección pues podría darse el caso de que los electores de la demarcación quisieran reelegir a algunos de los integrantes de la planilla pero no a otros.
Fórmulas de acceso
Con respecto a las fórmulas de acceso al poder, soy de la opinión que si bien el sistema mixto por el que ha optado México es susceptible de ser mejorado en el margen, ha resultado ser un área de estabilidad. No parece aconsejable empeñar esfuerzos en modificarlo abriendo un nuevo espacio para el conflicto. En todo caso si de reformular el sistema se trata, el ejercicio debería responder a un conjunto de criterios generales que no estoy segura se estén siguiendo:
Primero: claridad sobre que lo que se tiene no funciona y las causas de por qué no lo hace.
Segundo: conciencia sobre los objetivos que se persiguen con su reforma.
Tercero: seguridad en que el instrumento o norma que se va a adoptar nos acerca de mejor manera al objetivo buscado y, al mismo tiempo, no nos aleja de valores que abrazamos. Por ejemplo, el propósito podría ser el de la formación de mayorías pero la consideración podría ser que esto podría alejar al sistema del valor de la representatividad o de la pluralidad.
Cuarto: conocimiento sobre el resto de normas a modificar como efecto de la adopción de una nueva disposición. Por ejemplo, la reelección es incompatible con la prohibición de que los que detentan cargos de elección popular hagan promoción electoral.
La pregunta en el tema de fórmulas de acceso es entonces, ¿para qué mover un equilibrio estable que está lejos de representar un problema, que permite la pluralidad y cuya modificación no arroja ganancias tangibles?
Traducción de votos en asientos
Como en casi todos los temas, en éste hay mejores y peores sistemas. México tiene un sistema de proporcionalidad aceptable. Si lo comparamos con un país que ha adoptado un sistema de mayoría y donde una fuerza política puede obtener 55% de los escaños con tan sólo 35% de los votos y otra fuerza política sólo 4% de los asientos con más de 20% de la votación (Gran Bretaña), México aparece como un gigante de la proporcionalidad entre votos y asientos. Si lo comparamos con otro sistema –el alemán por ejemplo– en el que el número de asientos se amplía o reduce para alcanzar la traducción exacta entre votos y asientos, México está por debajo en grado de proporcionalidad. Las consecuencias de uno y otro sistema son diametralmente opuestas y las razones para su adopción tienen que ver con la historia de cada país, con la composición de sus sociedades y con los principios y valores que se priorizan, pero difícilmente podría decirse que mientras Alemania es democrática, Estados Unidos o Gran Bretaña no lo son.
Otra vez, la pregunta es qué se busca, qué valores se quieren privilegiar. Nos parece importante la mayor proporcionalidad: vayamos al modelo de representación proporcional pura o adoptemos un sistema mixto en el que no se acepte la sobrerrepresentación. Queremos facilitar la formación de mayorías: abracemos un sistema de mayoría relativa. No queremos ninguna de las dos cosas: dejemos en paz una norma que funciona.
Número de curules
Hay diversas propuestas otra vez de prácticamente todos los partidos. La política comparada muestra una variedad de experiencias. Hay congresos proporcionalmente más pequeños que el nuestro, como los de Brasil o EU, y otros mucho más grandes, como los de Italia o Gran Bretaña. El análisis empírico sobre el desempeño de sus congresos tiene que ver poco con su tamaño. El desempeño está relacionado con si el sistema es presidencial o parlamentario, con la distribución del poder político, con las mayorías que logra el partido del presidente, con la disciplina de los partidos y con las normas internas de funcionamiento del Congreso más que con su tamaño.
En este punto –como en muchos otros– lo que hay detrás es el abanderamiento de una demanda derivada del malestar de la ciudadanía con la política y los políticos. Bien titula la empresa encuestadora Parametría su último reporte: “Reducción de legisladores: aprobación desinformada”. La gran mayoría de los mexicanos –más de 80%– ignora el número de diputados y senadores que componen las Cámaras pero una mayoría de la misma magnitud se pronuncia en favor de su disminución. ¿Por qué quieren los partidos –o algunos de ellos– hacer caso a una demanda que no tiene ni pies ni cabeza porque deriva de la ignorancia? ¿Por qué vestirla de argumentos que no tienen sustento?
Afirmar que el Congreso trabajaría mejor en un cuerpo de menor tamaño es no conocer el abecé del trabajo parlamentario, pues la mayor parte de ese trabajo –la agenda, la discusión y elaboración de dictámenes e incluso la negociación– no se da en el pleno al que concurren los 500 diputados, sino en otros órganos como las comisiones, la Junta de Coordinación Política, la mesa directiva, etc. En todo caso, haría falta una iniciativa para reformar la organización interna y el funcionamiento de las Cámaras.
La reducción por sí misma no cambia la composición del Congreso si no se mueven la forma de integración y las fórmulas de traducción de votos en asientos. La reducción de la Cámara de Diputados no guarda relación con el propósito de mejorar la relación entre los poderes Ejecutivo y Legislativo. Ésta pasa fundamentalmente por las facultades de cada poder, los instrumentos para ejercerlas y las áreas de traslape entre los poderes además de, por supuesto, la distribución del poder político en el interior del Congreso y las alianzas parlamentarias que ahí se formen.
El argumento del ahorro no tiene asidero. Si de ahorrar se trata hay mejores maneras de hacerlo. Hoy el Congreso recibe más de cinco mil millones de pesos y sostiene una burocracia de miles de trabajadores. Tela de donde cortar hay mucha.
Más importante en todo caso es, partiendo de la base de que se ha optado por un sistema mixto, analizar qué parte se reduce: la de representación proporcional o la de mayoría relativa. Se han planteado propuestas para reducir la Cámara de Diputados de 500 a 400 legisladores manteniendo la proporción de 60% de mayoría relativa por 40% de representación proporcional y otras que favorecen la fórmula de 75 y 25% respectivamente.
En términos numéricos, ambas fórmulas reducen la representatividad porque cada diputado representaría a más ciudadanos. La segunda tiene además la desventaja de reducir la pluralidad y la primera el problema de obligar a la redistritación que promete ser un problema político de gran importancia y difícil acuerdo.
La pregunta es, otra vez, qué se gana realmente con las iniciativas en cuestión: nada o casi nada. Y qué tanto se complica la agenda: mucho o bastante.
Una discusión distinta es la del Senado. No hay justificación alguna para tener tres tipos de senadores, uno de los cuales, además, se aleja del principio de la representación territorial.
Desaparecer a los senadores de representación proporcional electos en una sola circunscripción nacional es razonable por ese solo motivo. Adicionalmente, puede demostrarse que la fórmula Droop que contiene la iniciativa del presidente Calderón es superior en tanto refleja de mejor manera el sentido del voto. Tiene además la ventaja de moverse hacia las listas abiertas en las que al elector se le abre más de una posibilidad: puede no sólo elegir al partido sino al candidato. En con traste con lo que han argumentado algunos, la competencia entre candidatos puede ser sana y no necesariamente lleva al conflicto entre los miembros de un mismo partido. Por el contrario, al poder llevarse el mismo partido dos o incluso los tres senadores posibles, se crea el incentivo para una estrategia de unidad.
No es el espacio para mostrar cuál sería la composición del Senado con diferentes escenarios de votación pero los que se han elaborado muestran que la pluralidad del Senado no sufriría con la reducción a tres senadores por entidad federativa.
Para terminar me refiero a algunos puntos sustantivos para la discusión y el debate. Las iniciativas de reforma que me pidieron comentar –salvo la de la reelección que tiene consecuencias más profundas aunque tardarán en verse– se refieren a las formas de acceso al poder y a las fórmulas para la traducción de votos en asientos. Después de dos décadas y seis reformas se llegó a un modelo aceptado y aceptable. A lo largo de los últimos años no se ha escuchado de parte de los partidos ni de la mayoría de los analistas cuestionamientos profundos al sistema de acceso al poder o al de representación del país. Los reclamos producto de la cerrada elección de 2006 corren por otras vías y no se refieren a los temas aquí tratados.
¿Por qué reformar esa parte del sistema político que funciona relativamente bien y por qué no enfocar los esfuerzos en esas otras reformas que podrían mejorar el desempeño del sistema sin sacrificar representatividad? ¿Por qué elevar las expectativas de la población en el sentido de que un cambio a las formas de acceso al poder va a traducirse en mayores acuerdos y estos mayores acuerdos en mayor prosperidad cuando a todas luces éste no es el caso?
Quiero insistir en que si revisamos la experiencia internacional no vamos a encontrar una relación robusta entre reelección, tamaño de la cámara y formas y fórmulas de acceso con un mejor o peor desempeño del Congreso, con más o mejores acuerdos, con mayor estabilidad o con mayor aprecio por la democracia. Esto va también para los temas que han sido motivo de las otras mesas de discusión: candidaturas independientes, umbral, segunda vuelta, iniciativa ciudadana, revocación de mandato y referéndum.
En cuanto a la normatividad en relación con las formas de acceso al poder el foco de atención debería ser otro: corregir los errores y omisiones de la reforma electoral de 2007: el asunto de los medios, el de la libertad de expresión, el de la función de jueces que se asignó a los consejeros, el de la fórmula para otorgar recursos a los partidos, el de su mayor transparencia, etcétera.
La respuesta a la falta de acuerdos en las Cámaras o entre éstas y el Ejecutivo para tomar decisiones que lleven a una economía más exitosa y a una sociedad más igualitaria, no está en la modificación de las formas de acceso al poder y las fórmulas para el reparto del mismo.
Además de resguardar y garantizar los derechos y libertades, lo que debería informar un ejercicio de reforma está en otra parte. Está, por una parte, en la constitución de una clase política, de una coalición gobernante, que se resuelva a legislar para la prosperidad. Y, por la otra, en instituir un Estado de derecho que funcione, que avale, certifique y haga valer derechos y obligaciones en lugar de privilegios y exenciones. Una clase política que sepa sentarse a la mesa y decir: queremos un México que para el año 2015 eleve el PIB per cápita de 8 mil a 12 mil dólares, el crecimiento de 2 a 5%, el gasto en inversión y desarrollo de .39 a 2%, y que disminuya su índice de desigualdad, su pobreza extrema, su muy deficiente desempeño educativo y sus lamentables índices de corrupción.
Con franqueza, no creo que tenga sustento la idea de que la reforma política sea la madre de todas las reformas y que sin ella el resto estén condenadas al fracaso. Y no lo es porque podemos diseñar un mejor o peor equilibrio de poderes pero la colaboración en el interior del Congreso y entre ésta rama de poder y el Ejecutivo no se decreta. Se construye en la práctica política.
Finalmente, como parto de que el número de reformas que lograrán acordar los grupos parlamentarios son unas pocas, la pregunta es por qué no concentrarnos en las áreas en las que se perciben problemas y que realmente están frenando la gobernabilidad y la prosperidad. Éstas no son, precisamente, las formas de acceso al poder ni las fórmulas utilizadas para calcular la traducción de votos en asientos.
María Amparo Casar
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